Gabriel Pulecio Mariño - Cuerpos gloriosos (novela)





La importancia de los huevos al desayuno, he ahí el tema, me dije. El rito diario, las tortillas ligeramente doradas, enrolladas, siempre iguales, hechas con amor a Dios –manibus angelorum– y amor a los invisibles pichones de santidad que todas las mañanas nos sentábamos en el comedor después de la misa y la oración. 
Gélido madrugar con treinta minutos justos para hincarse ante un crucifijo y un retablo, y luego darse a fantasmas de entresueño porque ¿qué otra cosa podría deparar tan temprana hora?
En el comedor las tortillas se comprimían poco a poco sobre la bandeja plateada y parecía que fueran a rodar cuando la muchacha las pasaba a cada uno de los comensales. Como pasan los tiempos y cambian las costumbres, años después, cuando nos sentábamos a la mesa al vocinglero tenor de los nativos de las tierras cálidas, una mano femenina secreta y vedada abría la puerta del comedor para dar paso a la turba expectante cuyos modosos componentes aprovechábamos todos a una para pronunciar las primeras palabras libres de liturgia, ya en el centro de la mesa sobre la plateada superficie las tortillas esperaban aplastándose, sin peligros, sin oficio ceremonial, sin perendengues, a la manera de la nueva ola. Ya las tortillas en cada plato, todos pinchábamos y cortábamos sin contemplaciones la superficie rugosa y brillante, y tras la piel se abría un recinto cálido y húmedo, sólo un instante, para luego conducirlo a la boca recién sacramentada. Acompañaban al condumio el café con leche,  el pan y la mantequilla.
Las maderas del piso crujían. La antigua casa Tudor bogotano se resentía con el trotar de aquellos jóvenes llevados por la devoción, la piedad, las buenas compañías, los ánimos altruistas, el interés académico y, seguramente, apachurrando un poco los ojos, el carácter de coto de caza que podía ofrecer el desglose de aquellas juventudes transidas de ascética.
Sacrificial el semblante un cura se prosterna ante el altar.  
—¡Señor mío y Dios mío! —
Cotidiana súplica, soplo en el oído de Dios para que desde su trono majestuoso mire en plano picado aquella congregación dispuesta al rezo hodierno, nos mire y nos insufle la gracia santificante a la que optamos, nos mire una vez más, padre amantísimo, y nos bendiga. 
Sueños trashumantes, sueños pegados a la axila de cualquier viandante, sueños de cobija, sueños de reclinatorio, sueños y palabras del orador intentando con el alba desvelar algún secreto místico, aunque –!oh cotidiana e ingrata determinación!– se quede dormido el auditorio. Sueños de la aldea. Sueños de vigilia adolescente. Sueños del sobrino del señor obispo. Sueños del scout católico. Sueños vestidos de colores.
Cerrar los ojos, cerrarlos y dejar que las palabras entren por un oído y salgan por el otro, dejar pasar… No, que pasen por un oído y salgan por mi boca, hablaré ante un auditorio y les diré esto, les diré que siempre el Señor, si, el Señor Dios, ¿o es que no le conocéis? No ha muerto. Vive, vive y reinará. El golpe fue tremendo. Me llevaron todos a la enfermería. Una gasa, un poco de mercromina y listo. Que las tortillas calienticas nos esperan en el comedor.
Desperté.
Ya el introito avanzaba amenazador. El zumbido de los latines tenía una nota tropical... No, no era el zumbido, era una música lejana en algún radio. El zumbido era el de siempre, el eterno. Titilaban los cirios. La ceremonia se deslizaba. Sentarse. Arrodillarse. De pie. Arriba, abajo. Fin, ¡por fin! 
Al salir del oratorio, en una cruz de madera negra, dejaba un beso donde los demás no hubieran dejado la huella de sus labios mañaneros.
Chacharaloca, el consabido listillo, tenía el latiguillo. El medroso medra y el mentiroso dice la verdad. El que dirige hace novillos cuando no despacha. Interregno para el olvidadizo que llega con un zapato negro y otro carmelito, para el que no se peinó el cogote o para el que olvidó el cilicio entre la cama. Tiempo para todos, especialmente para las tortillas, para que estén listas, enrolladitas, doraditas. Tropel, de tropa –no de tropiezo, que los hay– tropel desayunador.
Vienen calienticas, ahí vienen las tortillas. Hoy haré un sacrificio y escogeré la que tenga menos posibilidades de rodar al suelo. Pero, como siempre ocurre, hay otros sacrificados y me toca la que rueda y cae a los pies de la muchacha. 
Inmediatamente, traen otra tortilla, recién hecha con amor a Dios y amor a mí; a mí, que se me ha escapado y rodado, a mí que no me puedo sacrificar como quisiera, no me dejan porque soy el menor, el verdadero pichón de pichones, el huevo de la pascua.
Los labios se matizaban con el apetecible y dorado majar rollizo. Borbotones de palabras que habían de recogerse como con redes de pescador, a ver que pez cae en boca del experimentado hermano que mira con malos ojos a quien hace sopas de pan en el café. 
Chacharaloca me llama al salir del comedor, me arrincona y me dice:
—Conviene que en el desayuno hables menos o por lo menos que dejes hablar a los demás.
Eso, que lo dejen hablar a él, que él tiene talla de orador. Los demás hemos de callar y dejar la verborrea para el apostolado.
—Oye, ¿es que no ves las almas navegar hacia el Señor? A ti todo te resbala.
El director alejaba de si mismo todo aquello que pudiera resultar pecaminoso por la complejidad de su competencia.
—A mi que me los pongan mansos y libres de criterio. Ese lo doy yo. Yo soy el director. Y a mi me viene la gracia a borbotones. A chorros.
—A chorradas— le hubiese dicho, pero callé.
Heroico el párpado que se pliega, como heroico el pie que sale de las cobijas, y ¡hale!, todos a besar el suelo. La bata, la toalla, las pantuflas o las chancletas, los útiles de aseo.
Pío Tentén, siendo neófito, se presentó desnudo en el baño el primer día. Amonestado, apareció al otro día con la toalla al cuello.
Menos heroico el individuo pichón que amanecía con las carnes aplastadas contra el duro suelo y un libro por cabecera. Menos heroico, pero los había muy denodados en ello. Mucho, mucho ris-ras. Toda la noche así y luego entrar al comedor de último y ver cómo la tortilla que le toca no tiene ya la tersura dorada, ahora grasea un marrón extraño, está aplastado, aplanado, seco. Ris-ras. Y ya está: al coleto, con el entorno en off.
Heroico quien logra sacar el segundo pie de la cama al amanecer cuando el director inicia su tarea rutinaria, homóloga a la de tocar una campana. Con los nudillos en las puertas anuncia tamboril el despertar y la presencia de Dios. La oniria hace su venia final y el olor a madera encerada y brillada, es como parodia de la tierra. Imagino quedarse uno dormido besando el piso, o muerto. !Qué tal! ¿Dónde dejar el bostezo a lo Robert Mitchum, la manera de rascarse la cabeza a lo John Wayne o la máscara siempre despierta a lo Tyrone Power?, ¿dónde?  Y así. Interminable. Cada uno pensando cual es su despertador favorito.
—¿Hay presencia de Dios en el sueño? 
—No se que dirán los tratadistas, pero creo que no, que no la puede haber, que sería contradictorio de lo ascético. 
Sí señor. Sí, Fulano, sí Mengano, sí Perencejo. Fulano Mengano y Perencejo, todos a una.  Eso de «cuando Teotiste Silva, empieza Sixto Amar y hace Sebastián Bulla»; o lo de «Mauricio Barrés, Ramón Novarro, entonces que venga Velasco Ibarra». Para contarlo algún día. El oído no registra, no lo debe hacer. El silencio es total. Desaforado. Si fuese cine habría rechifla en el patio de butacas.
De prisa, de prisa. Todo lo que sobrepase los treinta minutos es retardo, desliz, resbalón, escurrida; o peor, sigilo, sospecha, out-of-the-record espantable, escándalo a uno de los pichones o a todos. Todos a una. Otros treinta minutos con la mirada fija, la posición ad-libitum, el entorno entrecortado de respiraciones, bufidos embozados, suspiros contenidos. Si el tramo es predicado, la vista tendrá como objeto la boca del presbítero en la que intento descifrar las palabras que pronuncia, vedadas al oído que sólo está próximo al resuello, al drama pulmonar del entresueño.
Gramática despertadora, despertativo gramatical. Diálogo de sordos. Los sonidos del silencio, oye la música, la música, eso, «a mi me llaman el negrito del batei...» 
—!Eh, no, que va, hombre, que va! 
Salta la campana, sopla la hora y otra vez las tortillas doradas, delicuescentes, allí en la pendiente, plano inclinado, plano plateado, rugosidad morena de huevo tan bien batido. La tortilla madrugadora, dorada, puntual. Pero no siempre. Exóticas variaciones y flujos festivos retrotraen el tiempo y a falta de tortilla me instalo de nuevo en la reciente oniria. Un automóvil avanza y yo perdido en la calle sin un zapato, parezco sentir la inmovilidad del universo. Crac. El horror al amanecer, un ligero regodeo, ligero, eh, sólo ligero regodeo antes de que los nudillos del director aporreen las puertas, todas las puertas del universo. En pie. Y ¿ahora?
No debíamos ser críticos pero sí fanáticos del despertar e ir a rastras a besar el suelo como quien ha perdido durante el sueño un lente de contacto en un estanque y pareciera que fuese a beberse  toda el agua para encontrarlos – el sueño y el lente – en el pozo deseco.  Primero, sentarme en la cama,  bajar un pie, luego el otro, dejarme rodar por el borde hasta quedar casi en cuclillas, hacer una ligera flexión de espalda, poner las manos abiertas contra el suelo,  besarlo y, como si sonara un disparo y se accionara la cámara rápida, volar, porque si no lo hago perderé el turno de ducha o el de espejo para afeitarme y me tocará el espejo del baño de atrás que tiene bombilla de veinticinco y no se ve más que una mortecina sombra que mira allá atrás y tal vez no me atrevo a mirarla. —Mírala a lo ojos, hazle frente. Que tu primera batalla sea siempre tu primera victoria. Y, ¡hale!, a vestirse rápido que ya no quedan más de diez minutos, ¡venga! — Volar, volar, tomar impulso y atravesar el corredor de maderas crujientes y luego prenderme de la baranda y subir las escaleras de tres en tres con el consiguiente peligro de rodar y terminar con los huesos rotos, todos los huesos rotos, es que no le quedó un hueso bueno, y dando un salto atravesar el pasillo y abrir la puerta del oratorio, todo un solo movimiento, todos a una, borrego y asno. Y al final, el café y el pan con mantequilla, y –¡oh!–  la tortilla inefable.
Cripticismos muchos. Cada uno de ellos apunta a un campo abierto y despierta la curiosidad. Quien no esculca, espía o pregunta. El sentido se despereza. Sólo el sentido, porque el cuerpo ha de permanecer hierático. De un solo golpe solo quedar sentados es perder el tiempo; de un solo golpe hay que saltar de la cama, no conceder esos segundos al demonio, saltar y que sea un solo movimiento el ir y venir y luego llegar al oratorio antes que los demás e dirigirse a la mesilla auxiliar y ungido de liturgia encender dos de los seis velones del altar esmerándose en la genuflexión ante el tabernáculo, yerto a esa hora. Las llamas avivarán el contorno y proporcionarán sombras a la perspectiva Encendidos las cirios, el pichón de turno va al  armario de los libros piadosos y tomará uno de ellos para acompañar con su lectura la media hora de oración que todos a una vamos a iniciar. Impresionan del lector sus modulaciones de voz. Cuando no sombrío, parece débil; si es enfático aparenta bufar un pensamiento pío. Si no hay lectura, el cura zumbando prédica, o sin más sonido que el chisporrotear de los velones y el oratorio en off, a no ser que el clima permita escuchar algún acorde de la música de un radio lejano. Una jota aragonesa.
Estar en el mundo, ser un quintacolumnista o el sacamicas del Rey Arturo pero no quedarse ahí parado que será peor. Cuando abras la puerta del oratorio el cura tendrá que detener la prédica. Mientras te arrodillas y luego te pones de pié y te sientas, pasarán preciosos momentos de la meditación de tus hermanos. Has de cuidarte de no golpear los reclinatorios al entrar. Y ya estoy sentado y tranquilo, nebuloso momento mientras me entero de que habla el cura, cuando entra el sigiloso más tardón que yo, apenas se le oye. No parece llegar tarde porque su alma ya estaba sentada frente al altar, y que su cuerpo venga retrasado es comprensible por las enormes disciplinas que tiene que hacerse para contener su carne pecadora. Comulgan  el cuerpo y el alma del sigiloso y parece como que se redondea la meditación. «...De un boga que sin llorar abandonó el platanal...».  No, no es eso, es esa música lejana...«en la playa blanca… de arena caliente …hay rumor de cumbia y olor de aguardiente»... Desviar la mirada y recorrer lentamente el retablo inacabado, las barbas del santo son un milagro, el niño y la madre. El remover de cuerpos y el cascoteo de pies indicaron que había terminado la meditación. Esta vez no oí, cosa rara, cuándo cesó el zumbido de la oratoria matutina. «...Que María Cristina me quiere gobernar y yo no quiero que diga la gente que… María Cristina... María Cristina me quiere gobernar… » No, no, María, María Santísima, Stella Maris. Pasa ya la musiquita esa de quién sabe dónde, quien sabe qué radio. !Oh Señor, carne pecadora!. Tilín, tilín, el sigiloso está de turno y toca la campana como sin badajo, tilín, tilín. ¿Por qué usarán esa casulla morada, ordinaria y anticuada? Cuando el sigiloso está de turno los velones se apagan solos. A la prédica parece que se le evaporaran los verbos, cuando no los sujetos, o se van los complementos engarzados en un arrobamiento hasta que por fin logra llegar el predicador al final, pocos minutos antes de los treinta. Luego, el predicador viste casulla y celebra. Y después – ¡qué placer!– allí estarán el café y el pan y la mantequilla,  y –¡oh!– las tortillas jaspeadas, doraditas, a todos nos esperan en el comedor, !tan suaves, tan delicadas!
El agua al amanecer está helada. El pichón de santo ha llegado al final. Ya se ha despojado de la bata, ahora en el umbral de la ducha de despoja de la piyama; el agua del grifo sale a chorros helados, el shock puede ser mortal, y lo es. El demonio se consume en su antípoda. Purificado el pichón, tiritando, morado, cuasi-parapléjico, se agarra a la toalla como a salvavidas mercedario y se seca. Sus movimientos están regidos por un temblequear constante; las carnes protestan y, el espíritu presente en el ceño, hiende el aire y corre finalmente escaleras abajo hacia el oratorio.
La mecánica ha de ser perfecta. He ahí la clave universal para comprender lo que hasta aquí hemos dicho de ese levantarse en el mismo momento en que los nudillos del director golpean la puerta. La puntualidad es la entrada al túnel que conduce a la perfección. Sí señor, sí. Y aunque Chacharaloca no lo quisiera reconocer, tendría que hacerlo. Como metiendo la testa bajo el ala de cuadernos que siempre lleva consigo, Chacharaloca salió de primero y fue en busca del director. Ya habíamos consumido las deliciosas tortillas calienticas y el café, el pan y la mantequilla habían sido alegría del coleto. Salieron varios dando voces de contento. Chacharaloca esperaba abajo en la escalera a que pasara frente a él para decirme: 
—¡Eh, chist, tú! Conviene que en la mesa no confundas las cuestiones teológicas, ¡eh!  
Como una bala había salido corriendo tras el director para decírselo y que le diera el nihil-obstat para atracarme en pleno vestíbulo. Pues sí señor, el túnel de la perfección tiene un reloj a la entrada y otro a la salida. Más santo seguramente salió Chacharaloca después del golpeteo disciplinario. Quedé pensando cuál sería el método para atravesar un túnel.
La mermelada a veces asomaba su faz colorada, amarilla, verdinegra. Sólo a veces. Gustosa, glotona, trémula en un platillo gemelo al del rollito de mantequilla estriado y rígido. Las canastillas vestidas de faldones ocultan púdicamente los panecillos o las rodajas de pan grande, hasta que llega uno y sofalda y aparecen los panes. Unos pasan, otros cogen. Tiempo de gracejos. Tiempo para Chacharaloca. Dulzón, zumbón, ojo visor.
Castos, limpios, superficies de patena. Pobres igual. Y obedientes. La obediencia está sentada en la conciencia. Si la silla estuviere vacía, malo. Están la Gracia por un lado y tus hermanos por otro, tu director y tu confesor. A ellos debes acudir si encontraras el sillón vacío... -Si es necesario voy hasta los estatutos... —No, no es necesario, basta que hables con tu director y le digas: el sillón está vacío. Te impondrá alguna penitencia, no lo dudes, cariñosa recomendación, quizá más azotes o quien sabe qué privación... «Entre candilejas te adoré»... El radio lejano se ahoga en la riada automotor o tal vez en el silencio que encerraban las palabras del predicador. Entraban por un oído y salían por el otro.
Nebulosa del despertar, sueños dirigidos, ensueños peligrosos, pecaminosos, y luego el duchazo frío y los saltitos y ofrecerlo, ofrecerlo porque ese es el sentido, ofrecer tan lacerante sacrificio, y de paso matas la concupiscencia; tus carnes quedarán atravesadas de contradicción, negación del sueño. 
Pero en el oratorio más de uno solía descabezar un sueñecillo. De pronto, descolgaban la cabeza los pichones. Aunque traten de disimularlo, vuelven a quedar dormidos. Algunos roncan en momentos en que la meditación parece llegar finalmente a tener sujeto, verbo y predicado sin tener que ir de rama en rama. Edificante, eso sí, el que sin concesiones sacude la cabeza, toma aire, cruza los brazos sobre el pecho y abre los ojos desmesuradamente. Sin dejar de dar saltos todo el tiempo, golpea el reclinatorio con los pies en sus intentos por permanecer despierto. Le pesa la cabeza como si se le hubiese pegado el libro que le sirvió de almohada. !Qué manera de deslizar la mandíbula, qué suspiros, qué jadeos! Estira las piernas y parece que se le fueran a derretir, las encoge, las junta las rodillas, pone un codo sobre una de ellas y con la palma de la mano abierta intenta encajar en ella el mentón. La visión del brillo del piso de madera encerado, el abullonado del reclinatorio, los estoperoles brillantes y sobre ellos otra vez las transparencias, el cuerpo volátil, las manos que llaman e intentan acercarlo una y otra vez. Se le descuelga la cabeza al pichón y cae de bruces, sin ruido.
El pelo se secaba durante el transcurso de la oración y la misa. Pío Tentén, entraba cabezeando al oratorio y dejaba gotas de agua por el suelo, y pronto su cabellera quedaba como estopa. Ya le diría Chacharaloca: —Oye, pisst—.  Chacharaloca apunta en una libreta, hace un archivo de la miseria humana, un dossier de la infidelidad, la historia secreta de tantos deslices. Ha de tener en alguna parte ese cuaderno. Pacho Hayqué lleva el pelo al cepillo, algunos tienen poco y otros nos peinamos con gomina.
Si de heroísmo hemos de hablar, qué decir de este pichón cuando aún no dormía bajo el recinto que la institución fijó como sede espiritual y material de mi labor apostólica. Me levantaba mucho antes del alba en el calor íntimo y placentario de mi casa. Tras las abluciones de costumbre, enfilaba hacia la Residencia. A esa hora neblinosa deambulaban madrugadores y más que todo trasnochadores, taxis llenos de mujeres. No mirar, guardar la vista, no pensar en ello, no engolfarse en nada. Al principio sólo llegaba a la hora de la misa. Cuando di en llegar puntual y exacto a la hora de la meditación, y muchas veces aún antes de que el sigiloso encendiera los velones, me lo dijeron con claridad: 
—Vente a vivir a casa, denodado pichón.
Bondadosos, eso éramos, bondadosos. Bondad explicable por las virtudes que practicábamos: la valentía, la sinceridad, la reciedumbre, la piedad, el sacrificio, la renuncia, la mortificación. Bondadosos y justos. Y la alegría. Alegres, sedme alegres. Pío Tentén era alegre, se le veía cuando mostraba los colmillos. Y Pepe Gardenia, con cuánta alegría parecía sufrir su disgregación fatal: le suena el alma. Y Pacho Hayqué, alegre a zancadas. Y la alegría de Chacharaloca enmendándole la plana a Caruso en cualquier aria o a Rilke en cualquier parte.
Día de fiesta grande. Día de concesiones, sí señor. Cuando el director llegaba a golpear las puertas era lo más probable que ya lo hubiera oído venir. Es posible que ya hubiera abierto los ojos y mirando en derredor lo hubiera vuelto a cerrar, invocando la reciente oniria, la continuación del drama, el epílogo, aquella reflexión que en la infancia le pedía a mi abuelo al salir del cine:    — Entonces,  abuelito, ¿qué pasó después?
Laxo el cuerpo me levanto. Amorosos hijos de nuestra Madre Santísima, no dejábamos nunca de piropearla y menos ese día de fiesta grande. Siempre nuestra Madre Amantísima está ahí, de perfil o de frente, sola o con el Niño, esperando nuestro saludo, nuestra sonrisa, nuestra caricia. Vieja devoción, como vieja la Iglesia misma a la cual servimos y nos honramos de ser pilar y sillar. Nuestra madre guapa. 
—¡Y olé!
El amplio faldón de la sotana del predicador. Revuelo de telas, instantes de silencio. Toses, suspiros. Gime el cambrión de un zapato. El predicador mira la hora. Un chorro de café cae sobre la testa del consabido listillo, ahogándolo en el líquido. He de cerrar los ojos y no pensar más, no mirar hacia el cogote del que está sentado delante de mí, y cabecea. Chacharaloca ha estado mirando con sus anteojos negros. Como que ni en Roma se los dejó cambiar. Dicen que eran como los de Ray Milland, de rayos equis y que con ellos podía ver todas nuestras miserias, nuestros defectos, insensateces, traiciones, no nuestras buenas obras, nuestra grandeza cotidiana, que solo la ve Dios.  —Y sin gafas, verá otra cosa. —No, está acostumbrado y ya solo ve nuestros deslices, el resbalón, el acto fallido, el tropezón, la chambonada pasajera.
¿A qué hora entré en ese túnel? ¿A qué horas salí? ¿Volveré a entrar? ¿Seré perfecto? ¿Tendré gracia a borbotones? Las tortillas calienticas, doraditas, gandujaban su presteza gratificadora.
Acolitar. He aquí un tarea que distraía aquél monótono y desmayado tranco matutino. El sigiloso era maestro en ello. Tilín, aún sin badajo. Un mago. Con su nuez de sube y baja entre el pozo blanco del cuello de la camisa, encorvado va y viene silente. «.Voooy  por la vereda tropical...» Es la música lejana. Se oye entre el sonido de la campanilla y el golpear de las vinajeras. Cuando acolita el sigiloso no se oye ni el volar de una mosca, y no es que el sigiloso madrugue más y con un spray y asperje todo el oratorio, no. Es que esos días las moscas ya lo saben y procuran no volar o por lo menos hacerlo con cautela. Frente al altar empieza a rodar la pesada rueda de lento transcurrir. Comulgar, desayunar e iniciar el día de trabajo, apostolado, mortificación y alegría. 
–¡Hale!
Las tres vías de la contrición y el arrepentimiento: la primera, la confesión sacramental boca-oreja que termina en absolución inmediata: Ego te absolvo. Una segunda vía, el diván del psicoanalista, hablar mirando al techo, que terminará algún día con una interpretación. Y la tercera vía, la vía torera, en la que quien se acusa es rematado con denuestos sin fin.
—Perseverar. Escuchar el llamado no basta. Hay que recordar todos los días esa voz, esa llamada, aquella luz, como la que encegueció a Saulo de Tarso, que también tumbándonos de nuestra cabalgadura nos indicó el camino. Y he aquí que vamos transitando por él. Los peligros nos acechan a diestra y siniestra, vienen de frente o nos persiguen y pueden darnos alcance, o quizá no los veamos llegar. La sinceridad, la brutal sinceridad con nuestro director, la reciedumbre y la alegría. No me olvidéis la alegría.
Meditaba el cura en voz alta, con los ojos semi-cerrados. Iba como un caminante que se ha lanzado a la oratoria dejando en casa algunos bártulos gramaticales y había que rellenar los espacios blancos de su discurso y encontrar una cierta beatitud en los remansos sintácticos dejando el verbo para después o postergando el sujeto hasta la próxima meditación, cuando ya sin nadie que te hable al oído, habrás de hablar como si estuvieras en tu propia prédica, al tenor de tu silencio y a grandes voces.
Los ojos mirando al techo o los párpados cerrados. Al estudiante indefenso se le colaban unas deliciosas jovencitas, vistas, presentidas.
¿Cuando, cómo, empezó todo esto de madrugar de tal manera? El automatismo ése. ¿De dónde, Señor, de dónde? Y ya estaba flexionando las piernas, besando el suelo y lanzándome a la ducha fría. 
La mortificación de los sentidos. La vista el primero, atornillándole al párpado y al globo ocular un mecanismo anti-regodeo después de haber instalado el dispositivo de la limitación de mirada, una concentración heroica. Por el oído entrará un caudal incontrolable; pero la talanquera que todo pichón de santidad ha de instalar en su pabellón auditivo, hará que en la retorta del oído revenga jaculatoria toda inconveniencia. Qué conviene al ojo y qué no. Qué conviene al oído y qué no. El tacto ha de guardarse sin recelos ni malicias. La superficie del cuerpo, superficie táctil toda ella, ha de macerarse con las aguas heladas del amanecer y las disciplinas y los cilicios. !Oh! Cuántos sacrificios a flor de pierna, a voz en cuello. Por la boca muere el pez. Habla el predicador del sentido del gusto y de la oralidad misma. Por su parte, el olfato sufre capiti diminutio al elevar a la categoría de apotegma el decir que «el mejor olor es no oler a nada». Ya se verán los estragos y los chorros de gracia santificante que el manejo de las cinco vías pueden proporcionar al pichón de santo, en ciernes o ya cernido y pasado por el cedazo, listo para el consumo santoral.
—Es que no somos sinceros, no somos verdaderamente sinceros, nunca hablamos al director de esos pedacitos de mierda seca que se nos quedan pegados en los pelos del culo—decía Pepe Gardenia
El oído no ha registrado el golpear de los nudillos en la puerta. La vista pliega párpados y el ojo apenas identifica levemente el entorno. Los reflejos musculares hacen que el cuerpo salte -descarga heroica- y brinque al vacío cotidiano.
Santos, seremos santos. El Señor así lo quiere y nuestra madre guapa que está en los cielos.
Sí, hay momentos de felicidad. ¿Cuántas veces, sin mortificarse, sin el dolor del sacrificio se alcanzan momentos de felicidad heroica al cumplir con los diarios desapegos y, como en volandas —alfombra ascética—, irse deslizando por las nubes literarias.
Liso y llano es el lenguaje de lo ascético. Las disciplinas aplicadas con amor lavan la culpa. Aplicadas con soberbia, enfangarán más al alma rebelde. Las disciplinas, cielos de redención.
Cerrar, cerrar esa ventana con falleba para que no entre la soberbia. Recordad que si ella habita vuestro corazón, serán los demonios, con rabos pezuñas y cuernos- quienes tomen tu vida de santidad convirtiéndola en superficie de pecado, tiempo de culpa. Pero la gracia santificante que sobre vosotros caerá tras la consagración al Corazón de María, devolverá a nuestros parajes interiores la luz perdida, y las tinieblas serán derrotadas por el amor al Señor, Padre Amantísimo. La soberbia, hermanos, la soberbia. Poned vuestro corazón en manos de Nuestra Madre Guapa que está en los cielos, ella os reconfortará. Henchido de gracia volverá el sembrador a los caminos divinos de la tierra, la semilla a voleo.
Con el salto de la cama y el carrerón al baño, la ventana se abrió y la ráfaga diabólica penetró con violencia. Y sólo el Señor lo sabe: una sola mirada a la imagen de Nuestra Madre Guapa bastó para que la dulzura que se desprende de su efigie bastó para vencer al Malo. Luego, el duchazo de agua helada. Agarrotado, dando saltos se purifica el pichón. Al recibir el Cuerpo Divino en la circunferencia de trigo, cerró los ojos y supo que había vencido, pero que la lucha continuaba. 
!Cuántas batallas más habrás de librar, cuántas victorias más habrás de lograr, denodado pichón!
En el altiplano andino el despertar siempre trae consigo un salto al frío. Lo cálido está entre las sábanas, bajo las cobijas. A primera hora el alba hace tiritar al más avezado sabanero. Se cuela lenta una frialdad marmórea. Pálidos, los pichones de santidad, aún somnolientos, nos presentábamos ante aquél crucifijo del oratorio que parecía mirarnos desde sus pupilas de aleación metálica, el mismo crucifijo que amorosamente vigiló los escarceos iniciales de los primeros pichones de santidad en estas tierras de misión. Después de la meditación, la misa. Era el rito preconciliar. El cura de espaldas al pueblo pronunciaba latines romanos, a los que contestábamos los pichones ungidos de amanecer. El tronar de los latines encendía el ánimo y templaba las cuerdas vocales.
Fueron difíciles los años fundacionales. La predicación abrió las primeras puertas. El castellano seco y áspero, de recia pronunciación, trajo a los oídos andinos –acostumbrados al suave y cadencioso recitar matizado de altos y bajos– el postulado pétreo de la salvación eterna, acudiendo a la sonrisa santificante para franquear el umbral de los trabajos terrenales. El alegre sufrimiento y la pasión domeñada. Las pláticas atrajeron huestes de entusiastas seguidores. La perfección cristiana en medio del mundo, ahí es donde está la novedad. Santificas e trabajo ordinario y ya está, puedes ir a los altares, si quieres, y si Dios quiere. Y no me olvidéis a nuestra Madre Guapa que está en los cielos. ¡Stella Matutina!
Pasados los lustros volvieron de Roma los primeros pichones oriundos de estas tierras. Una manada de ellos, italianizados , españolizados, doctos en cánones y canonizaciones, liturgias y latines. Empírico Torrente y su coro de batidores. Eran muchos, llegan y legaban. Advertí entonces que los pioneros peninsulares, sin haber hallado el fruto al ojo en la capital, habían extendido a la provincia su acción apostólica para encontrar la veta vocacional tan deseada.  Eran gentes de tierras dadas al rezo, al cura y al tañido de las campanas. Tañendo volvieron de Roma las primeras vocaciones y retiñendo llegaron a capital. Su aura insospechada deslumbraba con gestos litúrgicos, ínfulas que ni los cardenales en Día de Corpus se proponen. ¡Qué gestos, qué actitudes, que de vueltas y revueltas! ¡Qué miradas, con los párpados en intermitencia apostólica! ¡Qué fiesta! Otros, venían revenidos como el caramelo cuando se somete a temperaturas cambiantes. Patosos y pastosos. Todo ellos recibieron en Europa el soplo re-divinizador. Iglesia itinerante.
Nunca sabré encomiar lo suficiente a Chacharaloca, este nuevo Ulises que sólo oía las sirenas de las tardes de toros. Le digo que deben cambiar la corneta por una sirena y también en la misa la campanilla por una sirena, no de las de Ulises, que sería una de nuestras hermanas empelota y metida dentro de un pez gigante de la costa. Sirenas por todas partes, debajo de la cama, en el recinto de la ducha, senos que se ofrecen...!Oh, no, carne pecadora! Santa María Stella Maris, sálvanos que el mar está picado y la tormenta se avecina.
Cuando los días eran de tanda de retiros las deliciosas tortillas se consumían en silencio y entre ruidos de vajilla, el remover de cucharitas, el rasss del cuchillo sobre las tostadas untando la mantequilla, cada sorbo leve, no sea que a la salida del comedor te coja Chacharaloca y te diga: —Oíste, conviene que no sorbás. Y el sonido de los chorros del café y de la leche. Algunos se aclaran la voz como si fuesen a hablar. En las tandas de retiros el único que habla es el cura. Tantas tandas, todas tundas.
El despertar es siempre indicio de futuro. La llana teología quiere ese futuro institucionalizado, la vida en Dios. Cuando el pecador despierta, empieza la pesadilla puesto que para el pecador el único sueño placentero es el de estar muerto y al despertarse y comprobar era sólo un sueño, busca el tiempo retroactivo cerrando los párpados y encogiendo los músculos.
El confesor, en él reside la potestad de abrir el grifo para que mane el chorro de gracia santificante... Y el chorro te engrandece, el chorro te magnifica frente a la humanidad caída del pecador. Tu sabes bien, pichón de pichones, que el indigente espiritual es aquel que no ha querido escuchar la llamada de la salvación. Aquél cuya piel se ha hecho refractaria al rayo divino y cuyos sentidos no perciben el trueno de la gloria eterna. Y al pecador también hay que ir. Aquél viejo amigo puede ser hoy un pecador, el mejor de tu grupo puede ser un pecador. Todos son tus hermanos, a ellos ha de llegar la llamada del Señor Dios de Todos los Ejércitos, hoy bajo la versión de padre amoroso. Y tenéis dos armas: el apostolado y el proselitismo. Apóstoles como los doce.
Imagino un Cristo viejo, crucificado en la senectud con los clavos de la perfidia. Dos canallas, un traidor y una pócima. Le clavan las manos, con los brazos abiertos sobre un leño. Para que descanse siempre quieto. Es la hora de los doce.
¿Cómo nadar en natilla? Peor que en arena movediza. Como la natilla no hace resistencia uniforme al cuerpo del nadador, su esfuerzos ha de ser pausado, buscando las zonas menos resistentes; y vigoroso, puesto que el peso y la densidad del postre pueden hundir  al nadador. De nada valen los balones de oxígeno, sólo el braceo. Ni el nadadito de perro, ése te hunde.
— La obra es de Dios pero el manejo es de los hombres.
Todos volvimos la cabeza. Quien lo dijo ya no estaba allí, sólo una sombra breve. Salimos presurosos al jardín. No había nadie allí, sólo pastaba el estrafalario venado que Pepe Gardenia insistía en mantener en aquél prado secreto tras los vidrios corrugados del comedor. Algunos días se abrían las puertas y todos pisábamos pasto tan contentos. Pero el jardín era un campo minado. Cualquiera podía pisar una masilla oscura y luego llevarla en el zapato por toda la casa con la consiguiente  agresión olfativa. —Nos cuidamos mucho de eso— me dijo Chacharaloca cuando ingenuamente intenté disimular el resbalón. El agua de colonia fue peor. Ya se sabe.
Se ha consumido el silencio mayor.
—¿La Nada? La Nada es un chorizo sin forro y sin relleno. 
Temblé. Se refería al universal chorizo, al paradigmático chorizo.
Volví a temblar. Chacharaloca ya habría adelantado sus pasos. Subí las escaleras de dos en dos y me perdí en el interior de la memoria.
El desorden urbano se traga el fervor matutino. Los pichones de santidad nos lanzábamos al diario transcurrir de nuestra vocación: la universidad o el trabajo. La Residencia nos agrupaba durante la noche y a la hora canónica de las comidas, la ciudad nos dispersaba durante el día. 
Alegre y bullanguero es el momento en que cesa el silencio mayor. En el oratorio el Señor reposa solo. Todos hemos pasado por allí antes de salir de casa y con una genuflexión frente al sacramento de la eucaristía encerrado en el sagrario, inclinamos la cabeza y retornamos al acto de fe que nos da la marcha para ir a la brega diaria. 
—El «estartazo»— que decía Pacho Hayqué.
La mañana ha de ser pimpante. Repleto de gracia santificante al salir a la calle el fragor urbano y un avemaría son un mismo comenzar. Con la mano en el bolsillo íbamos desgranando la camándula entre los dedos. Un vecino miraba todo aquello, veía cómo al salir de casa aquellos jóvenes madrugadores, algunos acompañándose de un aire doctoral, otros llevados de jocoso hieratismo, iban con la mano entre el bolsillo. ¿Qué llevarán allí? se preguntaba el vecino una y otra vez. ¿Serán armas? Sí señor, el arma sagrada de la oración. 
Los gozos, los gloriosos o los dolorosos. Emprendíamos un viaje detergente con la cabeza en alto y la mirada puesta en Dios Nuestro Señor que se quedó en el oratorio y sin embargo nos acompaña, está allí a donde vamos y espera que regresemos a casa, una y otra vez, y rodilla en tierra lo saludemos. El Señor Dios. El Señor Símbolo. El Doctor Nuestro Señor. Dios Nuestro. Doctor Nuestro.
Llevábamos en la mirada la ascética de la predicación hodierna. Veíamos pasar por el rabillo del ojo el mundo que nos rodeaba, mientras las pupilas vigilaban en lontananza el mundo al que aspirábamos. Mundo aún que sin serlo, ya empezaba a parecerlo: el cielo. Así como suena. La salvación eterna, vaporosa como las nieblas de los Andes. Veleidosa santidad hecha de pecado y redención. Hecha ante todo de libertad. Que estás aquí porque te da la gana.
En los buses se apretujan las gentes. Las caderas y los pechos. Iba entre dos mujeres. Las caderas de una por delante y los pechos de otra por detrás. Me tocan. Con el movimiento del bus repleto se pegan, aprietan. Una veces unas, otras veces otros. Frena el bus y se ciñen. En las curvas ascienden unos o descienden otras. La imaginación vuela lejos del avemaría. En el fondo del bolsillo queda la camándula dispuesta para ser nuevamente recorrida. 
Una música y un recuerdo suelen ir uncidos a un olvido, al dolor del acto inútil. De nada vale la memoria. Me sumo en el silencio. Una música lejana continúa otro pasaje, otra ficción.
El bus se estremece, toma la última curva y sin estridencias, rueda por los predios universitarios. 
Vienen las cátedras, si es que el profesor asiste. Si no, se irá el tiempo en languideces prolongadas o en torbellinos que llaman desde lejos, música de otros lugares, recuerdos de  infancia como estar en cama y que me traigan  mangos y mandarinas para pasar la enfermedad.
Desembarazado del claroscuro ascético, en la universidad me encontraba con las exquisitas beldades escapadas de la banalidad feminizante y con las aguerridas militantes, compañeras del y hambre y la miseria que llegaron a los bancos universitarios a buscar calor en ellos. Y con estudiantes de provincia que buscaban a sus paisanos y con ellos formaban «ghetto», y si su soledad los abrumaba, se hacían amos y señores de sus pasos por el claustro. Los nativos, en cambio, buscaban en quien depositar su autoridad y tomarlo como esclavo. 
Voz elocuente para que el discurso sea más placentero, y también lo sea el trayecto hasta la parada del bus. Pequeños subterfugios que no hay que apuntar en la cuenta de gastos y que si sieguen así las cosas, a lo mejor se les podrá hablar de la acción de Dios en las almas, en los hombres, en nosotros, en las personas corrientes. ¡Pero cuántos se espantaron!  Horrorizado, el rústico intelectual de aquella horda me miró a los ojos y cambió el tema por el del trasero de Dorita. No pudo dejar de mirar el trasero de Dorita; el trasero de Dorita había pasado por la boca del rústico intelectual y yo lo había recorrido con la vista un instante, allí cercana; y luego en la imaginación seguí viendo toda la tarde el trasero de Dorita. Acariciádolo. 
El músico al que le hablé de Dios, enseguida cambió el tono de su voz: 
–¿Dios en nuestra vida privada? !Santo Dios!– Se cogió la cabeza a dos manos y rodó por las escaleras.
El retorno al mediodía. Los ancianos en los buses buscan con los ojos una persona caritativa que les ceda el asiento. Empleados y estudiantes se apretujan en el pasillo. Nadie cede. Nadie mira. El bus marcha raudo y frena en seco. La masa humana se mece, se bambolea. Diaria liturgia, de pie, agarrado de la varilla fría por la mañana y resbalosa y grasienta al mediodía. Los intestinos ejecutan su sonata, los huevos, el café y el pan con mantequilla y mermelada del desayuno han hecho ya su curso. Sigo desgranando avemarías hasta el paradero. Santa María Madre de Dios. Un airecillo tibio y libre de miasmas me saluda. Dirijo el paso hacia la residencia, ya en el gloria. 
Llegar a la institución celestial era como subir la escalerilla de fuego que tiende Elías el profeta desde lo alto. Y llegar arriba sin quemarse ¡eh!, sin un solo quemón –ojo, que es importante–. Con unción abro la puerta del oratorio y saludo al Señor que descansa en el tabernáculo de finos metales con incrustaciones de piedras preciosas.
El silencio que durante la mañana envuelve a la Residencia, empieza a quebrarse. Unas voces se unen a otras y la algarabía hace del momento un acto transitorio. La puerta del comedor permanece cerrada. Se espera el clic puntual del seguro al otro lado de la puerta y que la diestra del director de la vuelta al pomo. !Oh espectáculo magnificente! Limpia e impoluta la mesa, dispuesta con amor por nuestras hermanas, brilla en los cristales y en la cubertería. Las flores alegran el esplendor cotidiano del orden y el amor a Dios. Están los platos milimétricamente alineados, los cuchillos y los tenedores en perpendicular perfecta al borde de la mesa, las cucharitas y las copas del agua. Ya todos sentados y con la servilleta en el canto, inclina la cabeza el director y entona el «Señor mío y Dios mío.
Hay un breve silencio, brevísimo, casi imperceptible, pero para quien ha aguzado sus sentidos es un bache glorioso. Es el espacio donde pondrá sus intenciones, donde acomodará previamente la mortificación que hará del condumio, además de un momento -el gaudeamus-, una parte de la larga peregrinación de la carne pecadora hacia la gloria del placer de los sentidos domeñados. Rompe el encanto la conversación que enseguida gira en todas las direcciones. 
«Que Dios bendiga estos alimentos que de sus manos vamos a tomar.» Suena la campanilla, el director la agita con prudencia. Detrás de la puerta un oído avizor registra el llamado, en segundos de imperceptible secuencia, se abre la puerta y en manos de la canónica muchacha vestida con delantal impecable, cofia y guantes blancos los días de fiesta, aparecen las viandas sobre las bandejas plateadas, aderezadas con amor a Dios, !Oh nueva superficie de mortificación! ¡Oh magnífica lección de humildad! ¡Oh frugalidad, qué poco tiempo pasa y ya acaba!. El tiempo está contado y medido, sin embargo, la eternidad envuelve los momentos gástricos. 
Primero se sirve el director, parsimonioso, con los movimientos medidos no sea que se le escape la vianda o haga presión indebida sobre la bandeja que sostiene la muchacha en el aire sobre una de sus manos. Luego se sirve el cura. Sin ruidos ni estridencias continúa hasta el final. Cuando ya la muchacha ha dado la vuelta a la mesa el último, el que se sentó a la izquierda del director, no tiene ocasión de mortificarse y seguramente aprovecha para adelantar en la charla. Cuando le llegan las viandas cae en el silencio del mascar apresurado porque en cualquier momento el director hará sonar la campanilla y la muchacha recogerá rauda todos los platos. El director insta a comer de prisa y cuando comprueba el último bocado, clin-clin. Por el mismo procedimiento vienen los postres. 
Al profano, el paso de los días puede parecerle monótono y sin variación. No es así, cada día constituye una nueva eternidad. Es la vida eterna, aunque nos digan que esa viene después. 
Después de salir del comedor pasábamos los pichones de santidad a otra media hora de conversación, antes de volver al silencio menor que se prolongaría hasta la merienda. Media hora de «tertulia», con minúscula puesto que no se trata de una práctica cibernetizada por la corriente ascética. En la tertulia se hablará, en primer lugar, de aquellas cuestiones mundanas que enriquecen el apostolado y el proselitismo, y las que enriquecen el amor a Dios y la caridad con nuestros hermanos. Superficie de mortificación también puede constituir la tertulia. Por ejemplo, saber que sabes el mejor chiste, el que más hará reír a todos, el que excita tu vanidad y quizá tu soberbia, y habrás de callar y ofrecerlo. Hay que ofrecerlo. Por la intención mensual, ya sabes, la intención mensual que no falte. Pero ¡ah pobre y desdichado!, con cuánta frecuencia me olvidaba la intención mensual. Tarde ya. Vieja memoria que ahora ha de trasladarse a la tertulia cuando llegaba el café  hasta puerta del salón en manos de la muchacha, quien lo entregaba con los ojos bajos y en un silencio que ni su respiración turbaba.
El chiste y el chascarrillo tenían cabida en la tertulia. Chacharaloca cabrillea y muestra los dientes por la mínima ranura que puede hacer con su boca de longitud desmesurada, cada vez que puede interviene con un tipismo que a modo de sarcasmo hace apear de la palabra a quien la tenga. Pero la tertulia no era solo superficie para que rodaran desafueros e insensateces de supuesta inocencia; también en la tertulia nuestros hermanos mayores; los pichones viejos contaban en forma de historia cerrada y didáctica los primeros tiempos fundacionales. Grandes anécdotas del proselitismo. Grandes hitos del apostolado. O grandes causales de santidad que ostentan tantos en el mundo. Los días de fiesta, la tertulia podía prolongarse ad libitum del director. Sana práctica era informar previamente al director el tema que se quisiera exponer o narrar. Así el director allanaba los caminos de la conversación mientras daba vueltas a la cucharilla en el pocillo de café. Luego los oídos a voleo, la imaginación sin cortapisas, el rodar incesante de la verbalidad jocosa, jocoseria, didáctica o anecdótica. Sucedidos en la lucha diaria con el mundo que patentizaban las aspiraciones de santidad. Su discurrir discreto y callado, no tanto como sus éxitos en la dialéctica del apóstol en acción frente al enemigo. Y ¿cómo lo habríamos de olvidar?, el buen reír. El chiste pret-a-porter no faltaba. Y había ingeniosos, ingenios y geniales de la fono mímica y el taco guarnecido de oropel. Si no sicalípticos si escatológicos algunos. Después de la tertulia el silencio menor sumiría todo aquel alegre y bullanguero discurrir del tiempo en silenciosa memoria. El presente atormentador del silencio menor me iba llevando por caminos dispersos. Hora de la contabilidad de la mañana transcurrida.
Desde el final del desayuno hasta el clic del momento del almuerzo, ¿que hacía yo, además del esfuerzo frente a catedráticos de aburrimiento supino como el de Derecho Civil? 
- Los catedráticos no son aburridos. Serás tú quien te aburres.
Intento desbrozar la réplica que el director ha lanzado durante la charla. Charla semanal con el director, mandan los preceptos. 
He recapacitado y aunque cierre los ojos en actitud que dirían de humildad, dentro de mí, cuando mis palabras no alcanzan para la réplica, brilla delirante una convicción: es el catedrático quien se aburre, va a clase come va a la tortura un pagano o un descreído que no ha de gozar con el dolor, dolor de amor. El catedrático de Derecho Civil parece molestarse por la presencia de los alumnos en el aula. Parece que quisiera encontrarla vacía, y así emprender hacía una oficina «non sancta». Sin embargo, el catedrático ve con sorpresa cotidiana que sí hay clase: los alumnos se disponen a la práctica intelectual que teóricamente habrá de darles el conocimiento y la sabiduría. El catedrático de Derecho Civil llega siempre con abrigo y paraguas. Cuelga el paraguas del borde del podio, si ha llovido, lo deja en un rincón goteando. Si hace frío, se sienta con el abrigo puesto; si el día está soleado, se contorsiona hasta lograr quitárselo, manga y manga, luego baja del podio, cuelga el abrigo en un destartalado perchero y hace nuevamente su entrada académica vestido con su terno del mismo color del abrigo. Se acomoda dentro de la silla y saca del maletín la lista de alumnos. Lo que más sorprende es que con frecuencia la lista que empieza a leer no corresponde al aula. Ante las carcajadas que suscitan las numerosas ausencias, a pesar de estar lleno el salón, el catedrático de Derecho Civil suspende la lectura de los apellidos seguidos de los nombres y mira al auditorio por primera vez. 
—El aburrimiento me invade.
—Ofréceselo al Señor.
Entonces el catedrático de Derecho Civil cambia de carpeta y lee la lista auténtica. Los alumnos están completos. No se alegra. Le extraña la asistencia y, aún más, la puntualidad. Tal vez piensa que habrá una asonada contra él. Con suspicacia vuelve a mirar al auditorio, levanta las cejas, guarda la carpeta de las listas y empieza su monótona recitación. Mientras habla saca un taja-lápiz antiguo del fondo del maletín y taja cuidadosamente la punta de un lápiz. Luego sopla los deshechos y, con la punta del recién tajado lápiz, subraya sobre los rostros del auditorio las frases que quiere que recordemos o que los más acuciosos anoten. Mira por primera vez el reloj y le da cuerda, un poquito de cuerda y luego se aclara la garganta ruidosamente.
Y ahí sí, el catedrático de Derecho Civil se lanza a la disertación. De un momento a otro se levanta, se baja del podio, se pone las manos a sus espaldas, la izquierda agarrada con la derecha, y con la pierna tiesa hace medias circunferencias por el aula. Avanza y retrocede hasta que llega a la ventana y mira hacia la oficina «non sancta» que está más allá de los árboles del bosque, también «non sancto» en las horas de oscuridad.  No sé qué es lo que sucede allí, sólo dicen que allá se van las alumnas y se levantan las minifaldas y sus compañeros hacen todo que tienen que hacer. Detalles no sé. Miro en derredor y, como prescriben las normas, no he de fijarme en las partes desnudas de esas chicas casquisueltas. ¿Serán todas casquisueltas? Podría quedarme una tarde y mirar. Se me acelera la respiración de sólo pensarlo, una oleada me recorre el cuerpo, eléctrica, cálida. Creo que he incurrido en pecado venial, sólo venial.
El catedrático de Derecho Civil vuelve al estrado. Le queda media hora y es en esa media hora cuando la cadencia de su voz y el gesto de mirar continuamente el reloj, van diluyendo el tema en una gangosa salmodia. Las frases se arrastran perezosas y vacías para volver a las que subrayó en el aire al principio de la lección. Mientras diserta el último tranco guarda el lápiz, el taja-lápiz y los folios que a lo largo del lento perorar ha ido sacando del maletín; guarda todo, cierra el maletín, y, si es el caso, se contorsiona mientras aún habla al ponerse el abrigo. Toma el paraguas, si está abierto en el rincón, lo cierra y lo enarbola, le ajusta la bandita elástica y gruñe antes de salir del aula. Una alumna que está enamorada del catedrático de Derecho Civil dice que se le oye perfectamente el «buenos días a todos». La molestan y le dicen que se le oye perfectamente decirle a ella «adiós mi amor». Me aburre y se lo ofrezco al Señor. 
—Pero no basta ofrecérselo. Tienes que hacer alguna intención. Por ejemplo la intención mensual. 
—Si es que ya ofrezco por la intención mensual la perorata del que habla de hidráulica en la clase de sociología
—No basta, no basta.
Habría que buscar más aburrimiento a ver si sale adelante eso de la intención mensual, a ver si los hermanos mayores se mueven y consiguen los millones que vale la enorme casa moderna que no pudo estrenar su dueño porque murió de infarto al ver las cuentas del interventor, y la viuda la vende a buen precio. La viuda comulga todos los días y asiste a las pláticas. Y aún debe bajar más el precio. Así dejaríamos la vieja casa Tudor, húmeda, fría, y desvencijada. Los techos se agrietan. La cabecera de la mesa del comedor queda exactamente debajo de la puerta del oratorio, allí donde cada vez que entramos y salimos de casa hincamos la rodilla; no es raro encontrar diminutas partículas blancas sobre la superficie impoluta, brillante y húmeda de la papaya recién cortada. Dicen que es la rodilla de Pacho Hayqué la que va a hundir el oratorio.
El más aventajado alumno, el perfecto científico Ignacio Ibáñez Mondador, Chacharaloca, ¡Quién lo creyera! Ruborizado llegó hasta el despacho del director. En el papel repleto de sellos y adornado con floripondios, estaba consignado el título académico firmado por el decano de la facultad. Chacharaloca, el mismísimo Chacharaloca, se había doctorado. Una agitación impaciente lo atenazaba. El rubor permanecía en su rostro día tras día. Era más bien el esplendor de la Ciencia y de la Gracia. Chacharaloca iluminado. Pronto llegó el día en que lo supimos todos. En la tertulia  había ambiente de fiesta grande. El director fumaba con fruición cigarrillos rubios. Chacharaloca partiría hacia Roma. Chacharaloca a Roma, ¡quien lo creyera!. En Roma había muchos otros, todos brillantes universitarios: médicos, abogados, ingenieros. Allá en Roma, entre los cortiles y los oratorios, buscarán también la santidad. ¡Ave Maria, pues!. La tertulia se hizo densa de memorias. Los que ya habían estado en Roma fueron relatando con verbo cálido un memento cada uno. La luz del rostro de Chacharaloca se hacia insoportable. Sentí envidia, La ofrecí, mortifiqué mi pensamiento, la ahogué en jaculatorias. La conversación se hizo lejana. De pronto, encontrándome englobado, se levantó la tertulia. Tenía la mirada fija en el canto de una mesa pensando cómo sería Roma, la luz de Roma, el aire, los olores. ¿De qué color será Roma? Me levanté de la silla en la que había quedado solitario y me interné  en los meandros del silencio menor.
Nunca supe bien cómo me embarqué en aquella empresa de santidad. Muy compleja, para ser la continuación de otra santidad, la de mi abuelo, caracterizada por el silencio prudente ante la adversidad cada vez mayor e inmisericorde. Desde su quiebra económica se había entregado a una santidad particular caracterizada por la dedicación sacramental: misa y comunión diarias. No le faltaba la paciencia ni la mansedumbre. No era vanidoso y menos soberbio. Y siempre hacia honor a la tradición, a la catolicidad, al buen sentido. Era como una institución personal para que su nieto no cayera en el vacío de la heterodoxia, el joven bachiller, promesa de la familia, de quien se esperaba todo lo que en vano se esperó durante largos años de su padre. Pero todo aquello que animó mi infancia y que me llevó a la fe institucionalizada y de santidad en grupo, apareció súbitamente contradictorio y lejano a las enseñanzas de los años infantiles. El Dios de mi abuelo no parecía que fuese el mismo. El Dios del abuelo era universal. Este era un Dios particular, amoroso, de ninguna manera tronante, ni se esperaba de él castigo, sólo amor. Los pecados no eran negros como decía mi abuela cuando la ruta de los nietos parecía que fuera a desviarse por «un quítame allá esas pajas». Pecar y no arrepentirse era «hacer morcillas». En la institución de santidad en grupo no cabían tales términos. Allí Dios era bondadoso, sólo amor, y el dolor se concebía como el fustigar los cuerpos para no ceder a las tentaciones de la carne, para mantener en forma el espíritu apostólico y proselitista, y ofrecerle al Señor tantos y tantos embates por la intención mensual.
¡Oh, si la viuda cediera!, si bajara el compás de plazos… si nuestro hermano el cura lograra ablandar más su ya ablandado corazón, y la viuda adquiriera la vida eterna por un acto de valentía económica. !Si la viuda cediera! Rejazos, cilicios, ayunos y oración. Para que la viuda ceda, hoy ofrezco este dolor, este ardor terrible en la pierna, el alambre del cilicio que se incrusta y cuando empujo un poco más la pierna contra el borde de la mesa, parece que el entramado metálico fuese a estallar . Otra presión, otra más. ¡Oh dolor. Oh amor! ¡Oh alegría! ¡Si la viuda cediera! Otro envión contra la mesa. Sentí el hilillo de sangre que bajaba por la pierna y cómo se bifurcaba al llegar a rodilla. ¡Oh dolor de amor ... la viuda cederá!  Señor mío y Dios mío, te ofrezco este dolor por la intención mensual. Sea. Y ¡hale!, no me olvidéis el buen reír. No, no te lo olvidamos. Antes de entrar al comedor he arrancado el cilicio de mi carne. La figura de puntitos rojos pronto se convertiría en un grabado permanente. La liberación del dolor convierte la reciente cojera en saltarina marcha escaleras abajo hacia el comedor. Ya todos habían entrado. Ya la campanilla había sonado y el director ya trinchaba. El puesto a la derecha del cura estaba vacío. Una mortificación colectiva. La viuda tendría que ceder. Pienso que la divina providencia me ha premiado por la ardua torsión con que apreté el cilicio. Deleitosos manjares y qué apetitosos los filetes gruesos, menos apetitosos los delgados y mucho menos una cola chamuscada que se escondía bajo los adornos que circundan la bandeja. ¿Cederá la viuda si me sirvo la cola chamuscada? Sumirse en el vacío, un instante. Tal es la mortificación. Tal el espoleo a los sentidos. El ojo arroja sobre la conciencia su propio protocolo, las superficies brillantes, estriadas, humedecidas de deliciosa sanguaza. Y el oído, si se aguza, percibe el corte del cuchillo sobre el filete gordo que sigue trinchando con fruición el director. Y el gusto memorioso ya se regodea con el filete chorreante de delicia y con la guarnición especiosa. Palatable filetazo. Considerando la sangre perdida en el último embate, convendría que te pusieses el filete gordo.
— No, que no cederá la viuda.
— Entonces uno mediano.
— Así parece que no tomo partido, no lo sé, tal vez sea mejor la cola chamuscada, que así cederá la viuda.
—¿Y si no cede? ¿Si la cola chamuscada no es suficiente?
Aunque no ceda la viuda, al filete grueso, me digo, y me sirvo el más gordo, el más aromático, el de encima, el más grande de todos, mayor que el del director, que no es que no se mortifique sino que es más discreto, tal vez más santo. Me sirvo el filete grueso, si señor. Palatable. Si señor. Terso, húmedo, salsudo que dicen. Resbaló justo en mi plato. Hecho, hecho está. 
Suena la campanilla, el decurso del condumio, la tertulia y ¡hale!, a correr por ahí por esos caminos, pero los vericuetos de Dios, Nuestro Señor Santo. Vi los ojillos de Chacharaloca sentado a la siniestra del director. Vi cómo siguieron tras los filetes hasta que le llegó en la bandeja solamente una cola chamuscada. Se la sirvió y se la comió con abundante guarnición. Durante el almuerzo la conversación gira entre los que se oyen y los que repiten. Después la campanilla gustosa interrumpe el jolgorio verbal y quien preside entona el «te damos gracias Señor por los alimentos que hemos recibido de tu manos».

El apostolado, si señor, el apostolado antes que todo. Que tu conciencia tenga claro el punto de la acción salvífica de la gracia. Que vea la unidad de la Iglesia y sobre todo la autenticidad de los fieles. Claro, porque allí en la universidad por ejemplo, a ver. En la universidad hay que hacer apostolado. Mira y verás a tu alrededor. 
Miro a mi alrededor. Las minifalderas cubren el panorama con su caminar de sube y baja el telón teloncillo. Los hermanos Mancorna son presbiterianos. No son mala gente. Son amables, discretos, educados. Generosos. Desinteresados. Deportistas. Religiosos. Pero son presbiterianos. 
—Has fallado el tiro. Habrá más gente además de las  minifalderas que tanto te preocupan.
—Bueno, si, Calamar. El que entona cantos gregorianos en los ratos libres. Entre clase y clase va escribiendo en el tablero las notas musicales mientras va entonando
—Bueno, pues ese.
—Es que no se baña ni se cambia de ropa, huele pésimo. No sé.
—Pues déjalo. Ahora, si ves que vale, pues empieza por decirle que se bañe.
—Si su padre y su abuelo tampoco lo hacen. Son mecánicos que se precian de su baño mensual y a mucho honor.
—Bueno hombre, pero alguien que se bañe si que habrá.
—Hay más, pero son mayores, mucho mayores, inaccesibles. Uno de ellos lleva revólver. Dicen obscenidades, ya sabes. Salen siempre de clase con rumbos... rumbos pecaminosos. - Déjalo, déjalo.
—Hay algunos que nos conozco, que siempre se sientan en la banca de atrás y no parecen muy interesados en lo que explica el profesor. Son repitentes contumaces y por ahí dicen que son detectives.
—¿Y no hay nadie más? 
—Bueno, los de las pedreas, pero más vale no meterse con ellos.
—No, déjalo, que a lo mejor sales con la cabeza rota. 
—¿Entonces dónde puedo hacer apostolado? 
—Tu familia, tus amigos de antes, los compañeros del colegio, intenta atraerlos, que vengan a las charlas, que vayan a alguna excursión. Piensa a ver. Y pasemos ahora al proselitismo, ¿a quien tienes como candidato para seguirnos en esta vocación de amor, esta locura de amor? 
—Por ahora pues poco, ya ves lo que pasa con el apostolado en la universidad. 
—Has de hacer apostolado y proselitismo. Y ofrecer al Señor el yermo de tu apostolado, que los descreídos vean en tu vida ejemplar la luz de la que están privados. Que el Señor está de nuestra parte. Están tan equivocados, pobrecillos. Casi dice: «Sé como la luz que derribó a Saulo de Tarso del caballo, ciégalos con tu grandeza espiritual». Menos mal se oyó un revolar de gentes y cortamos la charla. 
Fue el mismo día en que cedió la viuda. Las sonrisas siguieron al Tedeum. Día de fiesta grande. Cedió la viuda. La intención mensual vendría con más dureza. Temblaron mis piernas, en especial la derecha que era la MS lacerada. Las emociones del día fueron colmadas durante la mañana antes de entrar al comedor. Seguramente después, con el café tomaríamos coñac, menta o anisado y fumaríamos cigarrillos rubios. Fiesta grande. Cedió la viuda. La intención mensual dio su fruto tras años de forcejeo con la divinidad. Fruto escarchado de mortificación y amor divino.

Un barrio apacible, de inusitada uniformidad arquitectónica en la ciudad caótica, albergaba a la vieja Residencia. Los caserones habitados en otros tiempos por familias pudientes, fueron pasando poco a poco a instituciones que los habilitaron para residencias de estudiantes, pensiones para solteronas provectas, oficinas comerciales, liceos y escuelas. Del antiguo barrio sólo quedaban algunas pocas residencias en medio de jardines umbríos, donde los ancianos lentamente se iban extinguiendo, recostados entre cojines de plumas, ya diminutos, encogidos, ayudados al bien morir, al lado de una palmatoria cuya luz intermitente los iba acercando al más allá, mientras en sus manos una camándula o un crucifijo eran como timón que conduce hacia la eternidad. 
Las mañanas de asueto los pichones de santidad cambiábamos la cotidiana liturgia mundana. La mundanidad era salir a la guerra santa. Los días de asueto descansaban les guerreros. Un cierto solaz invadía la casa después del desayuno. Me arrellenaba en un sillón con un libro entre las manos, al lado del viejo tocadiscos que como todo lo de aquella casa provenía de esos lotes de muebles que almas caritativas regaban a la institución para su mejor y más glorioso servicio a Dios. Si señores, porque éramos una familia numerosa y pobre. No como una familia, sino una familia de verdad. Vida en familia y no vida monástica era la de la Residencia. Lejos de las reglas conventuales, de la austeridad franciscana; por ejemplo, la del monasterio a donde fui alguna vez siendo niño en compañía de mi abuelo quien iba a hacer penitencia y a oír de teología de labios de un anciano fraile de quien se  decía  que en su juventud había tenido las llagas de Cristo mientras una situación penosa dominó al monasterio. La regla franciscana con el refectorio y el crucifijo, los hermanos legos, las celdas y los jardines, la gran basílica, los cánticos lejanos, como soñados. 
En la Residencia, el padre estaba en Roma y la madre –Nuestra Madre Guapa– en los cielos. Eran ámbitos opuestos al cielo connotado con inscripciones piadosas de aquél monasterio. En la Residencia el cuadro más profano tenía algo de santo. En la época que vi pasar el anzuelo y piqué, había en el vestíbulo de la Residencia un imponente mobiliario de cuero repujado con adornos heráldicos. Un fiero león tallado en madera, sostenía entre sus fauces una cadena de la que pendía un gong que el director usaba a la manera de la Rank Organization para anunciar el inicio de las comidas y los actos litúrgicos. 
Los días de asueto también eran días piadosos: entrenarse en rezar el rosario por la calle era una distracción menor, pero tenía esa práctica un no s que de acto impúdico como un súbito nudista que da la vuelta a la manzana, un striker. La técnica consistía en ir discretamente con la mano en el bolsillo del pantalón y contestar a las avemarías, padrenuestros y glorias que Pace Sostén, más avezado, iba desgranando como si estuviera hablando de las hazañas del general Rommel en el desierto o del conde Ciano huyendo en helicóptero o recordando su infancia allá lejos en la montaña al lado de su madre viuda y de su tío el obispo. Chacharaloca parecía hablar de automóviles, de compresión, de embrague, termostatos, el bendix y la ventaviola. Otros eran magistrales en la ficción, como Antonio Borbollón; cuando se sentía observado, se detenía y tomándome  por el brazo, entonaba las avemarías como si se tratara de un asunto de termodinámica o de entropía y cuya luz acabara de descubrir, sonreía como si de su boca en vez de lúcida teoría, no estuviera saliendo la notación monótona del avemaría. Y había que contestar como si de nuestras bocas saliera una frase estupefacta ante tan docta revelación científica. En cambio Juanito Cañamazo manoteaba como si estuviera recitando las hazañas de Aníbal Barca, su tema predilecto y tal vez único, además de las matemáticas de las que era aventajado alumno. Parecía como si tras el cansino «ruega por nosotros los pecadores», allá en el paradigma del gesticular una larga fila de soldados atravesaba Europa de victoria en victoria. Había, sin embargo, algunos que no disimulaban. Frailunos recitaban la salmodia que ni al más tonto se le escapaba. Recuerdo que Peter Frasco cuando se cruzaba en la calle con algún viandante, elevaba la voz para que se oyera bien el «ahora y en la hora». Programa, pues, el domingo por la mañana: irse a dar vueltas a la manzana rezando el rosario, luego volver a casa y como lo hicimos al salir, ir hasta el oratorio y poner la rodilla en suelo, saludar al Señor y también a Nuestra Madre Guapa que además de estar en los cielos estaba en un retablo antiguo. En toda la casa y bajo las mas diversas advocaciones y en formatos inverosímiles, estaba Nuestra Madre Guapa. ¡Hale!, y ahora un poquito de carpintería allí donde cojea la silla o a la ventana del cuarto de estudio que se golpea, o un poco de pegante al libro que está por despegársele la cubierta. Actividad permanente, ocupación constante. Hasta que suene el gong.
En lo que va de aquellos tiempos primerizos cuando cedió la viuda al infinito coronado por las patas, las pezuñas, los cuernos y la cola del demonio, hay toda una vida. El abismo de la santidad y El mundo patas arriba eran los títulos de las dos novelas que quería escribir entonces. Había planeado con precisión cómo habría de ser la carátula, que debería rezar la solapa, en que letra –Bodoni desde luego– se levantaría el texto. A cuantas líneas las columnas, cuantos cuadratines de entrada, clase de papel, peso, volumen aproximado del libro. Los veía ya tras las vidrieras de las librerías y la gente entrando y saliendo con los libros bajo el brazo. ¡Oh si!. Y yo dando autógrafos aquí y allá. Me recibirían los académicos y ceñiría su testa aun adolescente una corona de laurel. Viajaría y al bajar las escalerillas de los aviones, los mejores escritores del mundo estarían esperando para oírme hablar aunque fuera un instante e iluminar sus ya luminosas mentes. El gong anunciando la entrada al comedor solía sacarme de tales ensoñaciones y me percataba entonces que aún no tenia ni los personajes y menos aún el planteamiento, el nudo y el desenlace como rezaba la retórica. Nudo solo tenia el de la corbata; y a la palabra desenlace, pánico y terror. El sonido del gong me trajo de nuevo al mundo de la vísceras. Resonaba  la cavidad estomacal, rechinaban los ejes del movimiento peristáltico. El rito, exacto, perfecto, silencioso, actuaba sobre el organismo a la manera de una droga, como un opiáceo, me sentía en andas, la memoria dejaba el trabajo del recuerdo para solazarse en un presente prolongado. La acumulación de un minuto sobre otro pasaba a ser la prolongación de un minuto en otro, una línea hecha no de puntos sino de segundos. La inocencia del santo pasar. Sentir la gracia como el aire, henchir los pulmones y deslizar la quilla sobre las aguas quietas. Iba en el barco y era también el barco. Y era las aguas. Mi interior era de cristal y dentro revoloteaban prisioneras las pasiones convertidas en virtudes. El silencio que propicia el rumbar del viento en los oídos acompañaba algunas veces en el periplo gastronómico. Englobado llegaba hasta los postres. De aquellos globos de palabras, ronronear de la mesa en familia, no quedaba más que música lejana. Sin lugar para el recuerdo, cedido todo el terreno a la memoria.

El aire mañanero gélido y ventoso, ensalmado por las silenciosas avemarías que desgranaba en el bolsillo mientras esperaba el paso del bus, iba cediendo con los primeros rayos del sol. El bus venía repleto como siempre. Hasta la escalerilla llegaban los pasajeros. El conductor daba gritos para que se comprimieran más y más los pasajeros y recoger otra carga de cristianos. «Atrás, atrás, allá el señor, atrás». Logré agarrarme de una varilla, medio cuerpo fuera del vehículo. Dando un tranquinazo arrancó el bus avenida abajo y ya veloz no volvió a parar. Los faldones de la chaqueta ondeaban. Intenté acomodarme con la espalda contra la puerta abierta. Al hacer una maniobra que permitiera llevar los libros bajo el brazo y asirme fuertemente con una mano a la varilla y así tener la otra libre para desgranar piadosamente las avemarías, inopinadamente el bus dio un frenazo y se levantó un clamor ahogado de voces. Estuve a punto de perder pie y caer al pavimento de la avenida. No se salvó del todo la situación. Los libros rodaron  entre los pies de los pasajeros que iban en la escalerilla y la camándula se había salido del bolsillo y había volado al borde de la acera. No alcancé a bajarme a recogerla, de otro tranquinazo arrancó de nuevo el bus y la camándula se perdió para siempre, seguramente triturada por la riada de automóviles que venían detrás. Algunos pasajeros me observaban fijamente. Me miraban un tanto sorprendidos. Habían visto el vuelo de la camándula y mi intento por bajarme a rescatarla. Seguí desgranando con los dedos las avemarías que  faltaban para terminar el rezo de los dolorosos. En la universidad me sentí desarmado, el bolsillo vacío. Al presentárseme a los ojos las piernas torneadas de Dorita, el muslo que sube y se esconde bajo la mínima falda me hace cosquillas en la niña de los ojos. Las yemas de los dedos, huérfanas de cuentas, quisieran salirse del bolsillo e ir a tocar los muslos de Dorita. ¡Oh Señor, pequé! Aparto la vista, pero la imagen sigue en la retina, en la memoria, sigue con la autonomía fantástica que le confiere el recuerdo del brillo del muslo al sentarse, del juntar las piernas con tal discreción que más bien parece un cierto descaro. Juntarlas como si las abriera. Cierro los ojos, invoco a Maria Santísima y no veo más que piernas, piernas por todas partes y entre todas las piernas, las de Dorita, fulgurantes. Cuanto más cierro los ojos más se separan las piernas de Dorita, se remueve en el asiento mientras el profesor de Derecho Romano va alargando una ristra de instituciones. Todo crece. Me tiembla el pulso. Cierro los ojos y el ensueño muestra al profesor abalanzándose sobre Dorita, la acaricia, se arrodilla ante ella, la suavidad de los muslos. No la miro, no la estoy viendo, pero siento el aroma, la tibieza de su cuerpo, las emanaciones... No quiero mirar más. Cuanto más cierro los ojos, la ficción entreabre más los muslos de Dorita. No resistí volví la cabeza y miré hacia donde había de encontrarse con otra realidad. Dorita con sus piernas bien juntas tomaba nota de la enumeración que se alargaba en el tablero. Ella sintió mi mirada, volvió sus ojos y Se cruzaron con mi mirada calenturienta. Enrojecí y, como si se hubiesen quedado pegados los ojos a los de ella, retiré la mirada como quien saca la mano de un almíbar pegajoso. Sentí que el rubor me invadía. Un caos de ruidos, bocinas de automóviles, trompetas de ensayo, gritos y violines destemplados atronaron mi cabeza. La voz del profesor, antes lejana se fue acercando de nuevo. En mis ojos cerrados sólo había destellos, como el choque de muchas luces. Estaba cegado. Poco a poco cedió la presión. Junté los codos al cuerpo y tembloroso aún abrí el cuaderno de notas y fui copiando una a una las operaciones que el profesor había alargado en el tablero. Un temblor lejano persistía aún. Sólo un suspiro logró sacarme del trance. Continué con la vista fija en el tablero, en el profesor, en cualquier parte,  pero todo el tiempo siento la mirada de Dorita, tal vez su sonrisa escrutadora. Terminó la clase. Estaba inmóvil en el pupitre cuando siento que se  acerca Dorita, que pone una mano en mi hombro y pregunta —¿Me dejas confrontar tus notas? No pude contener un suspiro y, como si despertase de un sueño, volví la cabeza y me encontré con la sonrisa de Dorita, su cuaderno de apuntes en medio de sus pechos que parecían más agitados que de costumbre, como si hablaran, como si en su aleteo me estuvieran llamando. El aula se iba desocupando. Me pareció oír algún cuchicheo burlón. Dorita y yo salimos juntos del aula. Nos despedimos en el pasillo después de una locuaz explicación que intenté hacer acerca de cualquier cosa. No volví los ojos para verla alejarse, pero oí el taconeo que se alejaba. Bajé las escaleras y recordé la camándula en el centro de la avenida. Algo diabólico había tras todo eso. Desgrané, contando con la yema del pulgar sobre la de los otros dedos, un misterio del rosario: los cinco mil y más azotes que dieron a Nuestro Señor Jesucristo atado a una columna. Sonrió el director cuando quise explicarle la doble sensación entre divina y diabólica. El director miraba el reloj continuamente. Mi locuacidad iba en aumento. Rodeos y circunloquios y ya la hora de entrar al comedor estaba cercana.
—¡Bah! No hagas caso. Es que te quieren coger, en su corazoncito no hay otra cosa que el querer cogerte, te quieren coger, pero tu ya has dado tu vida a Cristo. Déjalo. Ponte en paz con el Señor y ¡hale!, que hoy es día de fiesta grande, vamos al aperitivo
Los licores espirituosos encendieron el ánimo. Nunca antes había hablado tanto ni suscitado tantas carcajadas. Algo había pasado esa mañana entre los muslos de Dorita. La verdad es que las minifalderas dejaron de causarme el pavor que siente el alma cuando va a caer en pecado. Dorita, con su voz, con su caricia en el hombro, con ese taconeo que quedó sonando en mis oídos por más que confesé mi pecado casi con lágrimas ese mismo día. Dorita como que había purificado toda la avalancha pecaminosa que parecía que iba a sepultarme. Como un exorcismo fue aquella delectación. La próxima vez si acariciaría los muslos de Dorita, sólo los de Dorita, las otras que se fueran a freír espárragos. «Un pacto con el demonio, ¿es esto lo que estás pensando?» parecía decirme el Señor en el oratorio. Mis  fantasías habían vuelto a Dorita, otra vez había pecado y esta vez frente al Señor Bueno. Allí mismo en el oratorio desnudaba a Dorita, volvía a vestirla y luego el embate, otra vez el embate, Dorita desnuda de nuevo, abriendo los muslos y en medio de ellos el corazoncito que mencionó el director, su corazoncito. Media hora, la canónica de oración frente al Tabernáculo, se fue en el escarceo con Dorita. Contrito abrí el cuaderno de notas en la sala de estudio, frente al crucifijo y el reloj. La fórmula de la democracia servía también de escondite a Dorita. Se asomaba entre las letras, oía su taconeo. El sopor me envolvió en lubricidades ya confusas a la memoria.
Los sueños son automáticos, como tantas máquinas que hoy nos invaden. ¡Oh santidad automática! La querrán así, la teología por computador y la ascética en licuadora. Sea anatema. Despierta de ese sueño que solo te traerá la reprimenda del páncreas y si no te cuidas se presentará el hígado, y el brazo, ¿no te duele cuando juegas al fútbol con la boca abierta? Pues a cerrarla y a jugar a Dios creador y que los días sean virtudes y los años mandamientos, las semanas bienaventuranzas y los meses obras de misericordia. 
—Sabes —me decía el director de aquella época —tus amigos me parecen flojos. No hay alguien mejor, cómo te diría…
Faltriquera señores, faltriquera.
!Ah! gentilhombre de capa y espada! ¡Ah caballero paladín! No es la soldadesca la que os saluda. No es la infantería. Somos los elegidos quienes desde nuestro palco levantamos la mano al cielo, ¡Oh, gloria inmarcesible! ¡Oh, júbilo inmortal! Nosotros, los que fuimos llamados. Los que oímos la voz. Los que escuchamos la música, su tonada, el ritmo: la santidad. Aquí nos tenéis primeros en la fila. Somos el rostro y la cabeza. Aquí nos llamó el Señor Dios de Todos los Ejércitos, así nos eligió entre los gentiles, la masa, las aguas corrientes. Somos remansos de santidad, golfos, bahías, ensenadas. Lame el agua nuestra santidad, somos la arena que devuelve a la mar unos pocos granos de sólida sustancia que irán al fondo sin que nadie lo advierta. Supóngase, suponte: soy un grano de arena. El flujo y el reflujo me arrastran, en alta mar voy entrando en el torbellino líquido del amor a Dios. Y cuando los vientos cesen y la noche sea anunciada por las oscuridades, el descenso al fondo del mar, lento, grave, libre, desposeído de todo atributo, se hará con la delicadeza de lo inexistente, flotará hacia el fondo, abismo que es cumbre, fondo que es altura, hasta depositarse sobre el algas marinas que conservan fresca la inmortalidad. Eternidad del fondo de las aguas, santidad del grano de arena. La nuestra será siempre como la santidad del grano de arena, santidad incógnita. Sólo Dios en su infinita visión podrá determinar cuándo el grano de arena se convertirá en estrella, una tarde cualquiera, a cualquier hora.
Yo, fulano de tal, grano de arena en la inmensidad del fondo del mar, hermano de otro grano de arena en la inmensidad del desierto, declaro mi vocación celestial. Declaro que el sol llega a mí como pálida fulguración y que mi vida sólo depende de Dios Padre y de su hijo Jesucristo, unigénito, y del espíritu que anima a esta trinidad simbolizado paloma mensajera, de otra parte, viajera impoluta del bienestar de la conciencia. Riqueza acuática, inmensidades, pequeñez, teológica memoria de cualquier tortuga. La ascética se viste de algas y se sumerge en la inmundicia de los mares, defecadero universal de la tierra. ¡Oh mar! ¡Agua, agua, agua!. Desperté en medio de la noche. El silencio citadino se tornó insoportable ruido de bólidos nocturnos. Intermitencia de sonidos paradójicos. Como pude me puse la bata y fui al baño  arrastrándome por las paredes como en superficie horizontal, bebí del grifo sin respirar casi hasta que el sueño me venciera de nuevo y con el último suspiro subí a mi cuarto y me dormí.
El hombre no confía en si mismo, ni en su semejante. Confía en su circunstancia, en el ánima, lo que conduce, lo que aparta. La fe por tanto es un acto de ilusión. Es una utopía renovada, es la reconstrucción de lo que nunca ha existido. Es el futuro sin presente. El dulce del veneno. Dulcenombre venenoso. Las virtudes venénicas. Fe esperanza y caridad. Para mayor honra y gloria del Dios Todopoderoso, Señor del cielo y de la tierra, resumen de la mitología pagana, principio único y fundador del ser en cuanto ser. Dios de los ejércitos, el mismo Dios amoroso que te ayuda a conciliar el sueño. ¡Oh tragedia de santidad in vitro!
Si la alegría o la tristeza embargaban nuestros corazones no lo sé. Que embargaba el ánimo la piedad, eso sí es claro. La liturgia religaba. La pompa divina, el recinto del silencio, el traje talar del tonsurado y, más que todo, la liberalidad atraían al viandante católico, joven, sentimental e hispánico. Sin concurrencia familiar –como el matrimonio o la vocación monástica– un individuo podía buscar rutas para su adolescencia indecisa. Allí no había que consultar padres, ni abuelos, ni tías, sobrinos o allegados. Con la libertad de los hijos de Dios, en total intimidad, un individuo ante un altar cuyo significado aprehende, goza del placer de entregar al código institucional parte de su existencia temporal como camino de santidad. La otra parte quedará oscura en el desván del pecado, el desván de Adán con la manzana y la serpiente que se enrosca. Contra ella habrás de luchar. Cuenta de ese desván eterno habrás de dar a su confesor quien te absolverá. Y a tu director quien será su fiscal, semanal secuencia de sus actos -puros e impuros- y a sus vejez le irá el ir tirando de la cultura que su tiempo le depare. El pecado es mucho más que esto y mucho menos que lo que confiesas. Tus faltas serán, por pequeñas que parezcan, las brasas donde te asarás.
Si las silabas hablaran. Si los fonemas fueran autonómicos. ¡Ah qué maravilla! Haríamos una teología de los quejidos. Una metafísica de la interjección, una fenomenología del dolor. Ontológica agonía de la palabra. Vuelta a la fiera, al enjaulado mágico que dispone sus sentidos en frágiles elementos para conjurar la velocidad del viento. Y es su fe y su constancia, tantas noches cayendo delirante frente al amuleto, las que vencen, cuando lejos de allí y allí mismo, cambian los vientos, las nubes se disipan y el sol anuncia los nuevos colores de la tierra y el amuleto, pobre y ruin, queda inútil como siempre ha sido, una cruz que ilusiona al viajero, una luz que previene al que huye. Multiplicidad del sentido, coincidencias que hacen que el tiempo que se suma como que se multiplicase. Parodia del devenir. Mustia relación teórica. El diario pasar de un santo apenas le permite ver al pajarillo que todas las tardes se acerca al alféizar de la ventana en busca de unas pocas migas que mano secreta proporciona.
Una tarde se va en un aforismo, en una lección, en un pensar dos veces el mismo texto. Una tarde se va en un sueño de sonidos, en el placer del respirar profundo. Una tarde se va como si nunca hubiese llegado. 
La llamada divina se produce en cualquier momento. El Señor humildemente –porque el Señor también lo es– ha llamado a nuestros corazones. Encallecido el de algunos, leve y tierno el de otros.  
Llegué a la Residencia con mi bagaje piadoso, en busca de la vida finita. La existencia de la otra vida de que hablaba mi abuelo, el ánimo de salvación, el de santidad, parecían informar el periplo terreno. Me acerqué  adolescente y antes de ser bachiller ya había pedido la admisión en el Opus Dei, aquél el grupo de los santos de hogaño, de carne y hueso, que andan por la calle, montan en bus y calientan los bancos universitarios. Los que mortifican sus sentidos, los que oran, los que buscan a Dios en los intersticios que los minutos dejan. Lúdica santidad para jóvenes apóstoles.
Pimpancia matutina del lunes. Vuelapluma de la existencia volandera que te lleva otra vez a los campos universitarios bordados de minifalderas y tapizados de granujas. Peregrinaje universitario. Hacía el decurso hasta la universidad sobre cilíndricas avemarías. Lo tenía perfectamente calculado. Si enunciaba los misterios al salir de casa, al llegar a la esquina universitaria donde se levanta la mole hormigueada de estudiantes, entonaría en mi secreto silencio el último gloria. 
Me costaba aquello de calentar bancos. Ofrecía aquello como si de faquirismo forzado se tratara. Alberto Nuala hijo de un empresario de transportes, tenía una electricidad especial dentro de sí que lo hacia moverse como loco, come un taxi. Nunca se supe cómo pasaba los cursos. Hablaba al caminar. Caminaba al hablar. Se acompañaba de tics de inmemorial gestión. No acababa de bajar cuando ya subía. No se acababa de ir cuando ya estaba de vuelta. Y así todos los días y a toda hora. Y Alfredo Villascoba, veinteavo de veinte hermanos, todos miopes. Sus padres gozaban de buena salud, vivían sus abuelos, todos en un pueblo muy lejano, allá en la montaña donde quien no habla croa, ladra, rebuzna o maúlla. Balido o relincho y la interjección que transforma el blasfemar en jaculatoria, el autóctono «Ave Maria pues». 
Eran parte del primer lote de pichones que pasó por la criba europea. De vuelta a las Américas venían con la alforja de sembrador arriscada y a por todas.
Hacía pocos días habíamos despedido a Chacharaloca y sus luminosidades faciales, aún recordaba cómo se despidió del Señor en el tabernáculo, jactancia de santidad, cuando  de nuevo revolaron frases entrecortadas. Durante el condumio, danzarín el rumor brillaba en los ojillos de varios. Los demás en Babia. En la tertulia la noticia no se hizo esperar: volverían de Europa más pichones de santidad. Unos de Roma, otros de España. Cinco, seis, siete... Y más curas. La apacible Residencia, estaba próxima a finiquitar. Y yo dejaría de ser el centro de aquella agrupación de santos en trance de serlo.
Algo monótono debía haber en aquel camino de santidad. Algo que jalaba los pies, algo que hacía torcer los pasos. Siempre el pecado estaba acechando. Será esa lucha principal cuando sea sometido el cuerpo, los sentidos domesticados, higienizado el cerebro de teorías y sospechas, especialmente de sospechas. 
—Los infiernos también existen en la tierra», pareció quejarse un día Pepe Gardenia. Yo había pensado que sólo existen en la tierra, pero no se trataba de discutir ni de poner en tela de juicio el aserto, sine de buscar la razón de su enunciación.
—Hay un infierno en esta casa —me dijo el director.
Me sobresalté.
—¿Un infierno?
—Donde se queman los libros. 
—¿Qué libros? 
—Los libros prohibidos. 
—¿Prohibidos por quién? 
—Inconvenientes para nuestra santidad.
Efectivamente. En un armario en el despacho del director se habían acumulado varios montones de libros. Temblé. Tuve miedo y pavor a que fuera a ser victima del fuego el libro que mi abuelo me había regalado el día de la graduación de bachiller, El Contrato Social de Juan Jacobo Rousseau. Y en efecto, cayó en manos del director. Lo desprendió de mis dedos, que lo sostenian aún con fruición táctil sobre las tapas de piel, lo depositó con velado desprecio sobre su escritorio y sonrió ampliamente, anchamente, largamente. 
—A estos autores es mejor dejarlos solos. Ya han sido revaluados más de una vez. No vale la pena perder el tiempo con ellos— dijo. 
Salí perplejo. No me dio el director otro libro a cambio, otro título u otras referencias bibliográficas. Sonrisa amplia, ancha, larga. Pero nada más, ni después ni nunca. Se lo dije a Pepe Gardenia.
—Decomiso y quema. 
—¿Quema? Si no los queman, piden permiso a Roma y los leen con fines edificantes y didácticos nuestros hermanos los más santos, los que castigan su carne hasta el agotamiento, los que se bañan en las aguas más heladas, los que soportan horas de martirio, esos que han descendido al fondo, al meollo, pueden leerlos. Llenas una proforma y ya está.
—Bueno, y quién certifica ese descenso. 
—Tu mismo. 
—Cuándo? 
—En la charla con el director.
—¿Entonces de verdad no los queman, como en la Inquisición? 
—¿En qué inquisición? 
—La Inquisición española.
—Que inquisición ni que echo cuartos, has de actualizar esos arcaicos conceptos que tienes de la historia. Quémense o no se quemen no los has de leer. No conviene. Has de creerle al director. 
Voy a la biblioteca de la universidad. No me tiemblan las piernas ni las manos. «Rousseau, Juan Jacobo». Me prolongo entre los párrafos. Hubiese sabido de ese «infierno», habría salvado a Juan Jacobo de las llamas.
En la memoria el tomo encuadernado en piel volvió a pasar por la yema de mis dedos. Adiós Juan Jacobo, adiós. 
Antes de la llegada de los romanizados pichones de santidad, asistí al primer curso de vacaciones. Por primera vez tuve que decir en la casa que no pasaría las navidades ni el año nuevo con la familia. Que ahora, prácticamente, tenía otra familia. Todos se pusieron verdes. Por la indignación contenida, pasaron al gris y allí mantuvieron las emociones hasta el día que partí alegre y despreocupado, maletita en mano, al curso de vacaciones. 
A los cursos anuales, los mayores viajaban en avión a una lejana región de la montaña. Los pequeños, yo era el único pequeño, en bus. Así que una madrugada me subí un atestado vehículo y después de veinte horas de viaje, emocionado, empecé la filosofía, camino de la teología. En los cursos de vacaciones, la verdad tenía una triple cabeza: fútbol, filosofía y catecismo. El aire libre y la lejanía urbana conferían a aquellas jornadas un algo celestial. Íbamos muy contentos los pichones de santidad a los cursos de vacaciones. Íbamos a aprender la más prístina filosofía tomista. Íbamos a beber en las fuentes incontaminadas, íbamos a vivir la santidad in vitro. La regla monástica hecha club de filósofos y teólogos. Éramos un grupo de ardientes muchachos que veíamos el futuro marcado por la violencia del fútbol y la capacidad de amor divino. Entre el croar de ranas y el reventar de chicharras, pasaban los días a sus noches con la intangible precipitación de la oscuridad. Cuando se encendían las luces había un anuncio de condumio, se acercaba la hora en que nuestras hermanas pondrían a nuestra disposición la autóctona mazamorra, el frisol con garra, la natilla pesadonga. Y agua.

—Palabra de Dios. 
—Hágase tu Voluntad. 
—Así en la tierra como en el cielo.
—Bendito sea. 
—No te olvides empacar las bermudas. 
– Hará calor. 
—Si hace calor te las quitas.
—Y los zapatos.
Dos viejos amigos una tarde cualquiera se tiraron al mar en busca de lo que en vano encontraron en la Residencia, como dos granos de arena se dejaron ir. Los dieron por desaparecidos. Estarán allá en el fondo, luz cruenta de la santidad. Opacidad marina. Apetencia cardiaca.
Alejé extraño un tumulto de pensamientos que me invadieron. Apuré el paso para llegar a la universidad. Como el año anterior no había el mejor y ni siquiera aprobé el primer año de jurisprudencia, opté por una escuela de periodismo, bajo la fronda de una facultad de filosofía y letras. Allí, a la primera hora de clases era todo algarabía en los anchos pasillos claustrales. El aula 204 me esperaba para iniciar desde allí una carrera que habría de  llevarme a las cumbres del saber y del prestigio y desde luego proporcionaría abundante ocasión para la performance como apóstol y como santo. 
Horror y secreto placer, mezcla de ambos, vértigo y deseo, todo un repertorio de sensaciones contrapuestas, al abrir la puerta del aula 204 y encontrarme con que todos el alumnado era femenino. Debía ser una equivocación y en el aula 204 se estarían dando clases de nutrición y dietética. Comprobé una vez más la boleta que me habían dado en la decanatura y allí se leía con absoluta y extraordinaria nitidez: Periodismo I, aula 204. Volví a abrir la puerta que había cerrado apresuradamente. Veinticinco pares de ojos, más los del solazado profesor, me miraron. Así empezaron los años de mirar y pasar.

Señor Dios de Todos los Ejércitos, llenos están los cielos y la tierra de tu gloria. Hossana, hossana en las alturas. La vocación jurídica, mi querido pichón, no la perdiste en el curso de vacaciones. ¿Qué bicho te picó? Fue que no pasaste todas las materias, ¿verdad? Fue que te rajaste y no has contado con tu director, no has sido sincero, no has sido fiel a casa y caprichosamente cambias de rumbo como cambiar de camisa, ¿qué pasó por tu cabeza?. En efecto, estaba anonadado. No había sido sincero no había revelado al director a tiempo la serie de tropezones. No, no fue en el curso de vacaciones, nada tenia que ver la billetera de perro de colores. No. Eran las tardes de la sala de estudio. Una cuestión digestiva. Una cuestión de los sentidos, incómodos, digamos. 
Terminada la tertulia había dos posibilidades: irse directamente a la sala de estudio o meterse al oratorio durante media hora y llevar a cabo un diálogo de tu a tu con el Señor.
—¿El Dios de los Todos los Ejércitos?
—No el amoroso Señor. Media hora de meditación por la mañana y media por la tarde. Tal era el precepto. Y después a la sala de estudio, codo a codo con el silencio menor, el que permite el cuchicheo, sólo si es necesario, absolutamente necesario.
A quien conozca el carácter poco lúdico de lo jurídico, no le parecerá extraño saber que me dormía a los pocos minutos después de abrir el libro. Las letras se movían de lado a lado, se golpeaban unas contra las otras, los renglones ponían blandos, el bajo vientre enhiesto y al cabecear se deslizaba el codo al abismo de la mesa. Al frente, Villascoba con su regla de cálculo déle que déle. Si el derecho romano pimpaba a primera hora de la mañana, en la tarde se arrastraba cadavérico. El lento discurrir palabra por palabra de los artículos del código en la boca del profesor de Derecho Civil, se tornaba por la tarde en potro cerrero, saltaba hacia adelante, hurgando el Código en los capítulos posteriores,  tomaba una carrerilla al cabo de la cual solía empezar la somnolencia, quedando sin leer ni memorizar los párrafos del día. 
La rutina que acompañaba al acto de sentarse a estudiar era notable en este proceso. Al sentarse, si el pichón de santidad era nato en tierras cálidas, se quitaría la chaqueta, si no, no. Luego, el reloj habría de ponerse frente a los ojos para recordar la hora en que se empieza el estudio y aprovechar, por ejemplo para recitar una jaculatoria. Luego, sacaba del bolsillo un crucifijo que tras besar –nótese que en la manera de besar el crucifijo cabrían interpretaciones– ponerlo encima de la mesa. Igualmente cabrían interpretaciones a partir del golpe del crucifijo sobre la mesa: si seco, si deslizado, si ruidoso, si silente. Acomodarse en el asiento y !hale! a aprender. Al pasar página, por ejemplo, una jaculatoria, un piropo a la que sabemos. La inmovilidad total. Se oía el radiecillo lejano. «Y es que la banda está borracha, está borracha…».  «…por bocón te vas a quedar, pobrecito cocodrilo, por  bocón te vas a quedar….» 
El sopor era invencible, de tal manera que la lucidez matutina del claustro se convertía por la tarde en un caos de letras, un ruido celestial insoportable, estética divina. El año se fue pasando entre el estudio de las leyes, la ración ascética y la vida familiar en casa de mi abuelo. 
Moría el abuelo. La trombosis lo dejó enmudecido, o quizá la secreta convicción de que a pesar de lo que la familia había dispuesto, su nieto no sería abogado. 
Se fue pasando el año y llegaron los exámenes finales. El primero el de Romano. En un inusual recinto del antiguo claustro, con apariencia de locutorio de convento, los examinadores con la mirada en neutro esperaron a que sacara un número de la bolsa verde, uno de doscientos temas que englobaba la materia. Temblaba. Sólo había llegado hasta el numeral sesenta. La suerte estaría de mi lado . Pero no. He aquí que ninguna de las tres opciones resultó. Los examinadores se miraron. El profesor de Derecho Romano con sus ojos oblicuos me miró, respiró profundo haciendo elevar sobre el pecho la corbata que sobresalía del chaleco en pompón. Miró al co-examinador, presbítero despistado,  y éste calificó.
—Uno por haber asistido. Si no tendría cero.
Fracaso estruendoso fue también el segundo examen, el de Introducción al Derecho. En el salón oficial de examinadores, donde los graduados defienden sus tesis, con la certeza de no sólo haber entendido sino memorizado la materia. Me senté, no sin nerviosismo, frente a tres examinadores: el profesor de Introducción, el presbítero Demarras y el secretario de la Facultad. Cada uno de ellos hizo una pregunta. Las tres las contesté, pero no con precisión, tal vez con mucho manoteo.
Una de ellas con la evidencia de que la respuesta no correspondía a la pregunta. No obstante  la displicencia con que todos escuchaban,  seguí hablando a ver si pasaba ese gato. Al final hubo un cuchicheo y el presbítero me comunicó:
—Calificación, dos. Por haber respondido.
Esta doble evidencia hizo planear la huida. Era una huida. Huir, huir de aquello, no presentar más exámenes. Para qué estudiar si pasaría igual con las otras materias. El sopor de la tarde se había metido en el cuerpo. Como diabólico. Demonio soporoso. Y enmudecedor. 
No se cómo di ese paso al lugar ficticio, a soltar las amarras y navegar a vela mientras hacía la ilusión de estar fondeado. Callé. Y a nadie se lo dije. Hice la apariencia de presentarme al resto de los  exámenes y salía de casa muy pimpante, por primera vez en mi vida a no hacer lo que debía o por lo menos lo que decía estar haciendo. Deambulé sin rumbo por las calles. Miré vitrinas, entré en librerías, tomé un refresco. Miré mundo, olvidé de las jaculatorias, me detuve en los cines a mirar los afiches y las fotografías de bailarinas semidesnudas. En una palabra, perdí la Gracia. Si me acusé de aquello en confesión no lo recuerdo. Pero al volver del curso de vacaciones tuve que confesar que no seguiría los estudios de leyes, aduciendo una súbita y fulgurante vocación por la prensa. En efecto, ya Borbollón me había dado a beber ciertas lisonjas que sirvieron a la hora de dar el golpe de timón. En la Residencia se hicieren las gestiones para que ingresase a la Escuela de Periodismo. En la casa de los abuelos hubo de mantener el secreto. ¿Por cuanto tiempo? Poco. Como era tradicional, cuando lo supieron pasaron del verde al gris y mantuvieron al resto de la familia el secreto, con lo cual tuve que alejarme para no caer en mentira, porque todos continuaban haciendo votos por el futuro abogado.
Me sumergí en las ondulantes figuras de veinticinco jovencitas, con quienes empecé ese día el periplo del aprendizaje periodístico. Otros deliquios distintos a los apostólicos estaban deparados. Hodierno y delicioso dejarse llevar, pasar y mirar. Mirar y seguir mirando. El director se puso pálido en la primera charla después del episodio del aula 204.
—Entonces en otras facultades y en otros cursos habrá, ya verás como el Señor proveerá.
—Así como bendijo el agua, ahora bendecirá estas niñatas y...
—Blasfemas.
 La esperanza apostólica se vio ilusionada a los pocos días. En la lista del aula 204 aparecieron dos nombres masculinos, posibles sujetos de apostolado. ¡Oh decepción! A la semana siguiente llegó el primero, un hermano cristiano deseoso de aprender las argucias de la prensa para volver a la selva y manejar allí con mayor eficacia a una comunidad de indígenas que insistían en el use de las flechas envenenadas, los brebajes y los sonidos guturales. La catequesis lo llevó a las aulas. El otro varón resultó una especie difícil de catalogar. Caminaba dormido, tal vez cegado por las mucosas  que le obstruían el mirar. Y el peor momento —decían las compañeras que se sentaban a su alrededor— es cuando el profesor pasa lista, al oír su nombre levanta el brazo y gruñe: «presente». Paroxismo axilar. Algunas casi se desmayaron, ignorantes del aura odorífera. Vivía triste y solo, y parecía preguntarse siempre por qué sería. Naturalmente nunca mencioné al director de la presencia de esos dos especimenes masculinos en ese huerto cerrado y turbador. Ni le hablé más de las clases ni de nada que tuviera que ver con ello. Tomaba otra personalidad al traspasar aquél umbral jesuítico. Al salir de allí me invadía de nuevo la santidad y respirando hondo invocaba ya los gloriosos, ya los gozosos, ya los dolorosos, según fuera rodando la bola.
 Orad, orad para no caer en la tentación. No caía en la tentación, me dejaba deslizar hasta muy cerca, la rozaba, acaso alguna vez me sumergí en ella, pero caer, no caí.
¿Como llegué a ser candidato a la santidad en medio de los avatares mundanos? Larga y penosa resultaría la descripción de mi vida antes de caminar hacia Dios. Caí por la vía más expedita: los retiros espirituales, allí no había escapatoria a la palabra divina. Las tandas de retiros eran evidentes cotos de caza. Retiros para señoras jóvenes, retiros para señoras ya abuelas, retiros para señores mayores, retiros para jóvenes profesionales, retiros para viudas, retiros para jóvenes casados, retiros para jóvenes solteros y retiros para estudiantes de bachillerato. 
Ya había tenido una primera experiencia. Siendo estudiante de penúltimo año de bachillerato, al acercarse el fin de curso se anunció una novedad en el colegio de los escolapios: tres días de ejercicios espirituales, cerrados, en un lugar campestre y apartado, en silencio total. Las tres prédicas, el Cielo, el Purgatorio y el Infierno. El padre Rector encendió el fuego vivo de los siete círculos infernales. El padre Rector, llamado por las monjas del colegio vecino, «el padre plomero» por la facilidad con que les arreglaba las tuberías del agua. Las monjas del colegio vecino eran norteamericanas. Usaban tacón alto y medias de seda negra, visibles las piernas por llevar hábito más corto, con permiso de Roma, claro. El padre Salvador dio la dolorosa meditación del Purgatorio. El padre Salvador había padecido tortura en una checa de Madrid en la guerra civil. Finalmente el padre Rector, nos aupó en una nube ascética con la meditación de la Salvación Eterna. El padre Rector había encendido el fuego de los círculos infernales. No recuerdo nada tan doloroso ni tan patético en labios de predicador alguno. La luz de la tarde haciéndose noche acentuaba el dramatismo. El alma contrita juró no volver a pecar. Sentí la carne abrasada por el fuego que nunca termina, característica que más aterraba. Poner en la mente la posibilidad de algo que nunca termine a pesar de que la vida haya terminado, me produjo el vértigo de las alturas. Horror vacui y miedo a la eternidad. El Purgatorio que nos presentó el padre Salvador parecía que lo sacase de la enorme cartera negra que siempre llevaba consigo. La bandada de muerte que se agitó sobre la España en guerra, puso los pelos de punta al auditorio. El valor frente a la muerte. «Cantando salíamos a encontrarnos con el enemigo de la Cristiandad». El Purgatorio se vislumbraba como un gozar sufriendo o su viceversa. Tal parecía proponer el padre Salvador cuando recitaba lúbricos poemas de José Asunción Silva «¡Poeta!, ¡di paso los furtivos besos!...¡La sombra! ¡Los recuerdos! La luna no vertía allí ni un solo rayo... Temblabas y eras mía……¡Poeta, di paso los íntimos besos!», para mostrarnos qué poco dura el placer y cuan pronto llega la muerte. El lodo enturbiaría la gracia, pero ésta era fácilmente recuperable en la confesión. Allí se van acumulando las penas del Purgatorio, allí iréis poniendo en fila todo lo que habéis de expiar. El Purgatorio significaba entonces el motor de la gracia. Acumulando en la confesión, volviendo a la gracia, no caería el creyente en el circulo infernal, vertiginoso chamuscarse sin morir jamás. El estado de gracia permanente hará que por la confesión se mantenga el alma preparada para no caer. Aunque hubiese que sofreírse por un tiempo en el Purgatorio, el alma quedaría apetecible a la gula celestial, lista para reflotar en una nube, dotada de arpa y túnica. Esa imaginería no escapaba a mis visiones. Tanto el fuego abrasador del infierno como la nube sin temperatura, eran claras y explícitas. Pero no el purgatorio ni el limbo. El limbo del que afortunadamente se salvó todo un continente cuando, además de espadón, el braguetazas del conquistador traía una cruz a cargo de un fraile quien se encargaba  de dar el mensaje de sus majestades de Castilla y Aragón. El conquistador habría de limitarse a la búsqueda de los confines de esas tierras y sus riquezas. Al predicador se le encargaba traducir esos hechos a una razón divina. Los brujos de las tribus debieron disgustarse, pues justamente los que portaban la cruz les quitarían su lugar. Los caciques no fueron de hecho reemplazados más que los que huyeron y murieron. Los caciques casaron a sus hijas con los capitanes, salvándose así todos del limbo, excepto seguramente los brujos. Se le fue dotando de alma a cada uno de los naturales, del ánimo que necesitaban para ser puestos en libertad. Disgresivo el Purgatorio del padre Salvador puso la duda en mi. Desconocía hasta ese momento el valor estratégico de las indulgencias.
—Sí señor.
—¿Así de fácil?. 
—Sí, así de fácil. Las indulgencias plenarias. Si el católico es avisado y sabe empatar fechas y liturgias, podrá vivir en indulgencia plenaria, en estado de gracia permanente. Y las indulgencias también se aplican a las almas que ya están en el purgatorio. Muchas personas sacan a sus parientes del purgatorio a punta de oraciones, sacrificios, ayunos y limosnas a la Iglesia de Dios. 
El padre Salvador sollozaba durante la predicación. No. El purgatorio no es como el infierno por un tiempo. No, en el purgatorio sí hay esperanza. En el infierno sólo eternidad dolorosa. La eternidad del cielo es intangible, inolora, insabora, incolora. Es la paz total que viene de la única fuente, la visión eterna de Dios. Así la eternidad no es angustiosa. La visión beatifica eleva al cuerpo mortal. Al final de los tiempos todos los muertos recuperarán sus cuerpos y la eternidad será como dos compartimentos: el que quema y el que refrigera.
La finalidad de las tres consideraciones era la confesión general. La lista de pecados estaba expuesta en cartelera. Sólo había que ir, arrodillarse ante la rejilla que escondía el rostro sudoroso del confesor y hacer recuento de la vida consciente y memoriosa, decirle acerca de la intensidad, la frecuencia, las variantes y las constantes de las caídas en el pecado, en el terreno del Malo. Y hacer la contrición  necesaria para que el confesor accediera a poner una penitencia y absolver al pecador. Pimpancia de la gracia de Dios. Con indulgencia plenaria entre pecho y espalda volver al mundo a hacer le el quite al pecado.
Entretanto los del último curso se fueron para la Habana pre-castrista y gozaron de lo lindo en burdeles que daban descuento a excursionistas. Pero al año siguiente ya no hubo más viajes a la Habana y los retiros espirituales reemplazaron tan disparatada opción al pecado. También era que ya no había tales burdeles, ni excursiones ni descuentos por razones de todos conocidas. Así  que los de último curso de año siguiente volvimos a retiros. Pero no con el padre Rector ni con el padre Salvador sollozante. No. Esta vez se abrió la posibilidad de ir a una casa de campo a oír predicar una novedad apostólica. 
En efecto. Los anchurosos corredores, los magníficos jardines, las viandas y utensilios, alegraron el corazón de los ejercitantes. Huertos, caballos y piscina complementaban el ambiente donde transcurriría el periplo espiritual en silencio absoluto. La prédica estaba a cargo de un cura joven, vestido con amplia sotana de fina abotonadura, cuello impecable, andares y maneras episcopales, hablar pausado y expositivo. Y la atracción, la novedad, era un universitario adelantado ya en su carrera de derecho que acompañaba al presbítero y a su vez nos exponía en charlas complementarias a la prédica, temas no tanto religiosos como relacionados con el talante cristiano, con la actitud católica. Acerca del pensar y el creer científico que ha de tener un católico, una especie de sociología del católico practicante. Hablaba el universitario de valentía, de orden, de sinceridad, de puntualidad, de precisión. Todo por y con amor a Dios. Con alegría y buen humor. Una fe más deportiva, un hacer del ser católico más elegante. El presbítero en sus predicaciones tomó el evangelio y nos llevó a los ejercitantes en volandas durante tres días por la vida y las rutas de Nuestro Señor Jesucristo. Tal vez volvieron a aparecer el cielo, el infierno y el purgatorio pero sin la espeluznante geografía del centro de la tierra, sin las de descripciones de humanas torturas y goces que los hacían inverosímiles. Humanos, demasiado humanos. Ahora la vida de Cristo, nuestro señor y nuestro hermano, era cristal de reflejos de santidad, hasta su muerte cruenta en donde topaba nuevamente con el dolor de haber pecado. La prédica evangélica, el ir recogiendo los discípulos por los campos, episodios que ya conocía con el nombre de Historia Sagrada parecían hacerse vivos y actuales. Caminamos de la mano del presbítero por las calles de Judea, entramos en Jerusalén detrás de Dios en burro, bebimos de ambos vinos en las bodas de Canaá, aspiramos los perfumes con que la Magdalena lavó los pies al Señor y oímos el rozar de sus cabellos sobre la piel recién lavada de Dios Caminador. Presenciamos la pesca milagrosa y si no caminamos sobre las aguas del lago Tiberíades, lo vimos a Él caminando sobre el verbo práctico del presbítero. Y a la Última Cena nos asomamos detrás de una cortina y vimos el beso de Judas y cómo el Señor, todo amor, ceñía los hombros de Juan el Predilecto. El presbítero tomaba los versículos del libro y los descuartizaba. Trozos, partes, que habrían de servir como herramientas, como llave para abrir el portalón que conduce a la vida eterna por el camino de la santidad. Mostró el presbítero también otras puertas e incluso ventanas y ventanucos por los cuales se puede llegar a la vida eterna, pero no ileso. Ileso sólo se llega por la puerta grande. Así el purgatorio y el infierno eran impensables en el programa salvífico que se nos proponía, eran cosa de rufianes, de indigentes. Ofrecían la crema y la nata. «Sois privilegiados, no un viandante cualquiera». 
La gota gorda sólo la sudamos en el viacrucis, práctica diaria durante los retiros, cruento por la hora digestiva del mediodía y el caler y olor infernal, intermitencia de pedos y regüeldos; a esa hora digestiva, un alumno leía con voz tembleque una a una las villanías de la crucifixión y muerte del Señor Mártir Inocente. Pagan justos por pecadores. El aire puro, los huertos y el sonido de agua de la piscina que se llenaba lentamente para el final del silencio, el último día de los retiros. Un boga sin bogar iba sacando con una pértiga la hojarasca que había caído sobre la superficie ascendente del agua de la piscina. Los frutos en los árboles estaban a disposición de los ejercitantes. 
La confesión general también habría de dar el punto en que llenos de gracia los ejercitantes habríamos de volver a la algarabía. Pero he aquí que no hubo confesión detrás de la rejilla del confesionario. Fue una simple charla después del viacrucis del último día antes de que sonara la campana que anunciaría el final del silencio. Entre aroma de naranjos y azaleas, frente al paisaje montañoso envuelto en nubes y nieblas, durante los últimos jugueteos solares, oí hablar por primera vez de la Residencia.

Uno de los presupuestos fundamentales de la vocación era la fe. No la fe visceral, llamada del carbonero, no. La fe científica que viene de la teología, del estudio sistemático de los fenómenos divinos en esta pobre carne pecadora, en este andrajo mortal que hay que levantar del cieno para llevarlo al cielo. Aunque parezca un juego de palabras, tal es el camino de santidad. En principio el hombre está caído. Es Adán redivivo mascando la manzana que Eva le ha suministrado. Sólo que hubo hace dos mil años un hombre que era Dios y que murió crucificado. Una visión moderna lo pondría en la silla eléctrica, en el paredón de fusilamiento con los ojos vendados o si fuese en cierta España, sentado ante el verdugo que dará el giro destrozándole la cerviz en el garrote vil. Hace dos mil años se usaba la cruz y había que cargar con ella. ¿Se imaginan ustedes a los procesados de hoy con su silla eléctrica al hombro? No. Pues mejor que no lo hagan porque bordeamos el terreno de la blasfemia. Siendo niño, cuando se desataban terribles tempestades eléctricas que ponían los pelos de punta al más bragado, decía  mi tío Ignacio: —Es que alguien ha blasfemado y el Señor está iracundo—. Las tormentas empavorecían a la servidumbre. Nadie se movía, temían convertirse en pararrayos y morir carbonizados. Temerosos de hacer un movimiento que produjese estática, buscábamos el Ramo Bendito y, abriendo la ventana con mucho sigilo, quemaba la abuela un trozo de ese ramo. El resultado a veces se hacía esperar, pero siempre llegaba. Amainaba la lluvia, cesaban los truenos cercanos, la tormenta eléctrica se alejaba. Los cañonazos del cielo ya no se dirigían a los vecinos blasfemos, sino a lejanos y desconocidos. El retumbar a veces duraban horas. Mientras el ramo ardía, entre dientes, todos reunidos en la ventana recitaban: «Santo, Santo, Santo, Santo, Santo», muchas veces. Al amainar, la abuela entonaba completo el Santo, Santo es el Señor de Todos los Ejércitos, hosanna en las alturas, llenos están los cielos y la tierra de su gloria.
Las consecuencias nefastas del pecado de la carne sólo son comparables a las del pecado de la soberbia. El pecado que lleva a los pichones al desprecio de la confidencia o de la confesión en casa. En casa se lava la ropa sucia. La ropa sucia se lava en casa. Es igual, en este caso el orden de los factores no altera el producto. En otros sí, por ejemplo, si antes sobreviene la carne y luego la soberbia, no es igual a si sobre viene la soberbia y te conduce a la carne. 
—No veo claro cómo actuaría sola la soberbia. No imagino la soberbia así, a secas.
—La soberbia es el desprecio por la acción salvadora, cualquiera que sea su forma.
—Y la de la carne es una de ellas.
—Exacto, pero no por ello vamos a creer que la soberbia anterior a la carne, no es distinta de la que le es posterior.
—¿Cuál es la soberbia anterior a la carne? —La del individuo que va y mira a su alrededor, y al sentirse fuerte, henchido su ánimo de la gracia de Dios, abandona su cuerpo a la concupiscencia de los sentidos. La carne y la soberbia una sola son. Son los sentidos , en estricto sentido, carne. El alma está fuera de ellos y ella es lo que aprehenden éstos. Los sentidos con sus órganos son carne. Piense vuestra eminencia en los conquistadores de Indias. Se comían los naturales a los capitanes y a la soldadesca que cayera en sus manos.  Les Arrancaban los ojos y luego los freían o los asaban. Platos exquisitos, pero nada como las orejas de cristiano en achicoria.
—¿Y si no eran de cristiano?
—Bueno, no se distinguían mucho los sabores en algunas regiones. Pero había verdaderos expertos, ya que siempre que al español que incordiaba, le daban caza, lo metían en el horno y luego regado con abundantes fermentos se lo manducaban sin agüero. Los órganos de los sentidos tenían trato preferencial. Las lenguas, por ejemplo, eran servidas en escudillas de oro, sobrenadando un líquido cuyo aroma se asemejaba al de los jazmines, pero, y he ahí la novedad, su sabor se acercaba mucho al de la mayonesa.
—¿No estarás tomando el pelo? No. Es verdad. El canibalismo ha existido, y de hecho existe.
De un momento a otro se miraron los interlocutores y vieron que la carne en inglés flesh había saltado al paradigmático, inglés también, meet.
Levantaron los licores de la mesa y se dispusieron continuar con su tarea compilatoria.
El pecado de la carne y el pecado de la soberbia se fueron juntos de paseo.
Ni docto ni sabio. El conocimiento, el dato exacto, la virtud de terceros, las fechas memorables y las actitudes heroicas iban quedando allá en los libros. La angustia eran in descriptibles, había que salvarlas del olvido. La memoria, por más nemotecnia que le pusiera, malas pasadas iba jugando. Había que ir sacando las palabras de los libros, ir tomando apuntes, ir haciendo una formación calcárea para ser repetida frente al examinador y pasar raspando o pasar Cum Laude, pero pasar, y luego al horno onírico. Allí que los sueños les den patadas como los gañanes se las dan a las bolas de trapo de su deporte callejero. El rodar de la verdad deshojada, pulla y pitorreo. Peregrina memoria pasa y pasa. Re-pasa y repasa y luego no sabe nada. La mente en blanco, mirar al examinador a ver si sopla. Pero nada, los examinadores ya no soplan.
—Ni lee, ni estudia.
—Ni cumple el plan de vida. Será mejor que se vaya. Parece que escribe una novela.
—Las novelas no velas.
—Ni velitas.
—Que se vaya.
—Vaya por Dios.
—Ya se irá, ya se irá, caerá por su propio peso.
—Miremos cómo se precipita. 
—Sí, asomémonos.  Miremos a ver si se rompe el cuello cuando caiga.
—¿Si no cae por su propio peso?
—Haremos el vacío.

Pimpancia de los primeros tiempos. Subir y bajar sin descanso. Ir y venir. Ir a y venir de. Agitación que nos cogía de repente a todos con eso de los antioqueños. Suben y bajan y hablan todo el tiempo en dichos, en fórmulas autóctonas, en tipismos parroquiales, en sartas de barbaridades que si no fuera por el color local y la intención folclórica, pensaríamos todos que había cambiado el mundo y que por lo menos una babel se instauraría en breve tiempo vista. Y se instalará. Se instaurará. Si es que no se ha instaurado ya. Balada, rebuzno, balido, maullido, relincho, ladrido y regüeldo.
Nadie dijo: !Ahí vienen los antioqueños! No. Fueron llegando, fueron cayendo, lluvia, granizada.
—Ventarrones del destino.
—O de la divina providencia.
Íbamos subiendo la cuesta. Era mayo, el mes de María. Cuando niño, en mayo se hacía en mi casa un altar a la Virgen con flores y festones bajo la sacra imagen. En la Residencia ninguna variación apareció en la liturgia doméstica, pero sí en la actividad apostólica y en la mortificación. Los domingos de mayo buscábamos alguna  ermita perdida, y ojalá lejana o de difícil acceso, que tuviera advocación mariana. Invitar a jóvenes bachilleres a pasear un domingo, a excursionar, era costumbre corriente desde que los intrépidos muchachos de Baden Powell dieron sus primeros pasos. Sin brújula pero con camándula, nos lanzábamos monte arriba, denodados e ilusos los pichones en busca de indulgencias. Subir una escarpada cuesta pedregosa, poblada de matorrales espinosos, desechando el cómodo camino vecinal. Eso es amor a nuestra Madre Guapa. Amor y del bueno. Déle que déle el rosario de para arriba. Volear camándula y volear pata. Arriba Antioquia, parecían decir los pichones aquellos, pichones saraviados. Déle para arriba. Los zapatos raspados, la ropa hecha jirones, las manos surcadas de espinas y el corazón henchido de amor a María. Con el aliento entrecortado coronamos la cuesta, sin aliento. Sin embargo, el mundo no es para los que descansan. Sólo un lugar para el resuello y luego, sudando correr en busca de una neumonía en el interior de una capilla gélida y mal oliente. Otro rosario y de rodillas, mirando a la imagen solitaria y mal iluminada. Una imitación, seguramente, porque la original estaría guardado bajo llave no sea que se lo lleven los piadosos viandantes, si es que no se lo han llevado ya y la diócesis no cuenta más que con la copia acrílica. Voleando pata cuesta abajo los antioqueños eran expertos. Rodé. La camándula quedó metros arriba, colgando de una rama, bamboleándose como si el arbolillo estuviese entonando el Gloria al Padre. Vaya por Dios. Cuesta arriba con las nariz raspada y luego cuesta abajo otra vez déle que déle al avemaría. Paseos dominicales que no terminaban en lugar distinto al regocijante beber un vaso de agua antes de volver a la ciudad.  Allí en casa, Nuestro Amo Tabernaculado y Nuestra Madre Santísima, que gozan de ubicuidad, nos esperan sonrientes, satisfechos por el esfuerzo que hicimos para cumplir un deseo expreso de nuestra costumbre inveterada de ir para santos. Los amigos, en general, no agradecían tales invitaciones, sino por el contrario, huían cuando mayo se acercaba. 
—Mejor no prestar oídos a las mofas. 
—Pero si la mofa pica al elefante...
Las costumbres ascéticas incluían la lectura espiritual. El director con tino y atino soltaba el título que cada pichón debía leer para implementar la subida a los cielos.¿Estaré subiendo al cielo o será que me precipitarán cada vez con más fuerza al infierno? Claro, porque antes sólo tenia que cumplir con la misa dominical y la comunión por Pascua de Resurrección. Amplia y ancha carretera que conduce, si se guía despacio, a la salvación eterna. Pero estos deberes tan complejos no hacían más que estrechar el camino, trocha difícil.
— ¿Y que querías? Si tu eres un elegido para formar par te del estado mayor de Cristo, ésos, los que dices, son la tropa, los que van de diez en fondo. Nosotros vamos per aspera ad astra, por lo áspero hacia las estrellas. El portalón es ancho, pero el camino está sembrado de espinas, la hermosura de la mortificación.
—A través de los montes las aguas pasarán. Sigamos el camino que Cristo nos trazó en el Evangelio  
—Sí, sigámoslo.
—Venga, a la Judea.
—A joderse.
—Calla, marrano.
La lectura espiritual debía hacerse en el oratorio. Para esto estaba dispuesta una sencilla práctica. Entrar a cualquier hora del día, en cualquiera de los silencios menores. Adelantarse hasta la pequeña biblioteca. Las puertas de madera lacada se abrían con un clic alarmante en el silencio de esa hora. Simultáneo al clic se encendía un bombillo que alumbraba la colección de obras piadosas permitidas. La recomendada era sólo una. Permitidas todas. Pero has de leer lo que tu director te ordena. Así pues que durante quince minutes al día chapoteábamos en discursos edulcorados sobre el loco amor a Cristo. O podía caerle a uno la vida de un Santo de palo. Su infancia y sus correrías inverosímiles en la fantasmagórica acción salvífica que muchas veces se presentaba embozada, capa ya lujuriosa, ya vanidosa, con la soberbia de los ángeles caídos. 
—Pero ya que lo nombra, ¿no le parece que en eso de los ángeles caídos con Lucifer a la cabeza, fue una actividad claramente lujuriosa de ellos la que incitó a Dios Padre a expulsarlos del Eterno Cielo y constituir en el fondo de la Tierra una guarida para tales ángeles rebeldes?
—Fue que un ángel quiso ser como Dios.
—¿No sería que un ángel se metió con una de las once-mil vírgenes, acaso la preferida del Señor esa semana?
—Deliras, amigo, deliras. Confiésate y arrepiéntete de tantas blasfemias.
La lectura espiritual. Las vidas de santos y sus sermones. Hermosear el conocimiento de la literatura religiosa con los clásicos de la ascética cristiana. No se trataba, digamos, del Manual del Buen Católico Practicante y Vecino de esta Parroquia. Ni vidas de Cristo heterodoxas como la de Papini. La de Pérez de Urbel, permitida. Biblioteca de unos cien volúmenes, muchos de ellos repetidos, ya que había, como en todo, oleadas de la moda.
—La liturgia está de moda.
—Calla.
Lugares teológicos, rincones teológicos o pasadizos teológicos. Tales podían ser las lecturas espirituales. Quince minutes diarios, ojalá todos los días a la misma hora. Y no me olvidéis el buen reír. No te lo olvidamos.
En los cursos de vacaciones a estas lecturas se sumaban dos preceptos más: el catecismo, pregunta–respuesta, como una cierta especie de encuesta o reportaje que anda por ahí, que los psicólogos llaman «cuestionario metralleta». Pues eso, memorizar varios capítulos todos los días. Y a todos teníamos  que responder pronta y exactamente. A todos, grandes y chicos, sin distinciones. Lo curioso es que nunca pasamos de la pregunta veinte o treinta. El catecismo tenía mucha más, pero ese saber mnemotécnico no se acumulaba, y al año siguiente había que volver al capítulo primero, pregunta primera. Y también de memoria, puesto que así se exponían, las materias filosóficas, paso a niveles de las teológicas. Los ejemplos explicativos de la lógica de Aristóteles, una especie de ciencia topológica del alma, la física, el acto que está en potencia, escurrideros de la razón, traducciones del griego pasadas por los cedazos de los filósofos medievales y servido con guarnición de patadas en el fútbol y cánticos en el oratorio.
Los teólogos tonsurados en Roma enseñaban la teología. En el curso de vacaciones los presbíteros echaban mano a la entelequia y nos explicaban que es el alma y había que aprender de memoria la entelequia y volver y soltarla igual frente a los examinadores al final de curse. Tal cual. ¿Que dice Santo Tomás del alma? Y había que repetir lo que dice Santo Tomás del alma, algo así como quien repite lo que dijo Fulano a Zutano en la barra del bar acerca de la cachucha de un general y sus avatares funerarios. Ir y contar. Oiga, mire, que Santo Tomás dice.
—¿De qué otra manera habría de ser?
—¿No hay otra, verdad?
—No. Has de estudiar y estudiar.
No tenía en la cabeza el estudio de esa manera, mi mente volaba con gran facilidad y me instalaba en la fantasía. Imaginar la Alejandría de la vida de un filósofo tenía más valor, desentrañar en los textos de la historia de la filosofía el mundo de cuando tales cosas se decían. Y eso resultaba adjetivo a los examinadores, e incluso jocosa la insistencia. Materia de caritativo escarnio.
Tal vez si hubiera sabido que Aristóteles para escribir su libro sobre los animales sólo se valió de sus ojos, ya que hizo llevar, a costos altísimos que hoy asustarían a los administradores del Estado, todos los animales raros de Europa, Asia y África. Rinocerontes, tigres, leones, cocodrilos, gacelas y avestruces.
—Tal vez no te habrías tenido que matar tanto para saber otras cosas.
—Lo dice Voltaire.
—¿Voltaire? ¿Tú has leído a Voltaire?
—Cuando era niño.
—Olvida eso, déjate de tonterías. Voltaire además de estar revaluado, hoy no hay quien lo tenga en cuenta. Claro que es una de las glorias de Francia y está en su panteón. Pero déjalo allá, déjate de tonterías. Lee más bien a García Morente que mañana tienes que presentar examen.
—Así se sale fácilmente de todo. No hay que inquietar-se. Tu director va marcando la ruta con la sabiduría que le confiere el Señor Dios Bueno y Dulce.
—Redulce.
—Calla.
—Nuestro director siempre quiere para nosotros lo mejor
—¿Cuántos directores tuviste?
—No recuerdo.
Y las patadas en el fútbol. Los patadones y «los retratos», que para quien no lo sepa, era acertar el balonazo en pleno rostro del defensa. Algunos se transformaban en la cancha como Luis Carquejo, antioqueño y tonsurado. Ya sin sotana tomaban un andar retador. Y en pantaloneta y en la cancha se convertía en bestia furiosa, amarradijo de músculos y gritos pateando al arco. El pausado Jaime Solvente, ya graduado en leyes, desplazaba su voluminosa humanidad a velocidad considerable. Temblaba la tierra. Yo lo perseguía y lo hostigaba antes que hacerle frente o trancarlo en su carrera, porque podía correr graves riesgos. La única vez que lo hice, me propinó Solvente tal pisotón que arrancó la uña del dedo gordo del pie derecho casi de cuajo. Sentí como un calor líquido que se enfriaba sospechosamente en el pie dormido. Cojeando al terminar el partido subí a las duchas y cuando iba a quitarme el calcetín, la uña también iba a salirse. !Oh dolor! ¡Oh espanto! A la vista de la sangre y el estropicio, puse punto en boca y con un esparadrapo ajusté la uña y salí cojeando. Nadie preguntó nada porque creyeron que me había apretado el cilicio.
Con la filosofía pasaba lo mismo que con el catecismo. De curso en curso poco se adelantaba. En la historia de los filósofos apenas llegué a la patrística. Ese examen, ni el de cosmología se salvaron. Los presocráticos, Platón y Aristóteles pasaron raspando. Los Padres de la Iglesia, tal como los vi, no le gustaron al poeta Carganuto, examinador. Hubiese preferido la precisión a la novelería.
—Entonces la escolástica como tal no llegó a informarte.
—Hombre, brujuleaba,  gustaba más lo que estudiaban los otros. Lo mío era cosa de tontos, ya lo sabía, pero repetirlo igual era imposible. Y mis versiones no resultaban ortodoxas.
—Eso crees. Sería que no estudiabas. Distraído, siempre distraído.
Con el correr de pocos años los cursos de vacaciones perdieron el atractivo viajero. Dejamos de ir a otros lugares y en la misma Residencia, en un remedo de curso anual, se asistía a las clases que los teólogos repetían hasta la saciedad. 
—Y nada, le entra por un oído y le sale por el otro.
—Es que no da una.
—Ni media.
Aquél primer viaje al curso de vacaciones fue una pesadilla. Veinte horas en el asiento de un bus, en la ventanilla. Al mi lado iban una mujer glotona y su marido. Llevaban un maletín repleto de comida, que empezaron comer  desde antes de salir de la ciudad. En ese primer tramo intenté dormir para perder conciencia de aquella vecindad forzosa, pero fue infructuoso. Cuando la glotona y su marido acabaron con las provisiones, empezaron a hacer planes de lo que comprarían en la primera parada. A las estaciones de los buses salían mujeres con toda clase de comestibles de tipismo auténtico y dudosa higiene. Las frutas tropicales se ofrecían enormes, abiertas. La glotona y su marido se aprovisionaron de nuevo. Lo más notorio de  su compra fue una enorme papaya. La glotona la abrió con gran destreza y sin usar instrumento alguno. De un momento a otro la enorme fruta se abrió en dos partes exhibiendo la multitud de pepitas negras que acuciosos ambos procedieron a poner sobre una hoja de periódico. Una vez envuelto el desecho, me rogaron que lo arrojara por la ventanilla. Así lo hice y la cerré  de nuevo, mientras la glotona y su marido ya metían sus jetas entre la fruta y mordían, chupaban, succionaban, escupían en el pasillo los trozos de cáscara que se les quedaban entre los dientes. La avidez y la imbecilidad, untándose el rostro, fueron devorando cada uno la mitad de la papaya hasta dejar solamente las cáscaras que habían vaciado. Estaba floja y pegajosa. El marido puso sobre la cáscara de la glotona su cáscara y ella, inmediatamente y sin advertir que yo había cerrado la ventanilla, las arrojó ambas, chocando el cascaramen contra el vidrio donde se quedó pegado unos segundos y luego se fue escurriendo lentamente, chorreando. Con otra hoja de periódico intentaron subsanar el entuerto sin que por ello dejaran de continuar la comilona. Mientras la glotona hablaba y pedía excusas,  salían de su boca pedazos de arepa de maíz que ya se  había atarascado y hacía indescifrable lo que quería expresar. Supuse que era una fórmula con la que pedían que no les retorciese el pescuezo a ambos. Aunque era tan gorda que en cualquier embate contra ella, corría el riesgo de que me tomara como vianda y me echara a su coleto, como hizo con la pierna de cordero que inmediatamente después sacó del maletín de provisiones. Y así continuaron durante todo el trayecto. 
Pero fue tal la expectativa por aquél primer curso de vacaciones que pronto olvidé todo aquello y solo tiempo después pensé que podía contarlo en una tertulia, pero no pegó porque ya había pasado tiempo y les pareció una exageración del momento, tardía, inútil sin duda.
En el curso de vacaciones había hitos y fiestas. Había algunos pichones con gran facilidad para la versificación. En coplas castellanas o antioqueñas, fantásticas versiones iban pasando jocosa revista al personal, a la manera de pregón. Juegos de salón no faltaban para llenar ciertas tertulias que languidecían, cansados de patear el balón por la mañana o el de meterse de memoria un ladrillo en la cabeza por la tarde.
Así que propuse una obra de teatro. Ya había escrito dos o tres escenas durante las horas de estudio, versiones adaptadas de Chesterton, Vital Aza y Conan Doyle. La temporada teatral tendría dos obras en cartel. La primera trataba de los sucedidos en una fonda como los contaba Vital Aza, pero con un personaje de Chesterton; equívoco malabarístico. Y la otra, de pie forzado, ponía a un personaje de la historia de Inglaterra en una trama policíaca de Conan Doyle.  La primera pasó con risas y aplausos cautelosos. El fracaso vino con la segunda obra de la temporada. A los actores les había entregado los libretos unas horas antes, pues no era cosa de pasarse el curso memorizando sandeces sino estudiando filosofía. Y he aquí el tropezón. Un actor se rebela. Va y le dice al director que en su papel recibirá una bofetada y el no quiere que lo abofeteen. El Director me llamó y pidió que la cachetada fuese un simulacro.
 —No hace falta el realismo en esto. Ni has de golpear a tus hermanos. 
Sin embargo, en plena escena, cuando estaba cerca el desenlace no resistí la tentación y abofeteé al mismísimo Pedro Menosquepo. Inmediatamente se apagarían las luces y habría un pistoletazo, luego volverían a encenderse inmediatamente. Pero pasaban largos los segundos y cuando las luces se encendieron encontré el escenario vacío y también el patio de butacas. A lo lejos se oían los cánticos que entonaban en el oratorio seguramente en desagravio al Señor Dios Dulce.
—La institución en solfa.
—¿Ponerla?.
—La has puesto.
Eran los exámenes el crepúsculo de los cursos de vacaciones. Las expectativas de conocimiento quedaron varadas en las playas de las mnemotecnias, quienes salieron con sus máscaras y danzas guerreras a ofrendar al recién llegado una orgía de palabras, casillas guturales. Las canciones que las canten los cantantes, que nosotros solo alabamos al Señor Dios Nuestro y Dulce. Edulcoración del Santísimo Señor para que todas las leguas lo encuentren agradable. Si es que ahora ya no se oye la palabra de Dios. No, ahora se lame la religión. Pirulética. Nueva y renovada materia escolar que darán pichones o no pichones,  en el futuro.
Carenar el cerebro en el curso con cánticos y patadones. Luego al volver se llegaba renovado, y así llegué cuando di el salto mortal de las leyes al periodismo.
Veinticinco mujeres, cincuenta ojos clavados en mí. Di un paso adelante, di otro y miré al profesor que incordiaba al auditorio con grandilocuencia aldeana. Me senté en un pupitre de la última fila y me dejé ir lentamente en el deliquio del vaporoso frotar de las prendas femeninas. A partir de ese momento la vista se tornó escrutadora. ¿Dónde termina la piel, dónde comienza la tela? Lo que se ajusta al cuerpo, lo que lo deja libre, como en oleadas de contacto. La tela se ondula con los movimientos, las carnes presionan, se distiende una sisa, se levanta una falda, relampaguea el cruce de unas piernas que emergen de mínima falda. Las cabezas giran, los cuellos y las gargantas se descubren y vuelven a cubrirse, suben y bajan pestañas, ojos que escapan a la mirada o que la retoman. Bocas que prometen, manos que juegan nerviosas.
Roussoniano, me sumergí entre ellas, me hice ligero, me fui  en volandas de graciosos mohines, entre gestos adustos, al lado de mirares candentes, junto a guiños y sonrisas y, finalmente, entre la algarabía femenina bajé con algunas de ellas a tomar el primer café de la temporada a la hora de la salida de clases. A la cafetería iban entrando alumnos de otras carreras y allí, envidiado y envidiable, me encontraban rodeado de féminas que me miran, me escuchan, me celebran. Embriagado con sus perfumes en el aula, en la cafetería me emborrachaba con sus voces libres, carrerillas y pucheros.
Los andares y los sentares. Y el contacto, la mano cálida de superficie inimaginable, pétalos por yemas en los de dos. Me ahogo, me voy  en deliquios de delicioso placer. 
—Lindas las amigas.
 Los de otras carreras miran. Y yo pavoneo  orgulloso de mi suerte. Vanidad. Soberbia.
Los deleites femeninos cambiaron aquellas tortuosas tardes, cuando estudiaba la jurisprudencia en el claustro advocativo. Era el rector de aquella vetusta institución un anciano aristócrata, presbítero, políglota y orador sagrado. Los sermones de aquél monseñor eran tan famosos como sus lecciones de filosofía del derecho. De él oí por primera vez la palabra «mesnada» y su derivado «mesnadero». No obstante sus setenta y largos años Monseñor explicaba los conceptos valiéndose de piruetas gimnásticas increíbles, o bien con un gesto papal que lo elevaba del suelo varios centímetros y recordaba a Pío XII. !Ah!, aquellas mañanas en el claustro a hora muy temprana. Los estudiantes todos usábamos la corbata y el chaleco y el besamos a Monseñor, quien no dejaba que el alumno que lo saludaba se separase de él mientras conversaban, y llevándosele la mano al pecho, lo retenía. A muy corta distancia se dialogaba con Monseñor.
A partir del descalabro en el estudio de la jurisprudencia dejé el confortable pasar entre los acordes de Bach y Beethoven, los arcos del patio colonial, la campana canónica, las grandes lápidas de mármol con inscripciones castellanas o latinas que cantan las glorias de los patriotas que lucharon contra el rey de España, nombres y apellidos ilustres criollos que allí estudiaron, recordatorio de los que tuvieron allí prisión antes de ser pasados por las armas. A pan y agua tuvieron a una heroína encerrada en un cuarto donde hoy guardan las escobas. Los anchos pasillos, el hablar en voz baja, la pausa en el andar. Claustro hispánico aún. Luego supe que murió Monseñor y se ampliaron las instalaciones, se modernizó el entorno, se computarizó el claustro y hoy es un campo de Marte de los revoltosos como en cualquier lugar del mundo. Nada resiste el paso de los tiempos. Ni las grandes fachadas de las catedrales que se hicieron para que permanecieran la eternidad entera; el aire mismo las va carcomiendo. Monseñor se fue achicando con los años -me cuentan- y murió pequeñísimo, del tamaño de un chico de diez años.
Con el cambio de carrera cambiaron los horarios que había trajinado el año anterior con tan poco éxito. Trabajaba por la mañana en la Redacción de una revista fundada por personas de la institución y por la tarde me sumergía en los deliquios del aula 204. 
Como la caja del Secretario tenía que registrar más ingresos que egresos, qué mejor que trabajar y ganar un sueldo para ingresar en la caja del Secretario y así egresar sin temor a ser cargante. Que lo había, que se sentía y que se lo hablan dicho, sí señor, se lo dijo que era necesario ingresar. 
Había pedido mi madre y se puso pasó pálida y como si estuviera ante un loco desapareció. —Los pájaros tirándoles a las escopetas, exclamó al salir. ¿Qué mejor entonces que ganarse un sueldo en la revista? La alegría del ingreso y la práctica de la pobreza.
La memoria se enflaquece. La cotidianidad del aprender un oficio puede metérsenos por un costado y no salir de nosotros jamás. No estaba a salvo este pichón que practicaba  su profesión por la mañana y estudiaba una carrera por la tarde. Pronto adquirí una aureola de admiración entre mis amigas, y una feroz inquina por parte de un grupo de jovencitas recalcitrantes a las buenas maneras, que los del lado de acá, o las del lado de acá y yo, denominábamos «la tribu». Aureola e inquina que también se registraba entre los profesores. El alcaldable de aldea al llegar a mi nombre, obviamente para continuar la costumbre al llamar a lista, pronunció mi apellido anteponiendo el apelativo señorita como veía haciéndolo de carrerilla desde la letra A. Protesté con energía causando la hilaridad de la tribu. Y a la socarrona excusa del taimado profesor siguió otra risotada. Hubo alguna –Marilín Corbera– que no se situaba ni entre la tribu ni del lado de acá. Marilín planeaba un artilugio amoroso. Primero las miradas, lánguidas, largas, temblorosas. Luego el accidental descuido meditado y medido de la falda que sube. Y luego la táctica descotada, diligente recogedora de todo lo que al suelo cae. Después frases como: «un día sin ti es como una noche oscura sin estrellas» Los poemas, las cartas. La pobre no tenía nada en su sitio, se le torcían las piernas y los tacones al caminar, se le arrugaban las medias, sus prendas interiores no correspondían a su talla, ni las prendas exteriores a las tallas interiores y, sobre todo, la cabellera que no fija, que se escurre, que se sopla. Ese amor no correspondido duró toda la carrera. Marilín fue mejorando su aspecto al correr de los meses y su empalago era menor, pero no podía poner el corazón en ellas, en ninguna, ni aún en las que tanto me gustaban, con las que hablaba tardes enteras y paseaba por los alrededores cuando el profesor no asistía a clase, práctica bastante frecuente. Era el encanto de las del lado de acá. 
Gozaba de tal beneficio de inocencia que ni la castidad era virtud puesto que no existía lucha en mí. Galante, tal vez tanto y tan a secas que más de una despeñó su ilusión en llanto.
El trabajo de la revista obligaba a ir continuamente de la oficina a la imprenta, lloviera, tronara y relampagueara. Las largas tiras de pruebas que había que corregir y sin fin de ocupaciones menores entre las cuales se contaba el redactar notas bibliográficas. Adobado todo aquello con avemarías, jaculatorias, mortificaciones, acciones de gracia, apostolado y simpatía.
—No me olvidéis el buen reír.
—No, que no te lo olvidamos.
Después del almuerzo y la tertulia, al deliquio del aula 204.
Y para ir allí, había que llevar trabajos preparados. Aprender lecciones de memoria y haber rezado por lo menos ya un rosario , ojalá dos. Y después de clases volver a casa a la merienda.
Tres años en la aula 204 depararon variedad en principio, pero a medida que las expectativas iban cediendo, la revista absorbió de tal manera que faltaba a más clases que los mismos profesores, lo cual me ponía casi en calidad de desertor.
La pequeña revista inicial que publicaba pocos ejemplares y pocas paginas, pasaría a ser una revista voluminosa y de amplia circulación, propietaria de talleres tipográficos.
No estaba exenta la revista del vaivén político y el balancín ideológico. La literatura se iba saliendo del camino. En España un premio literario se convirtió en martillo de creyentes y bajo el auspicio de conspicuos catalanes lanzó al mercado y a la conciencia lectora de la reserva espiritual, una novela, que, aunque ni quitara ni pusiera una coma más allá de lo permitido, su promotor se había federado con otros editores europeos para dinamitar desde dentro el sacro receptáculo de la verdad en la España Eterna. Las fuerzas del mal se conflagraban en una isla lejana. La redacción andina era monótona, aspavientosa, lentorra, académica, carca y parca, resultante teórica, beneficio apostólico, empresa dolorosa, magra ración; así como era el cosmos de lo ignoto en cada uno de los que allí nos matábamos diariamente para que saliera a tiempo el ladrillamen. Llegó un día un despacho de prensa oficiosa española donde se condenaba la actitud recalcitrante de un editor catalán, y enfilaba sus baterías contra el primer premio otorgado en la isla. Según el documento que llegó a la redacción  se trataba de un rojo, neo-rojete peligroso. El editor catalán se habla asociado a comunistas italianos y otras raleas anticristianas y anticatólicas, rabos demoníacos.  El corresponsal  le daba palo al premio, a la novela y al organizador del premio,  un nuevo Ulises, navegante, en tierra, ante la imposible y lejana América, tuvo que amarrarse al palo mayor de su empresa familiar y pasar el temporal, supimos después , de su pluma cierta.
Era la época en que iba a oír a los ancianos progresistas, profesores en las nuevas líneas que el catolicismo laico trazaba para el fiel común. Sociología y psicoanálisis en el concierto teológico. De espía fui muchas veces y hasta ahora me entero.
Allí mismo, en la acuciosa misión periodística, se fue metiendo el demonio mismo, sus pezuñas, su larga cola, sus cuernos y su belfa jaspeada de inmundicias. En las soledades de la redacción de la revista. En ese empeño por el laborioso y meticuloso trabajar. Opio que adormecía  las virtudes.
En la revista estaba a salvo de los antioqueños y, finalmente, de los deliquios del aula 204, que en la confidencia y la confesión semanales ya formaban una serie de sensaciones secretas, las palabras no hallaban sintagmática posible para tan indescifrable paradigma.
—Al grano.
—Nada había de callar, aunque se estaba callando todo.
—O sea, que guardaste para tu placer lo que habría de ser superficie de mortificación de los sentidos, de la tendencia de la carne, del pecado oculto y silenciosos, el demonio agazapado.
—Allí no habla demonios.
—Eso es lo que tú crees.
—Había demonios después, en la revista.
—Los mismos, los mismos, esa persecución implacable del demonio. Sabe cuando aparecer y dar el estacazo.
—Y lo dio.
—Alguien lo dio.
Deliquios, deliquios, éxtasis, que es lo mismo. De dos a cinco todos los días. Había profesores que se iban dejando llevar por los aromas de las amigas, las lindas y otros que bogaban a las de la tribu. Navegaron meses y hasta años en esa nave deliciosa.
—Delicioso tu silencio al director.
—Deliciosa la nave. El director, si quieres que te lo diga ahora mismo, era un cargante. 
—Todos los directores lo son. 
—Es la fotuta dependencia pastoral. Si fuesen obispos les pondría solideo de boñiga de vaca.
—Eres el demonio mismo.
—Ojalá lo fuera.
—Calla.
—No callo y verás como llega Satanás. Huye, perro, huye no sea que te muerda el buen Satán.
Oh hermanos, hijos de Dios, hermanos de Cristo y del Espíritu Santo corderos. Dios pastor de nuestros pecados, Santo Mayor y Único Señor, sabrá perdonar a quien tales blasfemias profiere. Llévenle al hospital, que le curen pronto.
Me tomé un refrescante y burbujeante antiácido y sin más vueltas retorné a la continuidad diabólica. 
Otra vez Pepe Gardenia dándose rejo me sacó de la ensoñación. Una tarde cualquiera. Ayer o mañana. Pepe Gardenia era impenitente. Su carne no resistía más cicatrices. Dejó la natación. Y el tenis. No habla lugar de sus piernas y de su espalda que no hubiera sido lacerado por el amor divino hecho rejo. Ni por punzante arista. Dios hecho castigo, la gracia y la sangre se mezclaban en delicioso cóctel bajo los pantalones de Gardenia. Chorreaba. Y dicen que no le dolía. Y que por eso era gozosa su mortificación. Le crecía la quijada aunque el no lo notara. Como siga parecerá un orinal, me dije. Gardenia, allá murió lejos de todos. Atormentado. Solo. Quien lo iba acompañar en esa mansarda, quién iba a tener la paciencia de sentarse a su lado y leerle Los Cipreses Creen en Dios. Si hubiera sido veinte años antes cuando los cipreses sí creían en Dios… pero ahora no creen, crecen.
No había lucha si no habla conquista. No había vocación si no había invitación. Tardes largas, tardes prolongadas hasta que por primera vez me invitaron a meren dar. Antes de ello, le pasaban la merienda por la barbilla el italiano y sus secuaces, haciendo gala de la pensión que gozaban, y el bachiller se iba a buscar la merienda a la cafetería de la esquina. Mientras no demostró su deseo santificante no se le invitó a sentarse a la mesa y disfrutar del pan con mantequilla y el café. Y con leche. Leche de burra, no de cabra. No, de vaca. Leche que venía para manchar de blanquecino  el oscuro café abundoso, lechecita, pobre y triste, leche de entre casa, cafetito avaro. Tardes de rubor a las que seguían pláticas y edulcoradas fórmulas, alas para que el Arcángel subiera al cielo de una vez por todas. Cielo de pastel, pie de limón.
—¿Pie de limón?
—Pai de limón.
—Ya. 
—Santo, santo es el Señor Dios de Todos los ejércitos.
—Hossana.
—Hossana en las alturas.
Inevitable sería el desfile de carrozas. El Buen Reír al lado del Buen Fingir, su sucesor. El Buen Pintar al lado del Buen Decir. El Buen Oír al lado del Buen Tocar. Y al lado del Buen Ver, el Bien Común, el Bel Sentido, el Buen Sentido, el Sí Señor y el Sá Señor.
—¿El Sá Señor? 
—Si, el Sá Señor. Una variante local. El Sá Señor es igual al Si- pero-no. Es decir, aunque usted crea que sí, no. El que le parezca a usted que sí, no quiere decir sí, sino justamente no. En una palabra, el No con la apariencia, aroma y color del Sí.
—¿Aroma?
—Aroma y color, échele pluma.
—¿Pluma?
—O bolígrafo.
—Pálido reflejo.
—Déle que déle.
—Mi china querida.
Me sentía afortunado entre tanta y tan bella cohorte femenina. La tribu, áspera y cuchicheante, confraternizaban cuanto podían y  el lado de acá las dejaba desbarrar para luego mofarse del dejo o del vocablo.
—Delicada, vaporosa...
—Pavorosa? vaporosa ha de ser la castidad. Como las hembras bellas que le rodean, tan ingrávida castidad. Pudor, silencio de los sentidos. Una fantasmática como onírica de la vigilia. Sin camándula. Sonriendo simplemente. Sin Dios, con uno mismo. Qué más Dios que uno mismo.
—Calla que blasfemas.
—Callo. Y callista vienen de áspero, áspera dureza.
—Peñascosa pesadumbre.
Peor el remedio que la enfermedad. No vi venir el futuro. No lo tuve en cuenta, como si no existiera. Y el pasado tampoco, una nebulosa, como un polvero que dejé tras de mí al salir corriendo de la casa y que impedía ver el panorama desde el futuro. El presente va de digestiones, consagraciones, fuetazos, oración y más oración. Mortificación de los sentidos. A ver el ojo, a ver que no mire, a ver que no vea; sólo lo que conviene a la misión...
—Destino. 
—Destino salvífico.
—¿Y la Divina Providencia?
—Bien gracias.
—Iremos por senderos de espinas.
—Y de abrojos.
—Iremos alegremente.
—Deportivamente.
—Con valentía.
—Y buen humor, no me olvidéis tampoco el buen reír.
—No, no te lo olvidamos (en coro).
Frenético pasar. Del cansino atardecer cuando estudiaba derecho, pase al no parar un instante. Desde que llegaron los antioqueños, Déle que déle. A la más temprana hora iba al despacho de Alberto Verdín. Es necesario decir que Verdín una vez graduado fue promovido rápidamente a un cargo público —que los cargos son cargas—. Desde allí movió hilos y de un jump se lanzó a la política y cayó redondo en el pote de la juventud parlamentaria. Aunque no venga a cuento.
—Si viene pues que venga, si no que se calle.
Iba temprano al despacho de Verdín. Esto ocurría después de que cedió la viuda y ya estábamos en la nueva residencia. Por las mañanas elaboraba –en plan negro– unas colaboraciones periodísticas en defensa de la institución. Cerrarle la boca a los detractores en la medida que se les daba un cartelazo en la testa. Borrador, original y termoscopias. Déle que déle. Mañanas largas las del burro que da vueltas a la noria déle que déle. Hasta que, claro, se dañó la termofax.
— ¿Se dañó?
— Dañada.
— ¿Cómo que dañada, así sola. Qué, no anda?
— Andar sí anda, lo que pasa es que sale una 1ínea negra,
cada vez más gruesa. Es que le ha pasado algo.
— ¿Algo?
— Bueno, rota. En su momento he debido decirlo. Distraído, metí un papel torcido y al intentar sacarlo...
—¿A la fuerza?
— Sí, a la fuerza, trásss se rompió el cilindro. Mucho calor en un sólo sitio y rásss, abierto de lado a lado y roto.
— Y nada dijiste.
— Nada.
— Lástima.
— Es igual. Ya a esta hora es igual, todo es igual.
Entonces no era todo igual. Y menos cuando llegaron los antioqueños del palomar romano. Furor trasatlántico trían algunos, y otros una cierta aura de mesura y de quietud, seguramente producida por el entorno no adaptado. Los que llegaban de la montaña, en cambio, traían consigo el guarniel bien puesto y Ave María Pues con todo su cargamento de chécheres, cachivaches, oficios y beneficios, públicos y secretes. Llenos y vacíos. Llanos todos.
Los jovencitos del poeta Carganuto. Rubitos bachillerines parlanchines. O los universitarios en trance de funcionarios públicos que Verdín coleccionaba a lo largo y ancho de conferencias jurídico-económicas. Todos pasaban por la Residencia cuando nos estábamos dando contra las paredes para que cediera la viuda. Ellos eran el fruto al ojo y era necesario que la viuda cediera.
Revuelo de sotanas. Arquitectos, ingenieros. Todos a una. El nuevo caserón sin estrenar, casi sin terminar, que la viuda tenía que cargar como elefante blanco de fiscal glotonería, ocupaba media manzana. Terreno ajardinado. Entre sauces se escondía un moderno bunker. Ostensiblemente lujoso. Las tareas de adecuación de tan poco funcional caserón tardaron meses.
Las tareas apostólicas se empollaban entretanto. La mortificación y la oración habrían de redoblarse en la intención mensual. Déle que déle y a María Santísima un piropiño.
Y se abrirían nuevas Residencias en otras ciudades.
—La ola expansiva del franquismo. 
—¿Sería?
Al mediodía regresaba desprevenido a la Residencia tras la guerra matutina. Combates con el público transportado en los abarrotados buses. Combates con el demonio encaramado en la mirada ardiente de la morena que se frotó todo el tiempo contra mí. Combates contra la dispersión de los sentidos a la que era tan propenso. 
Conviene que guardéis la vista y no sólo para aquello que es pecaminoso, no sólo frente a lo que pueda arrebatarnos la gracia santificante, también mortificad la vista frente a lo santo y bueno y placentero.¿Que te gustan los automóviles y te pareció entrever el último modelo Ford? Pues no lo mires. Sacrifícate. No pongas tu libidinosa mirada en esas curvas, aunque sean las de un auto.¿O es que no sabes lo que hay detrás de sus líneas ondulantes? ¿ No sabes que allí hay también ocasión para ofender al Señor Dios Nuestro y cuando llegues a casa y estés frente al Tabernáculo con qué cara le vas a mirar? ¿Cómo te vas a acercar esta tarde a la oración mental si en la mañana has enlodado tus sentidos con esas líneas prolongadas, esas curvas, la turgencia de ése guardafango? Cierra los ojos. Como si y no mires hacía allá, eso es mercadería infame. Esas revistas con mujeres ligeras de ropas que exhiben en el quiosco de la esquina, pasa de largo y recita una jaculatoria. Dile a nuestra Madre Guapa lo mucho que la quieres y cuánto le ofenden los hombres, la humanidad pecadora, redimida ya, pero ignorante. Esto de la santidad es una lotería que se la ganan todos los que compran el billete y lo conservan para el día del sorteo. Allí todos los números perseverantes encontrarán la gloria. El día en que el Señor quiera que vayas en su compañía eterna. Habrá un momento supremo, sublime, el gran premio del gozo sempiterno de la visión de Dios. De ahí que has de cuidar la vista. No mirar más que aquello que atañe a tu profesión y con ojos profesionales, limpio de polvo y paja y lo que se refiere a tu vocación y a la vocación cristiana, a la que tienen todos los hombres creados por Dios a su imagen y semejanza. Y en su nombre bautizados. Sed como Cristos. Cristos de nuevo crucificados.
—Pero ese es el título de una novela..
—Cristo de nuevo crucificado, todos los días que tu y yo faltamos a su amor y le ofendemos. Ya sé que no son las grandes ofensas con que a menudo la humanidad, los individuos que van como borregos despeñándose al más allá, le ofende y mucho. Por eso en todos los lugares del mundo y a todas horas Cristo vuelve a morir y estará muriendo sacramentalmente en la Santa Misa. Sacrificiales habremos de ser sus discípulos. Que somos sus discípulos.
—Sed como Dios, dices, ¿pero eso no fue lo que le sucedió al bello ángel Lucifer? Quiso ser como Dios y Dios lo castigó, le castigó la soberbia con la flamígera dolencia eterna.
—Seremos como Cristo. Como la segunda persona de la Santísima Trinidad. En ello no hay soberbia sino una gran generosidad. Precisamente por eso, por esa falta espantosa-cometida por Lucifer en predios de los mismísimos cielos, Dios Padre tuvo que disponer de su hijo, hacerlo humane y mandarlo a que muriera como uno más, injustamente acusado, vilmente torturado. Que fuera víctima de la traición, que el primero de los suyos lo negara por tres veces. Para lavar ese pecado horrendo.
—¿Pero no era acaso el pecado de Adán y Eva, ese suceso en el Paraíso Terrenal lo que Cristo venía a reparar?
—Hombre, te diré, vino a enseñar la mortificación, enseñar a los hombres a sudar sangre para que no fuesen y cayesen en los brazos de Lucifer.
—A la sazón entonces todos los habitantes del planeta-prácticamente estaban en manos de Lucifer?
—Prácticamente. ¿Cristo con su muerte hizo propaganda al cielo o a la muerte? O a la necesidad de que siempre haya en la humanidad cristos que han de dejar que la crucifixión y el lanzazo purifiquen no sólo su alma pecadora, sino la de muchos que están en el purgatorio.
—Prácticamente, ¿cuándo se inició el purgatorio? ¿Antes o después de la venida de Cristo? ¿Cuán antiguo el purgatorio?
—Mira pichoncillo, es mejor que esperes a llegar a las materias teológicas con orden y concierto, sistemáticamente, así evitamos la puerilidad del diálogo. 
—¿Y el Espíritu Santo, cuándo fue inaugurado?
—¿ El Espíritu Santo?
—Sí, el Espíritu Santo. Se me antoja que el Espíritu Santo es el mismísimo General Franco.
—Quita, deja, deja ya. La Trinidad según la fe católica no es susceptible de boutades. Al menos consulta. La ignorancia es atrevida.
El sol del mediodía había pasado por el eje que borra las sombras.  Ya estaba a pocos pasos de la puerta cuando apareció en la esquina el automóvil de la Residencia manejado por Peroclaro. Descendieron varios pichones que aún no conocía. Pálidos, delgaduchos, nerviosos, fueron entrando uno a uno con sus maletas para lanzarse de bruces ante el Tabernáculo. Nuevos pichones procedentes de Europa. Sus modales, el color de la piel, el ritmo que tenían al caminar y especialmente el acento, el viejo acento del castellano propio de antioqueños adobado con un poco de castellano peninsular moderno, alguna palabra en catalán, alguna otra en gallego, algún giro vascuence y ante todo un latín italianizado y gestos vaticanos. El pot-pourri, además presentar el espejismo de su cercanía a la santidad, prestaba a sus personalidades una sensación de estar un poco por encima de todos los mortales. !Ah, denodados pichones que no habíamos transpuesto las fronteras jamás, encallecidos ya en nosotros los sistemas gestuales y lingüísticos de un localismo casi vergonzante. Por lo menos hilarante para los caballeros de Cristo que allende los mares habían librado las batallas necesarias para estar en un escalón de santidad más alto. Más cerca al Señor. Mientras yo contaba por meses, y aún por días mi veteranía en la Residencia, estos paliduchos y desmadejados pichones ya lo hacían por años y quizá por lustros. A ellos se les habrían de encomendar las tareas de gobierno interno, porque no se crea que no lo había. Y las habrían de encargar las tareas apostólicas más difíciles, las más arduas conversaciones, los cometidos financieros de más envergadura, las labores propagandísticas de mayor impacto tal como reza la jerga de los periodistas que ahora llaman comunicadores. Si en la infancia creía que tan periodista era el que escribía como el que vendía el periódico, tan comunicador podía parecer un experto pedante en mass-media como un aparato electrónico que se pone en la oreja y diciendo aló, aló se oirá una vocecilla que dirá lo mismo al otro lado, aló, aló.
Después de saludar al Señor Tabernaculado, después de tantos años de ausencia de su patria, fueron entrando al despacho del director. Vi pasar frente a mí aquellos personajes, como transparentes. Me miraron con ojos inquisitivos, como diciéndose, este chico será o no será. Y sin más y tras abrazos efusivos, palmoteo en la espalda, risas sofocadas, carcajadas sonoras, toses y todo aquello como un fragor súbito de aullidos o maullidos, se encerraron. Parecían varios radios sintonizados en distintas emisores y a diferente volumen. De súbito Peroclaro salió del despacho y vino hacia mí sonriente con un cigarrillo de aroma exótica.
—Oye, el director quiere verte—. Temblé. Me llené de arrestos y se metí al despacho.
Allí estaban los tres paliduchos, ahora sonrientes y nerviosos. Su mirada ahora sí que era franca y abierta y lo mismo que sus brazos. Qué de estrecheces, qué de palmoteos. Fui presentado como una novedad, la última adquisición de la Residencia después de años de yermo. He aquí el fruto al ojo. Seguramente fruto también de las mortificaciones que desde la lejana Europa habían sufrido en propia carne los paliduchos pichones.
Pronto la Residencia se llenó aún más. Ya no daba abasto. Pronto terminaría el año académico y los bachilleres acudirían todas las tardes a los cursos de orientación profesional, enormísimas redes que se echarían en las aguas colegiales. La faena había empezado y los recién llegados, con esa aura que dan las tierras lejanas, rutilarían el amanecer de los pescadores en la última intentona del año. La expectativa del curso de orientación profesional pegó en muchos colegios. Por primera vez los bachilleres no estarían en manos de la voluntad de sus padres, sus tíos, o sus abuelos para escoger la carrera que habrían de seguir, si es que eran indecisos. Y si no lo eran, si ya tenían el designio en su cabeza, confirmarse en él,  y, ¿por qué no?, sana aspiración, saber de lo que se irían a perder. El curso aglutinaría estudiantes de último año, sobre los cuales se tendrían que lanzar los pichones e inducirlos al amor a Cristo. Ardua tarea en verdad. Más lo sería hoy, menos lo era en aquella época de la ola expansiva del franquismo bienvisto todavía por la catolicidad entera. Las conferencias diarias sobre cada una de las opciones que ofrecían las universidades de entonces, culminarían en un test de aptitud profesional. La psicotecnia ya había hecho entrada en las universidades de inspiración norteamericana, pero en el ámbito de la educación hispánica era una novedad. O sea que tu respondes sobre cuestiones inocuas y luego, computando esos resultados, te darán un veredicto sobre cuestiones transcendentales. De lo inocuo a lo trascendente por la computación de lo irrelevante. No era cosa de ponerle peros a nada, sino de pedirle peras al olmo, y en que en estos casos donde la santidad personal y el destino cristiano de la humanidad están de por medio, los olmos dan peras. Y si logramos probarlo, los canonizan.
Los conferencistas en su mayor parte también eran pichones. De otros pichones, no de los nuestros, los del estado mayor de Cristo. No, eran de la oficialidad, los que sin abandonar su mujer y su bohío dedicaban su vida interior a la misma santidad, por los mismos caminos y parte de sus propios pecunios, porque la otra parte, tanto de lo uno como de lo otro, la debían a sus esposas y a sus hijos a quienes no dudaban en endoctrinar para que se pichonizaran algún día. Eran en rigor hermanos nuestros, pichones, pero eran señores mayores, algunos con cargos públicos y académicos. Y así fueron pasando una a una las carreras por la mesa de los conferenciantes. Despertar la hilaridad del auditorio parecía ser una de las mejores armas de convencimiento. Luego irían los bachilleres a visitar fábricas, clínicas, tribunales, talleres, embalses, construcciones o carreteras, para enterarse in-situ de lo que sería la práctica de la profesión. Y cada uno de los pichones, ya universitarios, guiaría al grupo según fuera su especialidad. Al pobre Paco Sostén, que tatos trabajos pasaba, le hicieron una broma macabra,  como emanada del caletre del italiano y sus secuaces. A Paco Sostén como buen estudiante de medicina, aprovechado y brillante, le correspondió guiar al grupo de bachilleres que quisieron conocer lo que les depararía la atención hospitalaria, hasta el mismo anfiteatro en donde había unos principiantes tasajeando cadáveres, en el aprendizaje de la incisión, la punción y la amputación. Parece que la mañana se le alargó a Paco Sostén más de la cuenta y llegó acezando al comedor cuando ya nos disponíamos a los postres. La campanilla del director puso al servicio al corriente de que el demorado ya estaba en la mesa, cosa que casi nunca sucedía, y le trajeron rápidamente las viandas, a las que se dedicó con denuedo a fin de no atrasar más el condumio general. De un memento a otro Paco Sostén como que se quedó mirando al vacío. Se revolvió en el asiento, miró hacia el suelo y se metió la mano en el bolsillo exterior derecho del saco y extrajo algo que la concurrencia no alcanzó a ver. Se puso lívido. Los paliduchos eran rubicundos al lado de la faz aterrada del pobre Paco Sostén. Volvió a meter la mano en el bolsillo y dejando dentro lo que fuese, susurró alo al oído del director, este asintió con la cabeza y Paco Sostén salió del comedor apresuradamente. Luego se supo todo. Le habían metido entre el bolsillo un pene cercenado de algún muerto de aquellos que tasajeaban los primíparos. Nunca se supo si le dieron al trozo cristiana sepultura en el jardín junto a los gladiolos o si lo envolvieron lo tiraron a la basura como cualquier desecho. Nunca se supo. Paco Sostén no asistió aquél día a la tertulia.
El silencio menor, como el mayor, no consistía únicamente en el cuchicheo, la ausencia de sonidos o el hablarse por señas. No. Se habla de estos silencios como de instancias puramente ascéticas. No solamente el exterior ha de permanecer en un silencio que garantice la concentración a los demás. No. Se trata también de que los sentidos, la mente, el pensar del individuo, estén en silencio, haciendo lo que debe y estando donde se debe estar. La mente ha de apartar todo aquello que distraiga la finalidad salvífica.
¿De qué valdría para el plan de santidad no pronunciar palabra si la mente se ha llenado de disturbadoras imágenes, si nuestros oídos prestan atención a sonidos lejanos, dislates de otros mundos paralelos al nuestro más no santos? ¿De qué valen los silencios si la memoria trabaja en recuerdos abigarrados o en lúbricas tentaciones?
—¿Tentar viene de tacto?
—No.
De qué sirven los silencios si nuestro olfato se complace en hurgar en la memoria episodios pasados que a lo peor son paquetes ya cerrados en cuyo interior nos espera una bomba sorpresa y luego hay que ir a donde el confesor y explicarle cómo pisamos la cáscara del plátano. Y al director decirle de cómo no hemos sido fieles siempre y en todo memento a las enseñanzas de la institución, y algunas veces ni siquiera a los preceptos que rigen para todo cristiano aunque no está empeñado en un camino de santidad como el nuestro que es una vocación, una llamada divina, una iluminación del cielo. En nuestra noche de creyentes una estrella nos iluminó y creímos en esa senda y la seguimos, ¿vamos a dejar ahora nuestro camino para coger una trocha que nos lleve al precipicio, al despeñadero? Por eso los silencios, por eso la mente ha de trabajar silenciosa. Secreto amor a Dios que no hemos de ir pregonando por ahí ni haciendo de nosotros hombres cartel que anuncian que el individuo ha comprado la lotería salvífica. No. Desde nuestra vocación de cristianos llanos, corrientes y molientes.
—Y dolientes...
—….echaremos las redes para que otros vean el camino. No es fácil, no, esa tarea de santidad, nada viene hecho. Sólo el Señor Dios en su infinita bondad deparará a través de nuestro director los goces y placeres lícitos para el alma entregada.
— ¿Entonces, frente a Dios, es nuestra entrega como la de los monjes de clausura?
—No, aun mayor, porque estamos en medio del mundo y hemos de mortificar los sentidos continuamente. Los hijos de Dios no tienen paz. Su camino es de lucha, guerra santa contra los poderes luciferinos que han paganizado al mundo que han echado a perder la obra divina. Y si no somos unos pocos, el estado mayor de Cristo, los que en medio del mundo entregamos la satisfacción de los sentidos a la divina voluntad, no se llevará a cabo la acción salvífica que el Señor quiere.
¿Y cómo sabremos lo que el Señor quiere?
—En la oración lo sabrás y sobre todo tu director te-lo
dirá. Pero si eres sincere. De lo contrario te pasará lo mismo que al enfermo que muere entre estertores de dolor porque no le dijo al médico de que mal sufría. 
—¿Acaso no es eso lo que los médicos han de saber? 
—Pero si le ocultas algún síntoma, frito estás. 
—Sí.
—Hale, sed sinceros. Vale la pena
«Valapena» parecía decir el presbítero. Valapena la seriedad, valapena la tesitura... valapena… valapena.
Y es que el ser del presbítero difiere notablemente del ser de un pichón cualquiera. El presbítero además de ser profesional, haber estado en el mundo, haber castigado sus sentidos a sangre y fuego, a tumba abierta con el Demonio Señor de la Tiniebla, se ha adiestrado en la gestualidad litúrgica, en el uso del largo y ancho del faldón de la sotana y, sobre todo, haberse hecho ducho en el arte de la predicación. Habrán de ser como el sol y el fénix que no tienen semejante.
—!Predicadores de antaño, Terrones del Caño
—Terrores  de hogaño.
El demonio del mediodía. ¿El de Paul Bourget será el mismo demonio que se amplía en oleadas hasta la hora de la merienda?
—Ese es el de un libro, el demonio de un novelista y nada más. Déjate, pichonzuelo, déjate de bromas. Lee más bien lo de Maritain y déjate de novelas.
Va la tarde tardona tarde, va de pausas. Va de retro.
Pasto de los Dioses. Yo soy la Vid y vosotros los Sarmientos. Y yo el Camino. Y yo la Verdad. Y yo la Vida.
Todos  presentes se inició la siguiente discusión.  Habla Pasto de los Dioses:
—Sin estrado ni tableta que no hacen falta, ya que seremos deglutidos por la divinidad en cualquier memento. La divinidad no solamente nos deglutirá sino que ya nos ha deglutido y defecado. Nosotros nos hemos reacondicionado con trabajos y penurias sin fin, a cielo abierto, sin consideraciones, hollados cuantas veces fue necesario, masacrados siempre por las alimañas que nos atacaban en bandadas. Fuimos nuevamente pasto y los Dioses pronto nos deglutirán. Nuestras vidas no tienen principio ni fin, siempre nos estamos produciendo, ya en el estómago de la bestia, ya en los cuatro cursos de los bovinos, ya en el bolo redistribuido y defecado cuando abonamos los campos y nos sometemos de nuevo al discurso de la historia que no nos hace más felices ni menos felices, sino más sabrosos o menos sabrosos.
Habiendo dicho esto Pasto de los Dioses, se levantó la Vid y los Sarmientos se quedaron se sentados, a lo que la Vid respondió volviéndose a sentar. Fue entonces cuando los Sarmientos se pusieron de nuevo en pie. Pasando un rato en ese levanta–sienta y no obstante la protesta general, no dejaron de hacerlo hasta que todos juntos, sentándose y poniéndose de pie entonaron una canción al vino cuyo texto omitimos por encontrarla del todo obscena.
Replicada la moción cantaron lo de meter el dedo por el culo, dedo del pie, se entiende. Terminada la canción habló el Camino y dejó pozo. La Verdad había sufrido un vértigo momentos antes y la sacaron en camilla; a las impostoras que intentaron suplantarla no se les dejó entrar en el salón.
Y así hablo la Vida:
—Me han llamado a declarar. Y no declaro antes que lo haga el Alma, porque es ella el presupuesto de la existencia. Tan incontenibles fueron los aplausos que cuando legó el Alma al estrado –y se demoró lo suyo– aún resonaban los últimos peniques de la claque.
Lo que me sacó del adormilamiento no fue el discurso del Alma sino el sonido del gong. Había llegado la hora de la merienda. Abrí los ojos. Los volví a cerrar, pero el discurso del Alma se había volado ventana afuera. Abajo en el comedor, el café humeante y los panecillos guarnecidos de mantequilla y merme-lada, harían las delicias de los residentes. Ya la algarabía apuntaba los primeros acordes cuando, aún somnoliento, bajé las escaleras.
La merienda no tenía carácter obligatorio para los pichones. Era una pausa que marcaba la finalización del silencio menor de la tarde, cuando nos habríamos de santificar, aún más, en el trabajo y en la oración. Pausa que para muchos, especialmente después de la llegada de los antioqueños, marcaba el momento de lanzar las redes. La hora en que volvíamos  de la universidad o del bachillerato pichones, residentes y aspirantes. Momento opaco, pero que en su época fue el que más deseaba
—¿Entonces, la Vida no habló aquella tarde?
—No, la Vida no, sólo el Alma.
—¿Y qué dijo el Alma?
—No es fácil describir la confusión que entorna al todo doctrinal con la presencia de las funciones de un alma tripartita aristotélico tomista con un alma unitaria, incorporal, universal.
—Incorpórea.
—También.
No vale la pena describir los entornos somnolientos cuando yo recibía en el cerebro, vía los cinco sentidos...
—Son seis.
—¿Seis?
—¿No has oído hablar del sexto sentido?
—A algunas mujeres tienen un sexto sentido para predecir las desgracias. Lejanas y cercanas.
—Cada uno tiene un sexto sentido a su manera y déjate de tonterías.
—¿Y no será el alma?
—Es posible, pero lo más seguro es que sea el instinto de conservación en ciertas condiciones de presión y temperatura.
—Y si el instinto de conservación que tu presentas tan particular, ¿fuese el alma, el alma espiritual que Dios infunde en cada uno en el memento...?
—En el momento en que tu quieras. No has oído decir, no tiene alma o no me llega al alma. Pues eso no te sirve para tu conservación. Te es dañino, ¿no crees, huele mal?
—¿Tan así de material es el espíritu?
—Y mucho más.
—No sabéis del alma casi nada amigos, no sabéis, vendréis otro día ¿verdad? Vendréis durante el sueño y os enseñaré varios grabados que conservo para deleite de los pichones como vosotros. 
Y se despidió.
— ¿Sería el demonio?
— ¿Sería?
En efecto, después de aquellos los retiros en que la predicación del infierno, la dolorosa visión del pecado irreversible y eterno fue presentada con un hálito de esperanza y, más que mostrar a los ejercitantes los dolores y padecimientos del alma en pena, el-presbítero nos llevó de la mano al Monte de los Olivos y por el Camino de la Cruz al Calvario y fueron los padecimientos de Cristo, desde el Sanedrín hasta el lanzazo en el Costado los que prorrumpieron en mi mundo emocional. Y acompañar a nuestra Madre Guapa al dolor del descendimiento y con ella ir hasta el sepulcro. En ese interregno que va desde la sepultura al tercer día de la resurrección, aparece el misterio, la razón por la cual no habría que averiguar, y menos científicamente explicar, la Redención del Género Humano.
La merienda marcó el principio de la etapa vocacional. Salía de sus clases del bachillerato y en vez de bajarme del bus en la esquina donde siempre lo hacía para ir a mi casa, prolongaba el trayecto y luego, atacado de unción sacramental, iba a estudiar un rato en la sala de estudio y rezar al oratorio, aprender a rezar a la manera de la Residencia, lejana formulación a la de mi abuela que no dejaba de entonar novenas a San Antonio o Santa Rita de Casia. En el oratorio de la Residencia se hablaba con Dios de tú a tú. Dios Amigo, Padre Bueno, Cristo Nuestro Hermano. El Espíritu Santo aún no tenía los vuelos que hoy tiene, pero ya revoloteaba. Un ratico de charla con el Señor Dios de Todos los Hombres, un decirle cuánto se le ama, un piropillo a nuestra Madre Guapa, la lectura de un párrafo pío. Y ya santificado el espíritu y llegada la hora de la merienda, ir a la cafetería de la esquina, entre algarabía colegial e improvisar un condumio, lo que mi abuela llamaba «cochinadas de las tiendas». Hasta que un día me invitaron a merendar a la Residencia.
A esa hora en que el sol va haciendo rojiza su proyección, después del entresueño o del febril trabajar, venía la taza de café humeante, los panecillos dispuestos con amor de Dios, las nuevas superficies de mortificación de los sentidos –el del gusto o el de la vista, el olfato, el tacto, el oído, todos, en la mantelada llanura ataviada de platos y platillos, vasos, tazas, cuberterías variadas; como que se recomponía un mundo a esa hora ya desierto de señales cuando se ha caído ya en el automatismo consecuencia del silencio menor prolongado. A manteles, durante la merienda, los pichones volvíamos a templar sus cuerdas vocales con sonoras carcajadas, rotundas afirmaciones, gracejos ocasionales. Tintineo. Una cierta liberalidad acompañaba al rito. Podían no entrar todos al mismo tiempo. El director entraba de primero y salía de primero. El poeta Carganuto muchas veces se tomaba el comedor durante varias tazas de café mientras su pianola verbal repetía toda suerte de ocurrencias,  evidentemente imaginarias y a la larga inútiles pero que llenaban de regocijo a quienes le oían, ingenieros, matemáticos y biólogos, viendo la literatura en el rodar de la palabra sin objeto, a la topa tolondra, de zoco en colondro y así se iban yendo las tardes. Y después cuando crecí como pichón y fui echando las raíces de la vocación divina, de la ascética admirable, el ir progresando en los misterios del gozo y del doler en un mismo cuerpo. Cuerpo gozoso en comunión con Dios y doloroso cuando el alma se lo pedía. Cuando la intención mensual apretaba para que cediera la viuda, cuando se echaban las redes y se sacaban vacías, cuando muchos cristianos se declaraban enemigos de la Residencia. Domeñarlo. Entonces ya, muchas veces, merendaba a solas al filo del cierre del comedor. La merienda no ofrecía mayor posibilidad de mortificación de los sentidos, ni al pichón dialéctico, ni al pichón apostólico  empeñado en su apacentarnos, ni al Petiso ocupado en poner enormes capas de mermelada sobre el pan untado previamente de mantequilla. El Petiso miraba con impaciencia a los otros pichones, hasta que explotaba: ¿Vos no queréis la mantequilla? Y dale a untar otra tajada para hacer luego un volcán de almíbar al succionar el montículo. No, ellos no se mortificaban. Pero el pichón iniciático, el primer pichón, el último pichón, sí se mortificaba. El sí dejaba la mantequilla y sólo ponía una leve capa de mermelada en un trocito de pan. Y luego se tomaba el café sorbo a sorbo mientras miraba con atención el transcurrir, búsqueda permanente del resquicio por donde meterse y decirse: soy el mejor, soy el más santo.
- !Oh soberbia de soberbias. Oh rebelión!.
O tomarse simplemente una taza de café negro. Y continuar el silencio menor. Muchas veces me aplicaba de tal manera que sólo una gran llanura poblada de aves se asemejaría al espíritu con los sentidos en bandada, reconociendo, palmo a palmo, el alma que su cuerpo habita.
Retornaba a la sala de estudio y me enfrascaba de nuevo en la lección que había de presentar como examen, si es que no habían llegado el italiano y sus secuaces y habían secuestrado al tratadista. Aún quedaba la oración de la tarde para ir a donde el Señor Tabernaculado y decirle cuánto le amaba y cuánto deseaba ser el mejor. Y prometerle que guardaría la vista. Y hablarle de la mortificación y de la urgencia de ver más luz y ver más claro.
La ascética pesaba y se hacía difícil. Al llegar la noche ha de romperse el mundo de sensaciones de la Residencia que es como nave cerrada deslizándose en la oscuridad rodeada del fulgor urbano. En un bus repleto llegaría a comer a mi casa, la de mis abuelos, donde seguramente continuaría en cierto silencio menor con el consiguiente pasmo de mis familiares ante tan inexplicable cambio de actitud. Rodeado de un aura de santidad, seguramente preparaba lo que ya sería el gesto típico cuando el escultor y el pintor reprodujeran mi efigie para lanzarla a toda la cristiandad. Señor Dios de los Ejércitos, que vea claro.
En efecto, ver claro fue el acicate durante mucho tiempo, antes de la legada de los antioqueños. Un activismo superfluo me embargó de golpe. Ir a la universidad ya no era todo. Había que ir a trabajo y moverse déle que déle sin parar hasta la hora en que el cuerpo cayera horizontal después de haberse puesto de rodillas y con los brazos en cruz y haberle vuelto a pedir al Señor de los ejércitos ¡que vea claro!. La petición de claridad no pelechó. El activismo que me acometió de pronto apareció como una claridad. Dejé poco a poco la lectura a pesar de que llevaba libros a todas partes. Señor que vea claro. ¿Por qué no vi claro?
Si la claridad fuese esa continua y permanente presencia de Dios, hemos de decir que ese lago perfumado, de aguas leves, de ligeras miradas, de roces, ese recinto femenino que era la universidad, tenía que ser tratado de tal manera que la presencia de Dios sólo se entendiese como ese dejarse llevar de la siempre propia presencia de inocente. Era Jesús entre los doctores de la ley, perdido a los cinco años de los brazos amorosos de sus padres. La pérdida y hallazgo. Pasaba las horas sin que nada turbase el discurrir entre las estudiantes.
El primer año se deslizó en la escuela de periodismo entre las luces de bengala que parecían los discursos del profesor de retórica rural. Y los triquitraques de Moro Lechugínez explicando el éxito literario, el colonialismo, el apartheid, los homosexuales o el fasto de las cortes europeas antes de la revolución francesa. Cada día un tema. A Paco Granabella había que oírle con atención especial por el bajo tono de su voz y las largas pausas. Se oía el vuelo de los moscos y el estruendo del papel cuando desplegaba los periódicos que servían de ilustración a su discurso. Melanio Turmateja, el profesor de redacción, se hacía el gracioso y se metía con la vida privada de las alumnas. Tenía el teléfono de todas, una lista con sus hobbies y sus lecturas preferidas. Durante cuarenta años repitió exactamente el mismo curso a miles de alumnos. Pasaron las generaciones y los tiempos cambiaran las cosas, pero Turmateja continuó repitiendo, sin variaciones, el mismo curso. No ponía trabajos,  pero preguntaba en los exámenes el significado de vocablos en desuso o de localismo lejanos Con tal treta, las calificaciones solían ser muy bajas y un poco desdeñable el curso de redacción puesto que se trataba de memorizar unos principios teóricos del hacer del periodista, y estar ducho en significados . De redactar, nada.
El profesor de psicología de la publicidad era lector de sabios psicoanalistas. Al llegar dejaba el sombrero de ala ancha, antigualla desgastada, encima del podio, aunque la superficie estuviese llena del polvillo blanco que dejó la tiza de los catedráticos anteriores. Al terminar la clase, luego de sacudir el sombrero, con tono divertido se despedía de los alumnos que habíamos reído un poco con alguna frase hecha, un epigrama o un chascarillo. Una extraña sabiduría parecía envolver al profesor de Psicología de la Publicidad. Sonreía al hablar y parecía burlarse de los consumidores de publicidad, mostrándola como la moderna y organizada picaresca para meter gato por liebre. En principio, su tono causaba desconcierto. Nunca llevaba la lista, nunca ponía trabajos, nunca preguntaba nada. Entraba quitándose el sombrero en el umbral,  usaba la tiza con discreción;  en el tablero solía trazar una línea en cuyo último punto dejaba apoyado el extremo de la tiza mientras, en difícil torsión de cintura, miraba al auditorio, explicando el valor subliminal de la línea recta. Explicaba la función de la retina en la mirada y hacer una fenomenología del parpadeo, casuística de lo subyacente en el movimiento automotriz en relación con las vallas publicitarias den las carreteras. Nunca llevaba libros ni apuntes, sólo su sonrisa que parecía como si su caja de dientes fuera un número más grande. Recogía su sombrero, le pasaba la manga por las alas y los bordes, pronunciaba una fórmula ingeniosa cada vez y se despedía. Sonrisa lacerante.
Nómina profesoral del primer año que no se repitió en el segundo, con algunas excepciones. El jesuita Alcornoque reemplazó al anterior decano de la facultad. Se llevaron al Cabezón Pérez que era el director de la escuela y trajeron a Josefina Gaitalapera, despampanante cubana recién exilada  cuyos descotes  me impresionaron, pero no tanto como a la multitud femenina que me rodeaba. Pero el escándalo se produjo el segundo día cuando, sin sentarse en la silla, puso los codos sobre el la mesa y en cinemascope me mostró a mí y al salón entero, un par de abundosos pechos. Trastabillé de pronto en el roussoniano periplo. En la mirada brillante que lanzó desde el podio creí ver una invitación. Después de las clases fui a la oficina de la directora y allí la encontré hablando por teléfono. Prorrumpía en lágrimas cuando entré. Tuve que apurarme en salir, pues de súbito se abrió una ventana y presencié la escena que se iría a desarrollar allí. Avanzaría hacia ella y sacando el pañuelo del bolsillo se lo extendería.  Tomaría mi mano y me atraería hacia ella para que yo mismo le enjuagara las lágrimas una a una, le compusiera el rostro, la hiciera sonreír, la atrajera hacia mí y sintiera sus pechos abundosos contra mi vientre y bajara la cara y la besara lentamente, le lamiera en las mejillas las últimas salinidades que brotaron de sus ojos y luego rodaríamos por el sillón lentamente hasta que las caderas de ella tocaran el suelo y ella preguntará si he puesto el seguro de la puerta, y de mis labios saldría un sí, jadeante, y como si se acelerara la película iría desabotonándole la blusa mientras ella abriría la bragueta, convertidos ambos ya en una máquina que resopla y se mueve buscando acomodo,  y desde luego lejos de otros recintos donde se oiría como si estuvieran serruchando. Y así todos los días debajo de la mesa del escritorio hasta que un día se nos olvidara echar el seguro a la puerta o llegara el decano con la llave maestra.
Desistí de aproximarme con mi pañuelo. La directora abrió su cartera y sacó un pañuelo con el que discretamente secó sus ojos y luego balbuceó una historia triste de la separación de los seres queridos. Entretanto miraba por la ventana el atardecer extinguiéndose y me acordé de la merienda. Pedí disculpas a la directora por la prisa y corrí a la Residencia. Estaba ya cerrado el comedor. Señor que vea claro, volví a pedir en la oración. 
Escribir una novela podría parece más a un trabajo arqueológico que a la construcción de un puente. En el segundo año ya quería ver los lindes de lo que iría a ser la brillante tesis de grado. La novela como género sería el tema. Tesis que no se escribió,  grado que se malogró.
Había un transcurso horario alargado o encogido ad libitum del tiempo cuando pasaba las mañanas en el ajetreo de la revista y las tardes en la escuela de periodismo. Largas tardes que se desmadejaban en el monólogo entre princesas o  lentos paseos  por el campo deportivo escuchando a una de ellas, queja y culpa, por lo sola que se encontraba; y todo ello porque los profesores empezaron a no asistir o a llegar tarde. Como los periodistas no tienen horario, el profesor de redacción no asistía porque, por ejemplo,  estalló una guerra en el Congo. 
El profesor de cine llegaba a hablar sin llamar a lista. Su primera palabra siempre era el apellido de un director cinematográfico, para entonces probablemente desconocido para aquél auditorio.
—Pabst.
Y luego la trayectoria del genio ya fallecido, que nos permitía a los viles mortales, espectadores intachables pero tachables críticos, enterarnos de un mundo subterráneo. Con fiereza demostrativa nos enseñó la coyuntura en que el cine de hoy tomó del mudo los silencios. Los albores y la poca  asistencia del profesor, hicieron de esta materia una sombra vaga.
No así el nuevo profesor de redacción periodística, el profesor Collares de Collantes, jovencillo recién engordado a quien le venían estrechos todos su trajes. Nos ponía en la tarea de  inventar entrevista . Sí señoritas, tráiganme una entrevista imaginaria con algún famoso, claro está. Fui a una antología del humor donde encontré precisamente una entrevista imaginaria con el doctor Marañón y la fusilé. El profesor me puso cinco y me felicitó. Marilín Corbera, fisgoneando encontró el origen del escrito y con mohines cuchicheos pícaros me lo hizo saber. Pero nunca lo divulgó. Era cierto, lo había fusilado. Pero eras la síntesis de un muermo largo e ilegible que se tornó pimpante crónica de tres cuartillas, el mismo pero con menos palabras. Ese era el aprendiz, pensaba.
Ganaba adeptas y perdía enemigas. La revista me daba cada vez mayor aureola entre tantos y tantos y tan femeninos trémolos. Segundo año, también de deliquios y ahora los senos en cinemascope, abundosos.
El tercer año y último de la escuela de periodismo, se vio pergeñado como catástrofe lectiva.  Predominaba la revista con el ajetreo diario y semanal, quincenal y mensual, ciclos del rodar de esa noria, lo que habría que santificar, lo que habría de cubrir de amor al Señor, a Nuestro Padre, nuestro y sabio. A Dios Hijo, nuestro Hermano, y al Dios del Espíritu y la esperanza. La santificación del trabajo. 
Déle que déle a santificar el déle-que-déle en la redacción. Déle y sin parar, día a día, las pruebas y las galeradas, y déle a la corrección de pruebas y déle a mirar si el linotipista las corrige. Y el jefe de talleres, cuantos cafés y déle a oír la historia de siempre, la esposa a la que aman y la amante a la que no dejan, ni están seguros de tener, y su variante donde la esposa  queda obsoleta y la amante campea. Si señor, déle a la revista y que el tontarrón Madrílico del Bolo pergeñara algún dibujo, una figura humana, ojalá con rostro y algún cuadrúpedo con los pies en su lugar. El padecer de un toro a las cinco de la tarde nos  pareció a todos un tema excesivo, así que prefirió dejarlo y pintar unos tejados. Hispánico y torero, continuamente había que detener su impulso de mandar todo al «cuerno-carajo» incluyendo al mismo Régimen del Generalísimo. Al Generalísimo no lo mandaba a ninguna parte porque, aunque no fue el generalísimo en persona, sí el efecto sociológico-expansivo   del franquismo quien lo puso en América a meter el gato de su inhabilidad por la liebre de la lenguabilidad.
Pasaba las mañanas en la actividad frenética en la revista y las tardes orquestadas de deliquios, hasta que me dejé de escuelas y autoerigido en periodista di también a pasar las tardes en la revista, siendo entonces quien por aquella Oficina de Redacción miraba mañana y tarde. La Redacción y el Amor al Señor y pedir siempre el ver claro, alejaron el claustro universitario. La revista me embargaba.
Las pezuñas del Demonio, ¿cuándo aparecieron? Fue entonces. Cuando pensaba que lo difícil no era escribir una novela sino vivir para ello, fue entonces cuando aparecieron las Pezuñas del Demonio. Un día cualquiera, una tarde de esas ajetreadas, cuando hay que salir de la oficina, ir a la imprenta, volver y corregir y dar el visto bueno a galeradas, volver a salir y volver a entrar, dar instrucciones, volver a salir para la imprenta y volver a  la redacción al caer la tarde disponerse a ir a la Residencia, ya sin tiempo para la merienda y el apenas justo para la media hora de oración antes de la cena…
Aires de regocijo y celebración. De las oficinas de Publicidad brotaban alegres voces femeninas. Risas. Abrí la puerta. Pieles, maquillajes, peinados, tinturas, horas miles de máquina de coser, perfumes. Honduras sensoriales, vuelco del agua mansa, la que depara el seguir la línea salvífica, la vocación divina. Sin tapujos. Sin dilaciones, sin miramientos. Leído y repetido, mucho de todo o de nada. Como el cine, como el sueño.
Una vez admitido en la institución el vivir con los padres no tenía sentido. El paso que había que dar a continuación era el irse a vivir a la Residencia. Dejar atrás mi familia y entrar en el reino de la fraternidad bajo la mirada permanente y dulcificadora de nuestra Madre Guapa. Ella, invisible pero representada en cada recinto, era lo más cercano a nuestras hermanas que nos hacen la cama, nos lavan la ropa, nos preparan la comida, arreglan y asean la casa, ponen las flores y quitan el polvo hasta los más recónditos lugares. Todo con amor a Dios, el mismo amor que hacía a nosotros levantarnos como cauchos a la llamada del Director todas las mañanas y transcurrir el día de trabajo, de oración, de apostolado, hasta la hora cenital de la cena, condumio final, anuncio del cierre de nuestra diaria hoja de ruta. El mismo amor con distinto sexo, separados los sentidos, los cuerpos invisibles, más no su espíritu manifiesto, el silencio de las flores o en el brillo de las superficies. Invisibles hermanas. Algo les tocará en el reparto universal de los piropos que le echaban los pichones a las imágenes marianas. 
Nuestras invisibles hermanas tenían, a su vez, paralelas residencias,  y justamente entre las mujeres de mi curso había una de ellas, entregada a Dios igual que yo, en una residencia femenina con el mismo régimen de vida. Oraba y se mortificaba. Se lo dije al director.
—Nada, no tienes que hacer nada. Igual que cualquiera de tus compañeras.
¡Qué, qué difíciles las miradas! Indescifrable la fruición del verla. Así estuve todo el tiempo, sin hablar con ella jamás fuera del recinto universitario. Algunas veces salía después que ella y veía miraba caminar avenida adelante hasta perderse en el tráfago humano. 
Había que apretar el paso al salir de la universidad para llegar a tiempo a la merienda. No merendar en casa podría ser molesto para los pichones y para el corpus familiar. La esencia de lo común era la noción de familia. Oficiantes mayores: el director y el presbítero. Un subdirector siempre había y el secretario, los demás rasos, rasos pichones. Muchas veces se vieron pichones ya mayores y encanecidos, de los primeros–primeros,  bajo un joven director recién romanizado, instruido en la conducción de la bandada de pichones que aprendemos a volar al cielo de la salvación con las mismas alas, los mismos aleteos y la proa hacia el mismo norte.
La divergencia entre cristianos era por entonces «el mal del siglo»  Protestantes, maronitas, presbiterianos y muchos más eran sectas réprobas y se prohibía mirarles. Y entre los católicos la brecha del progresismo marcaba la época. El católico como político venia a reemplazar al político católico. Los términos de la justicia social quitaban el sueño a muchos, que en nuestro concepto más les valiera que se lo quitara la cuestión del Amor a Dios. He ahí a los teólogos y a los filósofos, he ahí un sanedrín de bolsillo y dale a ver si aquel que no entra por el aro tendrá que pasar por uno especial que le fabricamos. Etiquetado, como maniatado y amordazado, sólo guturaciones serán sus protestas. La canden te infiltración de filosofías extrañas a lo aristotélico-tomista invadían nuestros predios apostólicos. Murallas, murallones graníticos, pétreas concepciones del mundo que sólo a porrazos habría que destruir. En la Residencia no había porrazos. No. Era el amor al Señor, la presencia de Dios y el ofrecimiento permanente del trabajo, déle que déle al piropo y la camándula y abre y cierra el Señor su faz en el tabernáculo todas las mañanas en la comunión. Y también el Señor paseándose por las superficies que las viandas ofrecen. El ojo que se percata, el olfato que se refocila, hasta que se acelera la respiración  y casi  caigo en catalepsia ante las viandas dispuesta y adornadas que se nos ofrecen para el alivio de nuestras fatigas diarias, compensación y nueva carga de mortificación, de tal manera que alimente y que el gusto sea divino, y si es humano será apostólico y si es santo será  proselitista.
Venían fuente tras fuente, unas tras otras, mostrando su faz lustrosa, sus intrincados relieves, máximas y mínimas profundidades, distancias de principio a fin, piezas inexistentes en la bandeja, pichones por pasar, matemática de la mortificación de los sentidos absorbiendo las emanaciones del soufflé, partiendo, cortando, troceando, ofreciéndoselo al Señor y dándole gracias al masticar y al deglutir. Gracias Señor, gracias por estos alimentos que de tus manos estamos tomado.
Días enteros dedicado a dar forma a una revista de actualidad cultural que se publicaba cada dos meses. Católica. Romana. Y apostólica.
¿De qué sirve ser apóstol con el compañero de oficina? Decirle, por ejemplo, a Madrílico del Bolo que Dios existe era inútil. Tenía entre ceja y ceja su experiencia de la milicia en África y su paso por el Frente de Juventudes. Al lado de Blas.
—Junto a Blas todo el tiempo. El que está a la derecha de Blas, ése soy yo.
Yo no sabía entonces quién era ese Blas tan notable. Sólo le asociaba con  un retrato del José Antonio de la Falange.
Vivía Madrílico con afán de afanes. Si la Redacción hubiese sido la de un diario no hubiese tenido siempre tanta prisa. Se quejaba y odiaba en términos generales. Un espectro de la guerra. Dibujaba Y se quejaba. Taco tras taco. Odiaba y se sentía su fragor subterráneo. En acto de apostolado de urgencia quise morigerar el clamor victorioso del falangista desengañado y franquista secreto y obvio, poner orden al tiralíneas de aquél desaforado que se quedó sin yugo.
En la facultad de periodismo, el mismo año del cinemascope de Pepa Gaitalapera tuvimos al profesor Carqueja, que se pintaba las uñas de rosado pálido y la voz le salía de un terminal de manguera vieja que tenía en el lugar de la boca. Los ojos enjaulados en dioptrías tenían fondo de festiva picardía. Y no tenía horario y las clases le daban lustre y un bledo. Autor del texto, no era más que comprarlo y recitarlo al final del curso ante su complaciente beneplácito.
Languidecía en la escuela para periodistas. Los encantos previsibles y controlables de las veinticinco jovencitas, algunas no tanto, pasaron por mi espíritu. Durante dos años había sido  escudriñado por las veinticinco jovencitas, convirtiéndome en manzana de piedra para casi la mayoría. Algunas se salvaron de mi aparente desdén e indiferencia, y pasaron a ser parte de un circuito sensorial fatalmente prohibido en la institución. La amistad con personas del otro sexo es contraproducente. Negativa. El tiempo del apostolado, perdido en el trato con personas que no podemos llevar a Cristo por el camino del proselitismo hacía la santidad. Sólo lo imprescindible el trato. Pero llegué tener un imprescindible tan amplio en él que cabía la amistad y el gusto por ellas. Unas por su voz, otras por el rostro, alguna por su total desarmonía con la tesitura y hablar tan gracioso que se me volaba el cuerpo al cielo. Se quedaba el alma en posesión de los cinco sentidos, como en los sueños, y pasaba las tardes, ya con unas, ya con otras. La que sufría por estar lejos de los suyos me abordaba con frecuencia y yo la escuchaba y la acompañaba cuadras, muchas cuadras, hasta la puerta de su casa. Pecaminoso. Allí se está colando el demonio, ya verás la próxima vez será distinto, entrarás en su casa. Te hará seguir a una salita, se sentará junto a ti, te echará los brazos al cuello y te besará. Y ya está ahí el demonio. Qué vale esa chiquilla al lado del camino de santidad que has escogido libremente. Te quieren coger. Luego se levantará la falda para que le mires las piernas y que el demonio atice las calderas. Y te olvidarás de todo, de nuestra Madre Guapa, de tu compromiso de santidad, de tus hermanas que mortifican la carne. Y te invadirá la noche de los tiempos y serás la fiera primitiva, sin Dios y sin valentía. Es posible que en ese momento aparezca alguien y tendréis que dejarlo todo y guardar compostura. Pero volverán las ocasiones al salir de clase. Ten cuidado. En guardia.
No obstante el carácter deportivo con que había tomado a mis compañeras, mis máquinas chirreaban y echaba sobre mí mismo culpas para el confesionario.
La trombosis casi había fulminado al abuelo. Parecía hecho de hierro y piedra, y no murió, ni quedó paralizado pero sus facultades fueron dejándole poco a poco. No perdió la vista, pero sí el interés por mirar; oía perfectamente, pero no escuchaba cuando se le hablaba; caminaba muy despacio y no hablaba una sola palabra. Sus ojillos, aún vivaces, hablaban el lenguaje primario de las necesidades inmediatas o con un gesto de la mano indicaba lo más perentorio. Su bufete de abogado se cerró. Los muebles que fueron durante muchos años de las oficinas recoletas en un edificio antiguo, una especie de confesionario de tantas viudas litigando por la herencia de sus maridos o aquellos desvalidos que buscaban su consejo ante la afluencia de las aguas del vecino sobre sus cosechas. O los que por lindes iban y venían; todos paisanos de su ya lejana tierra. Cercano a los setenta años mi abuelo cansado de trajinar diariamente los juzgados, entró en sociedad con un abogado más joven que lo engaño y se alzó con clientes y honorarios. Vencido por el cansancio y más que todo por la quiebra, estaba ya lejano el día de su conversión, cuando creyó haber visto una aparición celestial que le redimía de tantos descalabros, volvió al agnosticismo dejó la asiduidad sacramental y volvió a ser un católico más que se esforzaba por salir a la Misa como una actividad del día. Los muebles de la oficina fueron puestos en un deposito con los libros y las estanterías. Mi abuela aseguraba que no había desinfectante en el mundo en cantidad suficiente ni tan poderoso  para desinfectar aquellos muebles. Cuántas gentes se habrían sentado allí durante todos esos años. Parecía que viera los microbios corretear por las vetas del cuero envejecido; cuántas lágrimas habrían quedado allí con los gérmenes de la conjuntivitis, cuantos sentaderos traspasados por enfermedades secretas habrían depositado allí en el fondo de aquellos sillones verdes su mefítico germen. Manes que no se lavaban con la suficiente intensidad había acariciado las superficies de los brazos de los sillones, cuantos aires saldrían de los traseros y se hincaron en el cuero dejando para siempre allí el elemento destructor de la higiene y la asepsia.
Los muebles de la oficina del abuelo estaban amontonados en un pequeño cuarto; los sillones enseñando su vientre de arpillera erizado de cinchas de , y el largo y abombado gran sofá. La biblioteca de vidrios estaba arrinconada de espaldas, y junto a ella, amarrados con cabuyas, los libros, los tratadistas, los códigos, las historias, los ejemplares del diario oficial; los legajos, apilados, hablaban de una vida profesional empolvándose en el olvido de un desván. Y el escritorio, como era tan grande y no cabía en ningún lugar se lo dieron a guardar a los padres escolapios, educadores de mi juventud, y nunca nadie después volvió por ella. Era un enorme escritorio de caoba con dos filas de cajones, de esquinas redondeadas y un peso considerable. Finalmente la guerra microbiana de mi abuela pudo más y desaparecieron los muebles. Y los libros también. Como si quisieran borrarlo todo y que el nieto empezara de nuevo. No sería ya más el nieto de su abuelo el abogado, sino un bachiller que emprendería de nuevo el camino que ochenta años atrás emprendiera mi abuelo desde su pueblo natal en busca del bachillerato y de la universidad dejando atrás padres y hermanos. Camino que lo llevó al ejercicio de abogado y de ahí a la política y la diplomacia, para volver al final de sus años, después de la quiebra, a su antiguo bufete.
La familia vivía diluida en la tragedia. Cuando fui invitado a las charlas piadosas, cuando por fin me abrieron las puertas del comedor para que acompañara a la pichonada general en el condumio de la tarde, se trocó la tragedia diaria en la gozosa visión de Dios. No había que esperar a la otra vida, como decía  mi abuelo, no había que esperar la muerte y la indulgencia divina después de una vida de oscuridades. Ahora todo sería la claridad de quien encuentra el camino de la otra vida en esta. Una precocidad que espantaba a mis familiares. Ellos que nunca habían faltado a sus deberes con la Iglesia. Nunca dejaron la misa dominical ni la comunión cada mes. Hacían de la Cuaresma tiempo de penitencia, invocaban al Señor y a los santos con jaculatorias, no faltaba tampoco la limosna parroquial. Eran devotos unos de San Juan Bosco o de San Francisco de Asís, otros de San Antonio de Padua o del Divino Rostro o de la Virgen de Chiquinquirá. Tantos, tantísimos años ocupando los primeros lugares en las ceremonias religiosas, sin embargo ninguno de ellos tenía el chorro de gracia santificante que me embargaba . Los san tos y sus vidas y figuras estaban lejanos en la memoria. Era la mía una santidad de hoy, de cada día. Los que están ya en las hornacinas que allí se queden, porque los santos de hoy van por la calle y visten con buen gusto, sin elegancias extravagantes. Hablan de los problemas del mundo con los pies en la tierra y no entornan los ojos ni miran al suelo cuando son venerados. Si llevan llagas por la mortificación del cuerpo, las llevan ocultas y no repintadas de carmines sospechosos de sensacionalismo imaginero. La religión que succionábamos era la modernidad misma, la buena nueva divina que salió de España un día y con tantos esfuerzos, había llegado al corazón de Roma. Santidad itinerante, santidad hoy y ahora, santificarse ahora, ahora que estás vivo. Iglesia triunfante contra los emisarios de la muerte. La Iglesia salvífica, la de los cielos abiertos, contra la Iglesia que predica el miedo a la condenación, como único camino para la salvación. La salvación por la alegría contra la salvación por el miedo. Veía mi familia a aquellos aristócratas de la gracia santificante con el mismo pasmo con que vieron antaño sobrevenir las guerras y las catástrofes. Y veían en mí un corolario más de la tragedia familiar que aún se cernía sobre  todos. Vieja y deteriorada familia; ya no miraban con ojo de sabio el camino que yo emprendía, más bien con la estupefacción con que se ve al ladrón que se alza con el santo. Y con el milagro.
La trombosis sorprendió al abuelo cuando ya estaba retirándose de la vida pública, cuando el bufete no daba más y las necesidades eran apremiantes. Fue entonces a buscar a sus antiguos conmilitones de la política conservadora, a los que le acompañaron en las arduas campañas políticas, los que fueron sus compañeros de parlamento y sus validos y beneficiados. Las puertas se cerraron, unas con estrépitos, otras silenciosas, con las corteses promesas que no se cumplirían. Otras ni siquiera se abrieron. Solo una la vieja amistad de uno de sus coterráneos de juventud quiso interceder por el abogado anciano ante el Dictador  que por entonces manejaba al país, quien fueron a visitar a su finca de recreo. Inmediatamente y le dieron a mi abuelo el cargo  de notario en una ciudad calurosa y turística. A sus años,  el trabajo en medio del calor la sofocación, los sudores, y la somnolencia propia de la edad lo alejaban más y mas de las tierras ricas donde nació, los páramos donde creció, las gélidas ciudades donde hizo sus estudios y sus armas políticas y profesionales. Agobiado por el calor, la intemperancia de la abuela, el fracaso del matrimonio de su hija, los continuos desfalcos que le propinaba el secretario de la notaría, y finalmente la animadversión de la ciudadanía al caer el Dictador, lo fulminaron una tarde y la trombosis lo sorprendió en la difícil ancianidad, rotas las velas, perdidos los remos, el casco haciendo agua. Renunció a la notaria y volvió al altiplano donde poco a poco se fue con sumiendo.
Se consumía el abuelo. Ya nadie se acordaba del bufete. Mi madre tenía que saltar todos los días de la cama con el alba e iniciar la tarea de levantar a los pequeños, aderezarlos y ponerlos a punto con la ayuda de una muchacha que nos llevaría hasta el paradero del bus. Luego mi madre iría a una oficina donde se desempeñaba hacía años. Forzosa situación provocada por el abandono de mi padre.
Cuando las tardes agobiaban en medio del desesperado intento de conversación con el Señor en la media hora de oración de la tarde, cuando clamaba: Señor que vea claro, pasaban fugaz la novela familiar, un fondo oscuro, un túnel por el que mi padre huyó un día y nada se había vuelto a saber de él. Dejó mi  padre un vacío que creí  llenar con nuestro padre el señor Dios Bueno y Sabio. De él esperaba alguna señal esas tardes de oración, cuando clamaba Señor que vea.
Bajo la superficie de las lecturas pías muchas veces encontraba aquél túnel. El misterio rodeaba el recuerdo de mi padre. Mientras mi madre guardaba silencioso su recuerdo, mis abuelos, por lo bajo, decían: «Bandido, facineroso, pillo de siete suelas».
Cuando los chiquillos en el colegio presumían de sus padres, yo bajaba la cabeza, como buscando en la mente, en la negrura del túnel, una lucecita que indicara el camino de la palabra. Nada.
—¿Está vivo o está muerto? 
—Si está vivo dónde vive.... 
—Si está muerto.... dónde está enterrado...
—No sé.
Como si yo mismo fuese reo y culpable de la desaparición de mi padre, como si me lo hubiesen dado un día para jugar con él y lo hubiese perdido, contestaba: —No sé, mi padre se fue, no sé dónde está, no sabemos. Y el corrillo de los niños que presumían de sus padres se reunía en torno a mí que si no contaba las proezas paternas, sí inventaba fantasías a la manera de los cuentos que mi abuelo leía por las noches. Y los otros chiquillos me rodeaban y me hacían corrillo.
Cuando hacia oración por la tarde fui alejando de mí aquél  túnel, olvidada la triste historia, porque había nacido ya a la otra vida a la que se refería mi  abuelo. 
—Abuelito ¿cuándo vas a comprar un abrigo nuevo?
—Eso será ya en la otra vida.
Ya estaba instalado en la otra vida y lo sabía tarde a tarde cuando hablaba con el Señor. Algún día el Señor contestaría a mis preguntas. Sólo sabía con claridad que el Señor me oía. Había que esperar la respuesta divina. La familia había quedado atrás en la memoria, la nueva familia con padre, madre y hermanos, regidos todos por la voluntad divina, celestial pasar, me trasportaba en deliquios de febril santidad. En la vieja familia de la primera vida no que daban más que ruinas de antiguos esplendores. El esplendor de la nueva familia era el caminar en santidad, el ir hacia el Señor todos los días y a todas horas. La vieja familia parecía no tener destino ni concierto, ahogada en el diario sentir cada vez con más fuerza los estragos de la guerra, las nuevas modas y la inflación. Las viejas costumbres, los hábitos familiares, se veían amenazados en todos los flancos. Costaba creer en sí mismo muchas veces, ¿cómo creer entonces en Dios, tan elaborada entelequia?.
El Dios de los abuelos era el mismo de la Residencia que duda cabe, lo que habían cambiado los tiempo. El Dios de la España Imperial del siglo XVII el que se atemperó en los viejos caserones de la colonial ciudad del altiplano andino, el viejo Dios. La nueva familia proponía un nuevo Dios teológico en su plenitud apostólica. Además de ser un fiel católico, pertenecería al estado mayor de Cristo. El Dios que los abuelos tenían en su casa era el viejo Dios barbudo, tronante, dispensador de bienes y castigos para los malvados.  A ese Dios invocó un día mía abuelo, para pronosticarle al yerno infiel la condenación eterna. El mismo Dios que lo salvó de la locura cuando la quiebra económica lo sumió en una situación, que no por digna era menos acuciante. El Dios viejo hacia más llevadero el nuevo estado. Un consuelo, un refugio, una manera de resignación. Un camino de caridad para que nadie tenga que sufrir el rebote de la desgracia. Alegre el abuelo llevaba a su Dios Viejo.
Mi nuevo Dios de plenitud teológica por delante, iba abriendo caminos, trasponiendo montañas, llevando el agua y la luz de la santidad a todos los del mundo. Apóstol, misionero, entregado a la intimidad litúrgica. Cristo Triunfante y la iluminación del espíritu sobre nuestras cabezas de pichón. El Dios Viejo sufría solo por su hijo Cristo, muerto, vejado humillado por los hombres. No aparecía triunfante y el Espíritu no pasaba de ser una palomilla decorativa. El Cristo Evangélico, razón teológica, el que recorrió la Judea y murió, en la cruz quedó crucificado. El Cristo, el Santo Cristo era para mi abuelo también objeto de piedad. Las llagas aliviaban su doloroso pasar por la ruina y el descalabro. Y el lanzazo en el costado, las tribulaciones por las que habría de pasar aún. La única esperanza era la otra vida.
Santo es el trabajo. Y tras él, la oración le magnifica.
—Lo magnifica... 
—Laísmo, leísmo, loísmo..... 
Ofrecerlo, antes que nada ofrecer la labor... 
—La, la…
—Larilolá.
De qué vale mortificarse, hacer oración, incluso apostolado y hasta proselitismo si no se ofrece el trabajo como tributo a Dios. Tributo de este humano esclavo de pasiones sin cuento, que sólo redimirá por el trabajo. Humano el mono cuando la mano se hace herramienta. Humano el pecador cuando se arrepiente y recibida la gracia, santifica el ir y venir de la oficina a la imprenta, de la mesa a la mesilla, del lápiz al bolígrafo, de la página a la cuartilla, de la frase a la sílaba, de la sílaba a la letra.
Trabajo el de nuestras hermanas santificadoras de las tortillas brillantes y apetitosas. Trabajo que a su vez servirá de superficie de mortificación a los pichones que deglutirán o no el rollito más apetecible. Dios mismo algún día compondrá la letra de una canción que los coros celestiales entonarán en loor de estas santas y santos de nuevo cuño.
El tiempo urge. Algo empuja a la actividad infranqueable de trabajo ordinario. Siempre mi vida iba de extraordinario. El trabajo nunca era ordinario, de sobresalto en sobresalto.  Y después por la tarde iba al oratorio y le decía al oído a  Señor: —Señor que vea, que vea claro. Lo que más quería ver era lo ordinario de aquel trabajo. Nunca encontré el remanso que me permitiese identificar el ir y venir, subir y bajar, correr y saltar, como el borrico de la noria, nunca. Las horas dejaban de ser rígidas. Había horas largas y horas cortas, empecé a advertir un día.  Qué es mejor, ¿sesenta minutos largos o sesenta minutos cortos? Depende para lo que sea. Y la media de oración ¿larga o corta? Si tienes mucho que decir al Señor, pues será corta y si nada tienes que decirle, aunque ronques la mitad del tiempo, se te irá media vida en la otra media hora y ni te enterarás. ¿Quien se da cuenta cuándo se le va la vida y por dónde se le escapa el alma. O por dónde puede contener la avalancha que se lleva tus efectivos vitales. Y si pasa el tren por encima de ti en sueños, será que el expreso de la muerte pasa por encima y no te hace daño, que eres inmune al paso de los trenes y al paso de los acontecimientos y que nada va a cambiar ese rostro siempre sonriente, siempre pelando el diente.¿Acaso le pelas también el diente al Dios?
- Los sueños, no te fíes de los sueños.
- Mucho ruido y pocas nueves.
- No las peras que da el olmo.
- Sea. - Y no me olvidéis el buen reír.
- No, que no te lo olvidamos

Las mañanas no eran nunca iguales como no lo son los días, ni una naranja es igual a otra, me decía a mí mismo. Recordé aquella vez cuando, camino de la Facultad de Derecho un estruendo me sacó del avemaría cuando rogaba por nosotros los pecadores, ya casi terminando el segundo misterio doloroso. Las puertas de la universidad estaban cerradas. Una columna de humo emergía de la arboleda cercana a la capilla. Las tropas del ejército regular correteaban de un lado para otro. El bus detuvo la marcha. Un suboficial sable en mano hizo bajar a los pasajeros y decomisó el vehículo. La gente se desperdigaba por doquier. Unos corrían, otros impávidos, miraban la operación. No habría clases. No habría hidráulica ni habría Dorita. Entonces recordaba la lejana infancia, cuando incendiaban las casas de los conservadores. ¿Quienes? Pues los liberales. Un saber amargo cortó el ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén. Y volví a casa, paso lento, varias cuadras. Terminado el santo rosario, caminé por las calles un poco sin rumbo como quien busca la universidad donde no está. Atrás quedó la columna de humo y las carrerillas de los soldados. Volver a casa. A estudiar o a perder el tiempo.
—Perder el tiempo.
—Frase nueva.
—Si en esa época el tiempo no se perdía. El tiempo se leía.
—Leer el tiempo, que bonita frase, ché.
Después, el curso de vacaciones. Nuevamente la Historia de la Filosofía jugadó una mala pasada y  confundí entre ellos a los Padres de la Iglesia. Del mazacote verbal no saqué más que un aprobado. Al año siguiente volver a San Agustín y la Patristríca
Entretanto, déle que déle al cinemascope de Pepa Gaitalapera, la directora. Había pasado la hora y que continuaba hablando, de pronto se calló,  contoneó el trasero y salió del aula. Alguien del conjunto le hizo un homenaje y se tiró un pedo. El aula rió sin descanso. Después la llamaban Teta Gaitalapopa o Popa Gaitalateta. Según vaya o venga. Pero la verdad es que ya ni me iba ni me venía. Pero sí subía, bajaba, corría y volaba tras las pruebas, las correcciones, las erratas el dibujo, la pleca, el clisé, la portada, el titulo y déle que no paro, déle que hay que salir a tiempo. Y las máquinas bufaban, resoplaban. ¿Alguien ha visto alguna vez resoplar a una rotoplana italiana? Pues yo la he visto. Los rodillos echan humo, la tinta salta, los pliegos aletean.
—Tiene un golpe.
—¿Qué tiene un golpe? 
—Pues la máquina.
—No importa.
—Se revienta.
—Pues que reviente.
Pulsa el botón el operario, continúa la rotoplana bufando y vomitando papel impreso produciendo aún más sonidos discordantes… Hay un estruendo, un rechinar de ejes y de bielas, y se detiene la máquina.
—Otra vez— ordeno tronante.
—Será peor.
—Déle.
Le da el operario al botón. El estruendo es mayor y la máquina queda detenida vibrando como si se fuese a desprenderse del suelo y echar a andar como loca por toda la imprenta. Finalmente hay un corto circuito y se detiene.
La avería de la Nebiolo contribuyó a precipitarme en los profundos abismos del mal. Así como la termofax en su momento.
Me había aburrido con las clases de las universidad. En cambio, el ir y venir entre folios, pruebas de imprenta y el final oloroso a tinta fresca, parecían concederme la sabiduría.
El mismo año del cinemascope la Gaitalapera dejé de asistir a la cátedra de Historia de la Filosofía en la facultad de periodismo. Me pareció que la versión jesuítica de la historia de las ideas discrepaba notablemente de la que en la Residencia se impartía. Como también discrepaba la versión del profesor Rufo en la cátedra de Lógica. Parecían versiones diferentes de la escolástica al uso en la residencia. Rufo se paseaba mientras dictaba las proposiciones que los alumno habría de memorizar. El profesor Rufo tenía muy en cuenta en su método gestual expositivo el arte de pasarse la lengua por los labios y humedecerlos para dar énfasis a una sentencia. Y luego, golpeaba la frase contra el auditorio. En una mano inmóvil, un cigarrillo humeaba mientras la otra mano, en posición vertical y perpendicular al suelo, estaba sostenida por el pulgar metido entre el bolsillo inferior del chaleco. En el bolsillo superior brillaba un lapicero dorado con el que anotaba las fallas con saña carnívora. Había al final de clase una sección que  él titulaba Dudas.
—A ver, dudas. ¿Quién tiene dudas?
Nadie tenía dudas, en el fondo bastaba con memorizar.
Siempre Rufo vestía de gris y parecía que fuera a quedar se calvo en cualquier memento. Muchos años después, acerté pasar de nuevo por aquellos claustros y me  encontré con Rufo en un pasillo y nos saludamos con una inclinación de cabeza. Nada había se transformado en aquel profesor. Continuaba a punto de quedarse calvo y la ceniza del cigarrillo doblada hacia abajo amenazaba con ir a parar a los suelos.

En las tardes cansinas de la Residencia solían colarse las moscas en la sala de estudio. Las habla de vuelo vertiginoso, aquellas que equivocadamente se metieron en aquel lugar. Había las de vuelo lento y a gusto. Las que se posaban durante largos ratos en los tomes de los libros, seguramente degustando la grasa allí acumulada por los usuarios de aquellos tomos. Las de zumbido y las silenciosas e impertinentes.
Acerconas y trotonas. Trotar el aire una mosca. No se les podía dejar mucho tiempo. Un asperges con el aparato del flit que estaba guardado en un armario, podía cambiar el modum volandi de la mosca o el moscón. El bicho vertiginoso solía enloquecer aún más y buscaba el aire con desesperación, chocando contra los vidrios. No obstante, los golpes sonoros, que si se comparan la resistencia de la superficie de una mosca a la de un mamífero, por ejemplo, tendría que salir de cada golpe con un miembro roto, por lo menos. Piadoso el que abría la ventana y ya mosca escapaba en tirabuzón hacia el cielo para seguramente a los poco segundos, precipitarse al vacío y caer en el césped. El perverso la hostigaba, la perseguía con nuevos asperges que debilitaban cada vez más, hasta verla en el suelo dando vueltas en círculo, angustioso aleteo, a veces interminable. En estos casos el piadoso al ver las babitas de satisfacción que se escurrían de las comisuras labiales al perverso, iba y de un pisotón acababa con tan depravada práctica.
Si el moscón era lentorro, el flit se demoraba en hacer efecto. Parecía marease un poco, perdía altura, pero no velocidad. Por el contrario avanzaba un poco más rápido. Bajaba, volando a ras del suelo. Estratégicamente se posaba en un lugar seguro y silencioso. El perverso accionaba nuevamente el aparato del flit, buscándolo. El moscardón permanecía silencioso. Dado por muerto el moscardón, continuaban, el perverso y el piadoso su estudio canónico. El moscón reanudaba el vuelo, cobraba altura y aunque tocado mortalmente se lanzaba otra vez a su pega-osa ruta pasando por la mejilla de uno y otro de sus enemigos, rozándolos con sevicia. El piadoso solía apartarlo con un manotón, el perverso se armaba del aparato de flit y emprendía con renovada furia la persecución. El flit caía a chorros sobre los libros y las mesas de la sala de estudio. El lentorro se convirtió en invisible moscardón. Se ocultaba bajo una mesa y caminaba sobre el reverso de la superficie de la tabla. Allí ¿quién busca a un moscardón? Podía, durante el transcurso alimentarse de algún moco fresco que el piadoso a falta de pañuelo, depositara con sigilo. Hubo un moscardón que le caminó por la mano al piadoso, y éste para no ver más sufrir al pobre bicho, de un manotazo con la otra, lo aplastó. El cuerpo sanguinolento fue lavado rápidamente con jabón Palmolive que era el que ponían en la Residencia.
Otros moscardones lentorros nunca se dejaban pescar y cuando ya el perverso o ya el piadoso, se acercaban con el aparato del flit o un periódico enrollado, ya habíaa terminado su danza final, ruidosa como la de todo mosco que muere, pero breve. En este caso el perverso solía pisar con movimiento semicircular el cadáver fresquito del moscardón.
La oración de la tarde habría de ser fija, a la misma hora, cierta delicadeza con el Señor, una forma práctica de hacer de la ascética un arte preciso.
—Dejémosle la precisión a las ciencias.
—O a las artes.
—La ascética es justamente eso, precisión, exactitud. La ciencia invade los terrenos de la ascética.. Pero no dejemos pasar esas huestes.
—Unamuno ya lo dijo, nunca sabremos cuánto de espiritual tiene la carne y cuánto de carnal el espíritu.
—O de carnívoro. 
—Carnal, dijo Unamuno.
Salir de clases por la tarde y llegar a hacer la oración. Eso sí que era un plan de vida. En la época de la universidad todo era tan fácil. Por ejemplo no enamorarse. Era un gozo la amistad, el espíritu con una versión imaginaria de sus cuerpos . Eran deliciosas aquellas chicas, qué duda cabe. Veía y sentía sus aromas y sus superficies, su tersura, las profundidades, su dureza. Sus contornos ocultos tras la ropa. Rebozadas. Y las miradas se iban volando, se las al Señor de regalo todas las tardes. Para nuestra Madre Guapa.
La oración y la distracción tenían ciertas concomitancias. Había verdadera oración cuando la mente iba abriéndose paso sin plan previo, desbrozando temas, dejando que unos se sucedieran. a otros, acoplándose. La oración con plan previo, libro abierto, y más aún, pretencioso lector que cada cinco minutos lee un texto, quién sabe desde qué parajes espirituales, era un ruido, un estruendo para mí que sólo quería conversar con Dios, dejarme llevar por la Gracia.
Era el Señor lo mas importante, su santa sacra y divina voluntad. Cada pichón tenía su relación con Dios particular, específica, de la cual daba cuenta a su director todas las semanas. A veces estaba dando al Señor cuenta del simbolismo que en mla mente tomaban los árboles, cuando algún proselitista y su prosélito, uno o varios, irrumpían en el oratorio y,  tras las idas y venidas al armario de los libros píos, golpes en las bancas, toses, y cuchicheos, leían unas frases escogidas. ¿Me alejaban o acercaban a  Dios? ¿Al romperse su discurso mental por el hecho inmediato, variaba la conciencia de sí y de su entono? Nunca lo sabremos, me desasosegaba siempre en estos casos. Tanto cuando leían directamente o como cuando terceros endilgaban las parrafadas que leían para ellos. Lo que me gustaba era indudablemente la distracción, irme con el Señor por ahí a divertirme por los caminos de la imaginación. Y de la memoria. De la indagación, de ir preguntándole ¿por qué, por qué? Señor que vea claro, terminaba diciendo siempre. Señor que vea claro. Y el Señor tenía que hablar de alguna manera y seguramente habló. Pero yo sólo quería ver claro. Y veía claro. Y mientras pedí vi claro. Pero dejé de ir a pasear con el Señor. Tal vez hice caso a aquello de que «la imaginación es la loca de la casa». Y pensé que la locura no iría bien. Que la cordura era la vía. Y dejé de salir de paseo con el Señor y la loca de la casa a las incursiones teológicas. Ascético paseo que fue cayendo en desuso. Nos metíamos a veces en laberintos. La loca de la casa iba siempre delante, ataviada a veces de medio luto, a veces de colores cambiantes con el tema. Laberinto que era desandar lo andado y probar otra vía. O sentarse al borde del camino a ver pasar a otros viandantes de la santidad. Era ir a la floresta con el Señor y mirar las variedades. Distracciones, larguísimos paseos o brevísimos deliquios que siempre duraban media hora. Dejé de ir a donde el Señor con la puntualidad y la precisión de siempre. Por sentirme cargado de nuevas responsabilidades, la ración se diluía, se iba confundiendo con el trabajo. Probé hacer la media hora de oración en varias entregas. El director me miró con sorpresa. Tímido que era, , no objeté nada y continué con el propósito de cumplir su horario.
Así fueron pasando los primeros meses después del tercer curso de vacaciones. Atascado en las materias, no progresaba. La universidad se había ido carcomiendo por la corrosión que la revista ejercía sobre ella. Crecía la revista y se multiplicaban las ocupaciones. Y las distracciones. Distracciones que duraban mucho más de media hora. Banalidad ambiental. Tontería. Hueros contertulios de oficina. Decrecía la santidad a ojos vista, al paso que la empresa editorial pujaba. Pepe Cañamazo nuestro hermano empresario equilibrista montó sobre los sillares que dejaron los catalanes, una empresa de papel. La revista salía con puntualidad y sin erratas. Y si no, pobre de mí.
—Con puntualidad y sin erratas, eh!
—Y déle que déle.
Hinchaba de aire mis pulmones e iba caminando las escasas diez cuadras que había de la Residencia a la Redacción. A temprana hora iniciaba el ir y venir de la redacción al taller. Una mañana como cualquier otra, Neuto Soto, el administrador de la revista, entró a la redacción con las orejas paradas como las de un gato.
—Que lo necesita una tía suya en la recepción— me comunicó.
Si en esa época supiera lo que era el surrealismo de verdad, habría pensado que aquella noticia lo era. Mis tías no irían nunca a la redacción a buscarme y mucho menos sin una cita previa y con una razón válida y suficiente.
Salí pues, a ver quién se trataba, qué gran equivocación sería esa. En la recepción habla una mujer extremadamente delgada, de estatura regular, al lado de un individuo moreno, peinados a la gomina los escasos cabellos y enfundado en una gabardina que se le había quedado pequeña. Brilloso. Eran las imágenes de bulto. Tuvo que mirar mejor, finalmente en los ojos ambarinos de la mujer y en sus cejas pobladas descubrí la borrosa imagen de mi padre. La tía Amelia y su marido.
La abracé, y estreché la mano cordialmente al hasta entonces desconocido personaje que la acompañaba. En medio del brete, un momento de conversación no vendría mal. Miraban con insistencia los sillones. Observé con espanto el estado de decorosa pobreza de la tía Amelia. Su vestido era de los restos de su antigua opulencia, planchado y replanchado. Modelos que fueron moda, abollados por el uso. Les ofrecí un café que aceptaron con un inmediato y unánime sí. Se tomaron ávidos el primer café y con deleite el segundo. Pasado un rato se despidieron. Vivían en la vecindad de la redacción. Estuve afable y complacido. Más de media hora estuvieron dale y dale a la cháchara. Volvieron con frecuencia. Medias horas de cháchara tía y viejo cuyo único vocablo conocido parecía ser aquel obsecuente:
—Claaaro.
Me informé que en efecto vivían en una habitación alquilada en una casa ruinosa. El viejo tenía una pensión de marino retirado, magra y flaca como la tía. La tía ponía inyecciones a domicilio. Desde horas tempranas la tía se arreglaba el pelo, se ponía uno de sus modelos antiguos y abollados, se estiraba bien las medias donde ya bailaban las piernas y esperaba el timbre del teléfono. Muchas veces la vi pasar por frente a los ventanales de la redacción con su cartera bien agarrada debajo del brazo, a inyectar. A veces acompañada por el viejo. Volvía a verlos subir la cuesta, ella sin fuerzas ni resuello, él con dificultades para ascender el creciente volumen de su cuerpo. Era la calle tan pendiente que minaba cada vez más a la tía. Bajaba veloz a poner las inyecciones, pero volver a casa era cada vez más difícil. Hasta que un día hizo su última ascensión. Llegó morada al cuarto y se acostó  en la cama. Descansó, respiró un poco más, apretó la cartera contra su pecho y murió, ante los ojos del viejo espantado.
Esa mañana no había entrado a tomar café. Al mediodía me informaron del acontecimiento. Habría entierro al otro día y no debía faltar. Era obligación ir al entierro de la tía Amalia, pero un remolino de curiosidad por la familia de mi padre que había sido excluida desde mi infancia, fue el que me llevó a asistir expectante a la ceremonia. La iglesia enorme estaba vacía. El féretro desnudo y dos grupos de personas. Uno, los del luto riguroso a la derecha; y los de claros colores en la ropa, a la izquierda. Los de la izquierda eran los familiares del viudo que habían venido de lejanas provincias para asistir al funeral. Salió el cortejo fúnebre hacia el cementerio. Acompañado de momias familiares que había dejado de ver desde la infancia, abrí una ventana y miré un paraje que más hubiera valido no hacerlo. Aires infernales soplaron y se infiltraron en el corazón.
La noche había caído ya cuando subimos a los automóviles que en caravana iniciaron el trayecto de la ciudad hacia el campo. Los jóvenes caballeros habían tomado antes algunas copas. Murmullos de las señoras y algazara de los señores. Ellas seguían tímidamente las manifestaciones de jolgorio de sus maridos. Ellos continuaban palmoteándose las espaldas, y casi estallaban en risa por cualquier chispazo. Miraba al lado de mi madre todo aquel lililí que armaban los señores sabaneros amigos de mi padre. Después de muchos preparativos e intentonas de salir, no salíamos. 
—Bueno, y ¿por qué no nos tomamos el último antes de salir?
 Y los demás en coro decían:
- Pero claro, ala.
Y volvían a sacar la canequilla metálica enfundada en cuero. Y volvían a abrir el estuche de los vasitos también de cuero forrado, los redistribuían uno a uno, ponían el coñac y se lo bebían y luego entraban en otra oleada de sonoras carcajadas. El alcohol penetraba en sus mentes y los indisponía a la acción. Las señoras se impacientaban. Los niños se iban por ahí a ver que pasaba en los alrededores para dispersar la tensión de la espera. Que la salida ya se prolongaba más de dos horas—, decían pero ellos no las escuchaban.  Salir para la finca. Se llamaba así. Salir para la finca. Y otro y otro trago. Caneca sin fondo. El cansancio de ellas y la ya instaurada rebeldía de los niños a estar permanentemente dispuestos para salir en cualquier momento, hacía más interesante el certamen.
Sólo la oscuridad de la noche tenía la palabra. El denso color que van tomando los objetos y  la pérdida de sus contornos, hacía de la carretera una masa informe de difícil trasiego para los ojos ya cansados de los bebedores. Entonces  emprendíamos camino.
Rugían los motores, los alegres conductores se hacían señales con las manos enguantadas en cabritilla, y con un chirriar de ruedas arrancaron a toda velocidad, uno tras otro.
A partir de ese momento y hundido la banca de atrás, ya todo era sólo un rodar ente luces blancas y rojas, hasta quedar finalmente en la oscuridad total, el calor mi madre junto a mi cuerpo protegiéndome del miedo. Adelante rugía el motor. Mi padre conducía mientras conversaba sin cesar. Había estaciones en el camino en las que todos detenían sus automóviles para volver a la ceremonia de la caneca de coñac. Y déle otra vez al rugido del motor, un automóvil tras otro, la caravana.
De pronto me sentí enfermo. La digestión se tornó dolorosa y sentí el cólico que anuncia diarrea. Tranqué una y otra vez. Mi madre estaba asustada. Mi padre parloteaba sin descanso olvidándose de atemperar cierta belfa, prognática barbilla, que se le manifestaba al calor de los alcoholes cuando iba al timón y sólo los zumbidos muy cercanos del tráfico escaso a esa hora alteraban el homogéneo ronroneo lejano de la cháchara y el motor. Ya no podía esperar mucho más. Mi madre se lanzó hacia adelante y comunicó el impasse. Pero cuando bajé del carro ya era demasiado tarde. Hubo que deshacerse de los calzoncillos, lanzarlos entre unos zarzales, y allí quedaron colgando. Y llegar a la finca sin ellos.
Los recuerdos de la infancia iban trasponiendo uno a uno a velocidad vertiginosa el umbral de la memoria al ver aquellas momias allí de frente al féretro. Y no sólo a las grandes figuras familiares, sino también las nuevas generaciones.  Allí descubrí a mis primas, dos jovencitas provocativas con quienes pasé la ceremonia. Todos estábamos de luto estricto. A mi lado estaban la tía Cascasia y su hijo Cascasito. La otra tía con su corcova  a cuestas –decían que de tanto bordar  desde su infancia se quedó torcida y miope–, junto a su esposo, mole enmoquetada. Y las primas querendonas, otra vez a la salida de la iglesia. Después de la ceremonia acordamos una reunión de reencuentro. Primos y primas tenían que «re-conocerse».
Tal preámbulo me llevó por caminos que no encajaban con las tardes de oración. Al lado de la santidad y como si nada tuviera que ver con ella, transitaba la senda tortuosa de la leyenda paterna. Aparecían nuevamente los momentos lúcidos de la primera infancia y con ellos no armaba el rompecabezas. Faltaban muchas piezas que sólo los años podrían completar.
En esa época cedió la viuda. Después del curso anual encontraría en un habitat completamente distinto y en una situación dentro de la Residencia que me ponía entre los mayores. Pero de manera relativa. Tenía que trabajar con los mayores y convivir con los menores. Trabajar y darle y darle y darle a la revista y compartir la mesa con chiquillos universitarios que le agrandaban la pupila al Director. ¡Ah, la pléyade de pichoncillos!
Y es que en la nueva residencia llovían los pichoncillos. Ya no sólo era una Residencia sino un Centro Cultural. El abanico acababa de abrirse. Los cursos y las actividades apostólicas  tendrían ahora un nuevo cuño. La Residencia pasó a ocupar una mansión. Varios meses estuvo en obras. Nuestros hermanos ingenieros y arquitectos se desbrevaron para poner a funcionar allí un centro múltiple. De oración, de mortificación, de apostolado, de proselitismo y de dirección de las actividades de otras residencias similares en otros lugares del país. Aquello era un hervidero teológico-ascético-litúrgico-cultural. En aquella mansión multidimensional todo dependía de la hora.
Nos levantábamos con el alba los pichones. Unos subían y otros bajaban a la misa. Los mayores bajaban y los menores subían. Los mayores tenían para sus habitaciones particulares y oficinas de la dirección de las Residencias, la parte alta de la casa, el segundo piso de la mansión. Esa era una casa. La otra casa estaba en el sótano. La de los pichoncillos.
Ya no era nada como antes, ya el Señor no estaba allá en el tabernáculo del segundo piso. Ya no crujían las maderas. La modernidad invadía el camino de santidad y había un olor, color y saber a nuevo y renuevo en todo aquello que intranquilizaba. En efecto, había lujos que le parecieron de exagerada factura. Salones cerrados, dotados de muebles magníficos para recibir personalidades, reemplazaron a la vieja sala con los muebles que fueron del piso del primero de los pichones, con cuyo menaje se dotó parte de la Residencia vieja. El caos que reinaba no era más que reflejo de otro caos.
El oratorio estaba en la primera planta con ventanales a un gran jardín. Toda la casa tenía enormes ventanales a un gran parque. Era una manzana completa. Un derroche. Un ataque a la pobreza, pareció en el fondo ignorado. El salón de estudio se transformaba en sala de cine. El salón de las tertulias, en sala de conferencias. Las habitaciones de algunos, en locutorios del apostolado. Según la hora. La casa de familia, la vieja residencia quedó ocupada por unos pocos pichones, un tanto desértica, vaga, oscura, como sin uso. Sólo vivienda cansina de cansinos pichones, como de los que iban de salida. Era como el pudridero de los que iban perdiendo la fuerza de lo apostólico, los que estaban imbuidos en su trabajo en oficinas de ingenieros, en empresas múltiples, en cátedras universitarias. 
En la nueva Residencia se instauró el hervidero vocacional. Los pichoncillos caían con rapidez y con la misma rapidez rebasaban a viejos pichones que ya iban a parar al pudridero, a verificar su vocación frente al antiguo tabernáculo, los que continuaban oyendo las canciones mañaneras, que «María Cristina me quiere gobernar y yo le sigo, le sigo la corriente, porque María Cristina me quiere gobernar»... y «un boga que sin llorar abandonó el platanal, su mujer y su bohío»….. «güepajéee, la cumbia calieeente…». Y los platillos calientes y cálidos del comedor adornadas sus paredes con soberbios platos decorativos. El nuevo comedor abría su ventanal al parque y cerraba sus cortinas sobre él. El comedor de la viuda, de sillones enormes y pesadas maderas entronizaba un aura que pretendía competir con palacetes de ricos empresarios, donde se sientan gárrulos comerciantes y casquisueltas damiselas. Servicio como de hotel de cuatro o cinco estrellas. Había algo como de hostelería que mortificaba.
Los mayores en el segundo piso, se encerraban en oficinas laberínticas, donde manejaban correspondencia top-secret. Archivadores y armarios cerrados con varias llaves. Dobles puertas. Oficinas de sigilo permanente. Ya no asistía a la universidad, los años lectivos habían terminado.
Reducto de flojos y estudiosos se convirtió la vieja residencia. Yo que por entonces no era flojo ni estudioso, lógicamente no estaba allí. No estaba en ninguna parte. Los pichoncillos resultaban de puerilidad enorme. Concomitante a la pequeñez de su santidad. Pichoncetes que ponían los ojos en blanco. 
Los estudios de periodismo habían quedado truncos. Tendría tal vez que repetir el año. Si no lo hice cuando estudiaba derecho, tampoco lo haría ahora. Había aprendido a callar lo desagradable, a no contar las realidades demasiado fuertes.
Había abandonado la facultad de jurisprudencia como anestesiado por el futuro que prometía el periodismo, me proponía ser un escritor, sin retorno a la infancia, ni rectificación de ruta, sin más futuro que el de la oración, la mortificación y el apostolado le podían ofrecer. La revista fue pronto la noria.
La muerte del abuelo vino a pautar las decisiones cuando aún estaba en la facultad de derecho. Los efectos de la trombosis habían avanzado. Ya no caminaba, no hablaba y no reconocía a nadie. La abuela, con muchas dificultades, lo trasladaba todas las mañanas de la cama a la silla. Allí permanecía todo el día. Sólo le oían, cada vez más distanciados unos quejidos, unos ayayáyes profundos, largos. Dolor de la memoria. Una mañana cualquiera, cuando la abuela fue a ayudarle a levantarse, para hacer el tránsito a la silla, lo encontró inmóvil. Había muerto durante el sueño.
Por entonces estaba en la facultad de derecho, en los albores de la vocación divina, la vista puesta en el más allá. No en el más acá donde el abuelo se debatía. Ni en el más acá de la tumba donde fueron a descansar sus restos. Por primera vez sentí la angustia de encontrar el vacío. La irreversible ausencia. Un silencio, una eternidad que se iniciaba, una realidad que tenían que trasponer diariamente como un bien mayor, la gracia, la gloria y la salvación eternas. La otra vida. 
Volvía de las clases de jurisprudencia. Llevaba bajo el brazo los tratadistas y los códigos. El droguista de la esquina Al verme pasar, salió a la puerta de su comercio y me espetó: 
– ¿Ya llevaron a su abuelo a la funeraria? 
Perdí el cuerpo. Cuando llegué a mi casa, ya estaban instalados los familiares. Las lágrimas, los sollozos, los crespones funerarios y mi madre que se lanza y me abraza, como si abrazara al vacío. Se fue el abuelo, se fue para la otra vida, donde  encontrará un abrigo nuevo con que protegerse del invierno del olvido. En la otra vida su nieto empezará su naufragio. Su vida de santidad, tal vez ya empezaba a hacer  agua, el casco hendido por el golpe. 
La Residencia quiso llevarme fuera al  hallarme caído en la más terrible tristeza.
—Irás a España a estudiar periodismo- me dijo el director.
—Iré a España a estudiar periodismo- le dije a mi madre.
Pasó por la gama de los colores acostumbrados . El horror asomó a su rostro.
Decliné la oferta. Falté a la obediencia. Ese fue el primer boquete de la nave de santidad en el mar de lo eterno y lo sublime.
Fue mucho antes de que cediera la viuda y de que muriera la tía Amelia. Ese fue el principio del vacío, cuando el abuelo se marchó para la otra vida de la mano de su nieto. El abuelo se fue y me llevó con él.
La ceremonia mortuoria de la tía no tardó en surtir efectos. Pronto fui invitado a rectificar la historia en memorable comida donde la tía Cascasia y su hijo Cascasito. Aparecieron apetitosas las primas querendonas. Una más que otra, otra más que una. Con ambas o con ninguna. Después de los condumios y libaciones y sonrisas y pataditas por debajo de la mesa y manitas acá, de pronto estaba recorriendo el muslo de una y cogido de la mano de la otra. La noche envolvió con luces multicolores el condumio y luego el trayecto urbano.
Los sueños, el mundo de lo onírico, había tenido su escaparate sápido. Ahora aparecían las figuras del sueño aclaradas en la vigilia. Sobre el féretro de la tía bailaban los esqueletos de los sobrinos. A la mexicana como si se tratara de folclor anatómico político y sociológico. Que pase el que ha de pasar que uno de sus hijos se ha de quedar. Viejos juegos infantiles, un no se qué de trasgresión perversa en ese trato con las primas, fruto del secreto y de la conjura en las tinieblas de lo mal visto.
Se va la imagen del delirio alcohólico. Se va la imagen de simpatías nominales. El nominalismo ¿sabe usted, que es el nominalismo? Explique el nominalismo. ¿Quienes han sido los representantes del nominalismo?. No sabe. No contesta.
Así como la oración de la mañana permitía desempolvar el sueño, la de la tarde lo rodeaba… 
–Loísmo, laísmo, leísmo. 
–…lo rodeaba en el delirio de la oscuridad. Si la oración de la mañana era luz, la de la tarde tiniebla. Señor que vea.
La lamparilla de aceite que ilumina al Señor en el tabernáculo, titila en la oscuridad. Es la única luz en el recinto. Miro al vacío que hay más allá de mis ojos. Alcanzo ver su difícil transito en el despeñadero de las primas.
La intercontinentabilidad de los pichones vaciaba de contenidos el entorno. ¡Viva Franco! gritaron los mayores, y los menores, por menores y extranjeros, gritamos también !Viva Franco!. Tardes como éstas nos deparaba el diario pasar de vez en cuando, y siempre cuando toca. Y tocan y cantan allá en la España europea el Cara al Sol. Y van de veranos los españoles que se las pelan. La Cara al Sol la ponen los europeos que van y se broncean en las costas españolas. Cara al sol con la camisa hueca. Himno del turista europeo en España. Y los asutadizos sólo toman agua porque lo demás puede contener la furia hispánica envasada y van y se vuelven locos. Embestiréis. Y como Al resto de Europa no le gusta embestir, se abstienen. Agua con y sin gas. Se entiende, aunque se lo pierden.
Se fueron pasando los años como las horas del día se van. Le resbala el tiempo a este al denodado pichón.
—A ti todo te resbala— me dice el director.
Y se va la media hora sin remedio. A veces se prolonga un momento mas. Regodeo intelectual de la memoria, como el perezoso mañanero de una vuelta y otra. La oración de la tarde fue durante mucho tiempo entre sueno de vigilia.
Con escasos minutos para las abluciones, tras haberse despedido una vez más del Señor en tabernáculo, me sumerjo en la vocinglera ola que de Antioquia llega y se dispone a entrar al comedor. La noche marca el final del periplo.
Las jeringonzas y los dichos y refranes rumban y las carcajadas rubrican estrepitosas el apunte. ¿Quién le pone el cascabel al gato? ¿Quién espera a que se abra la puerta? Pocos. Lo más van y pulsan la poma. Hasta que se oye el clic. Los jóvenes entran en tropel. La ceremonia del condumio último del día aparece distendida. En los rostros de muchos pichones se advierte el cansancio. En los de otros no. Y no es que no trabajaran, sino que lo hacían intramuros. No tenían que salir a la calle, ni abordar estrepitosos vehículos de servicio público. Ni luchar contra la multitud que envuelve a los peatones a las horas llamadas pico. Ni apretujarse en los ascensores de los edificios de oficinas. Su labor graciosa y casi femenina les salva del smog de los piches. No sudan. No corretean la calle. Cuelgan la sonrisa del paragüero de su rostro y dan ejemplo de santidad.
Sentados a la mesa, los unos conversan y engullen sin recato. Otros engullen y callan. Otros ni engullen, ni callan, ni oyen. Y algunos más engullen. El director está como siempre presto a tocar la campanilla. Si la fruta fue devorada por unos y meneada por otros igual toca la campanilla según marcan los punteros del reloj. La media hora de la comida es tan rigurosa como cualquier otra media hora de las que se llevan y usan en la Residencia. La exactitud y la precisión, han de descollar con el carácter heroico que marcan las manecillas del reloj. La preparación del bolo y su deglución han de hacerse siempre con la misma exactitud. Un ingeniero con regla de cálculo en la mano llegó a acertar el número de masticaciones mínimas por minuto que han de hacerse, grosso modo, para de terminar el toque de la campanilla. Ocasión que aprovechó para optar al director. 
—Con esos conocimientos…
—Cómo no.
El director ha de otear sobre los platos de sus dirigidos pero no ha de olvidar los punteros del reloj, ni ha de dejar de comer y siempre tiene que hablar, moderar, modular, moldear, el transcurso alimentario, la gran superficie de mortificación que son las comidas. Sentados los pichones hemos de esperar que llegue el tormento de la carne. O de las espinacas. O de los soufflés. Hemos de sonreír, hemos de hacer de hacer degustación y hemos de mortificar los sentidos. El del gusto. Hemos de domeñarlo, hacerlo dócil a nuestros caprichos. No comer lo que nos gusta y ofrecerlo al señor Dios de los Ejércitos. O servirse el doble de lo que no nos gusta y comérnoslo. Cada bocado una vocación.
El vasito de leche para Pepe Gardenia, que sufre de la Ulcera. El vasito de jugo de limón para Paco Sostén que tiene dificultades hepáticas. La taza de agua caliente para las infusiones medicadas de Armando Peroclaro que tiene un riñón en stand-by. A Pedro Frasco una ramita de albaca y para Pacho Hayqué un rábano cortado en cuatro. La noche trae antojos. Las máquinas orgánicas de algunos pichones se resienten con el exceso de trabajo. Con la agitación de la santidad a voleo. Y se refocilan los engranajes con minúsculas apetencias. Medicadas, claro está, y puestas al día. Nuevas superficies de mortificación aparecerán en otros ámbitos. La santidad a chorros. Qué es un rabanito cortado en cuatro al lado de tantas y tantas horas de cilicio. Tantas privaciones en la avidez científica de Paco Sostén solo se ven compensadas en su maltrecho hígado por el vasito de jugo de limón que todas las noches se tomará, heroicamente de un solo trago.
—Se están poniendo viejos los pichones.
—Y se están muriendo.
—Dios los tenga en su Gloria.
—Eterna.
—Amén.
Los pichones que gozamos de la suerte juvenil engullen. Si señor, y quisieran repetición. Y el director ¡cuantas veces! magnánimo toca la campanilla y pide, con voz discreta, repetición para algún glotón y sacrificado en otras lides. El director que todo lo ha de saber tiene potestad para hacerlo. Los demás tal vez no nos percatamos, tal vez veamos en ello signos de indudable santidad. El heroísmo de comer de nuevo espinacas. Pero si nos gustan las espinacas envidiaremos al privilegiado pichón.
Algunos como el aristocrático tomista, apenas tocan el plato. Sus raciones suelen ser de ave. Se contentan con los granos de arroz que depara la languidez del gesto. El aristocrático tomista no come por la noche. Sólo se atraca de viandas a la hora del mediodía y a la merienda recoge la mantequilla y mermelada que dejan los sacrificados pichones.
Muchas fueron las mesas que recorrí. La larga mesa de la Residencia Vieja, cuando los españoles encendían con su verbo las candelas de la buena digestión. Las mesitas de cuatro, de la ola que de Antioquia llega. Todas bordadas de mortificación de los sentidos, de amor a Dios y no siempre de buen apetito. En los cursos de vacaciones los futbolistas devoraban y los que jugaban croquet se les veía mas parcos ante las viandas que se ofrecían ubérrimas en bandejas campesinas.
En ciertas época algunos pichones no asistían al mediodía a la hora del almuerzo,  pero en todas las épocas los pichones nunca dejaban de asistir a la comida de la noche. A esa hora se recoge la familia. También las velas y las redes. La conversación solía estar rebosada, notas vacuas, señales de vida intelectual y en veces de peripecias apostólicas. Éstas, las menos, solían ser edificantes y aperitivas. Aunque la norma decía que el director habría dar el visto bueno a los temas de tertulia, se escapaban en la mesa avances de lo que la tertulia contendría. Se conversaba sin plan ni guión, ocasión para Chacharaloca cuando monopolizaba la palabra y el gesto. Como iluminado, casi no comía por estar endilgándole a sus hermanos monsergas de su incansable actividad. La piedad no era virtud de mesa que si de tertulia. Los saeteros avezados aprovechaban para aplacar las furias anecdóticas de Chacharaloca. El director tenia que tocar la campanilla a ver si la expectativa de la vianda siguiente morigeraba la virulencia de los pichones desatados. Habría corrección para más de uno. Siempre estaba listo alguien para lanzarse y zás de un solo golpe corregir a tres pichones descarriados, solo entre la comida y la tertulia que la solía seguir a continuación. El director tenía potestad para cortar el chorro de sandeces. Y el pichón tenia facultades para callar, encomendarse a Dios y seguir comiendo. Y preparar el testuz para el mandoble correctivo.
El lililí de los primeros tiempos fue trocándose en adusto hieratismo. Los pichones menos jóvenes llegaban rendidos a la última etapa del día. Cansados tras la guerra cotidiana. Heroicos en las trincheras que en el mundo prepara cada día para hacer la guerra de la santidad. A la última hora los cuerpos fatigados buscan el cobijo del bienestar familiar. Las prisas ya no tienen cabida. El reposo se acerca. Después de la tertulia de la noche los pichones nos iremos deslizando a la penumbra de los sueños.
Empieza el condumio nocturno con la canónica oración de ofrecimiento de los alimentos que vamos a tomar. Breve invocación  al señor Dios Bueno, Generoso y Munífico. Las viandas humeantes reconfortan la vista de los pichones cansado del trasiego entre el trabajo y el apostolado. La palabra divina abre el surco y el sembrador arroja la semilla. Los frutos de la tierra, la naturaleza hecha gastronomía llega a la boca para hacer del momento una acción de gracias renovada y renovante.
Y allí en la bandeja de plata reposan los nuevos objetos de mortificación. Hay dos posibilidades: no mirar y servirse en el plato cualquiera de las viandas humeantes. O fijarse muy bien cual es la más pequeña y pechar con ello. Tal vez nuestros hermanos que le siguen en el orden de la mesa se mortifiquen con otra vianda. Tal vez rechacen el arroz, o tal vez las espinacas sean para ellos más que una mortificación. Ofrecer y ya está. !Guarda tu alegría y que el dolor no sea triste, pichón denodado!.
Ceñirse. Lo preciso voluptuoso marca el diario transcurso de la secreta santidad. Y de los secretos que el demonio pone  en el corazón.
La tarde matizada de bretes editoriales termina antes de la hora. Tuve que ir a buscar la confesión fuera de la Residencia. En la charla con el director y en la charla con el sacerdote y en la confesión posterior, hacía morcillas. Ni contaba todo, ni me arrepentía de lo confesado. Tenía que ir luego a una iglesia y abordar el enorme confesionario de maderas resecas, entre las salmodias, el olor a cera quemándose y el arrastrar de pies de feligreses inquietos buscando su santo en las hornacinas. Esperé a que se abriera la rejilla y le espeté al fraile la ristra de morcilla. Las vaharadas de aliento fétido eran el peor castigo. A regañadientes impone penitencia y da la absolución.
Cuántas veces hube de asistir a ese tormento. Y alguna vez algo consoló. Otro pichón también estaba allí, arrodillado esperando a que el fraile abriera la rejilla. Sentí que nos encontrábamos ambos en el camino de salida de algo. Y no estaba equivocado. Sin sinceridad no alcanzarás la perseverancia. Ya se lo habían dicho tantas veces.
La idea de la perseverancia mediante la práctica de la virtud de la sinceridad era un detente. Lo fue en los primeros tiempos.
La práctica de los secretos pudo más que la ascética en la Residencia. Iba guardando en la memoria los deslices que empezaron con las primas.
—Si es que ha querido violarlas a ambas, al tiempo.
—Santo Dios Bendito.
Fui construyendo un zurrón de lascivia en el que también iban cayendo las tardes de la revista. Y una de aquellas tardes, cuando de la oficina del director salían las oleadas de perfumes y las carcajadas femeninas, entraron a saco las pezuñas del demonio en mi ya desprotegido ánimo. Cerúlea la madre, rubicunda la hija. Risa profunda la madre, lúbrico bizqueo la hija. Habrían de volver, una y muchas veces más a la redacción.
Después de la cena y la tertulia el silencio mayor cobija la residencia. Los pasos, las puertas, los grifos, las toses. Todos los ruidos adquieren volumen A una misma hora todos los días la tiniebla la envuelve. Sólo la luz de aceite del Señor en el tabernáculo ilumina en la ciudadela cerrada. El sueño y la gracia. Duerme la familia bajo el techo que el Señor Bueno y Munífico ha deparado. Nada ha de turbar el camino de espinas y de rosales florecidos. Pero aquella aciaga tarde erré el rumbo. La madre y la hija alborozadas me invitaron a su casa a tomar una copa. Salí en volandas de ambas, en medio de las dos.
Varias horas transcurrieron entre un automóvil enorme, negro, mullido y de dotación oficial. De aquí para allá y de allá para acá. Primero la abuela, que salía del salón de belleza, luego la hija menor que salía del colegio y luego la otra hija que salía del psicoanalista.
En el viejo caserón que habitaban las aparatosas damas, las esperaban amistades de la madre y de las hijas. Se formó un jolgorio. Voces y risotadas. Sonrisas y miradas. Manos y manitas. Torbellino de alcoholes y tabaco.
Corrían los punteros del reloj. No los miraba, o no les hacía caso. Una pared. Una amnesia. Adelante.
Iríamos a comer a un restaurante. Ya estaba embarcado en ello. Prohibido y más que prohibido. Pero la voluntad no estaba de parte del santo. Las pezuñas del demonio campeaban.
Condumios a la carta. Grandes fuentes de ensalada, vino botella tras botella. Perfumes, gritos, brindis. Van y vienen las caricias, por encima y por debajo de la mesa. Pie descalzo que quiere subir pantalón arriba. Manos que se esconden, que se pierden. Risas y más vino. Y ahora, a bailar.
Traspasamos las puertas del gran salón abarrotado. La música ensordece.  Nos entendemos por señas en busca de una mesa. La hija me lleva por el brazo. El acompañante de la madre gesticula con el camarero. quien nos conduce a una mesa al lado de la orquesta, y abierta otra botella, después de los primeros sorbos, la pista se hace chica para tanta gente. Sudo la gota gorda. Hay que bailar. Y bailo.
En un bolero cuando ya la lubricidad insoportable me ha hecho perder la memoria, me susurró al oído.
—Si de verdad me quieres llama a la Residencia y diles que estás aquí conmigo y que no irás esta noche a dormir.
En la tiniebla de la media noche, en el oratorio la lamparilla del Señor debió temblar a los timbres insistentes del teléfono.
El director se quedó mustio.
Me entregué frenético al baile y mi alma se perdió en la noche.
La trasgresión había sido mayúscula. Ocasión de escándalo. En la revista los empleados sonreían maliciosos y miraban de reojo. El inmenso automóvil oficial parqueaba todas las tardes frente a la redacción. En él me sumergía alegremente..
Poco duró el gozo. Poco y menos que poco.
Pronto la revista me comunicó por carta la suspensión del cargo.
Continuó el deliquio amoroso. Poco tiempo. Poco.
Una tarde de sábado me dejó plantado a la entrada de un teatro. La llamé desde un teléfono público. Sin más, leyó un poema que hablaba de despedida irremisible. Le suplique. Se rió. Y ambos colgamos el teléfono.
Esa noche lloré amargamente entendiendo que había vuelto otra vez a la casa de mi abuelo y estaba durmiendo en la cama del difunto. Ni amor ni santidad.
Me levanté tarde al día siguiente.
Y me di a caminar las calles.

Fin


Pulecio Mariño, Gabriel - Cuerpos gloriosos (novela) [pdf]


Portada: Claudia Guzmán Pardo




No hay comentarios:

Related Posts with Thumbnails