Jacqueline Risset - Sobre las reglas del juego




Si escribir sobre el hecho de escribir representa oscilar entre la reducción sistemática y la indebida sacralización, entre la manera de emplear una actividad delimitada y la descripción metafórica de un ejercicio inefable, ¿para qué escribir sobre el hecho de escribir? 
¿Por qué, cuando se escribe, hay que hacerlo precisamente sobre esta actividad? 
La respuesta está en que escribir es un juego. Si es posible observar de qué juego se trata, hay que escribir sobre él, sobre el hecho de escribir. 

Escribir no es ninguna ocupación inefable, no es una, exploración lejana. No hay más que un mundo y es en él donde se escribe (con él y con sus pequeñas partes). Escribir no significa volar hacia un texto separado que nos tenga que alejar de aquí, sino pasar de un punto a otro, de un punto a otro que se encuentran en un mismo lugar. Escribir no es ninguna propiedad privada; no se escribe sólo en un papel, con una pluma; sino en cualquier parte, en todas partes. 

Pero tampoco se trata de una actividad unificadora y reductible. Por esta razón escribir sobre el hecho de escribir puede convertirse en un paréntesis que esconda este principio básico: que escribir es, ante todo, chocar con la imposibilidad de escribir, O más exactamente: es algo que se produce entre dos imposibilidades: la del pensamiento y la del propio texto. 
La imposibilidad del pensamiento se descubre en los impedimentos de todo pensamiento «libre», «de buena voluntad». La experiencia de la escritura es la experiencia del trazo que, más allá del pensamiento, prohíbe todo pensamiento primigenio. Se produce como un eco al revés, y la acción de escribir tiene lugar entre ambas voces: la primera se da a conocer retrospectivamente a través de la segunda. El tiempo lineal no cuenta para nada; el antes y el después no se distinguen más que por su función espacial («el antes y el después se suceden alternativamente»). Toda escritura es repetición, pero no una repetición de algo que se encuentra fuera de ella misma, puesto que lo que constituye el trazo es precisamente escribir, imposibilitando de esta forma la acción del propio pensamiento. Éste no es más que el gesto. 
¿Cómo se desarrolla el resto a partir de ahí? ¿Por qué tiene que haber un resto? ¿Por qué no detener el gesto en este cogito negativo, en el enunciado de la propia imposibilidad tal como se presenta? Pues precisamente porque todo se precipita en la merma del pensamiento. Todos los textos son provisionales, son residuos de su propia secuencia. Hay una reactivación necesaria: la secuencia; así, escribir es lo contrario de una sustancia estable, es un acto reanudado, lanzado de nuevo de adelante hacia atrás, tenso. Es una actividad separada por una cantidad de cadáveres intermedios, una experiencia del olor de la descomposición inmediata (contraria al pensamiento puro, lineal); no hay nada «en embrión», nada por desarrollar, nada definitivamente nacido. 
Por esta razón no existe ningún texto, no existe ningún texto estampado en una página: «poesía», eternización hipotética de un resultado, unitaria, global, opaca. La escritura es siempre fragmentada. A causa de sus anulaciones repetidas, es la institución de «otro juego». La «Poesía» produce una sacralización a priori porque el poema se presenta como reflejo de una experiencia autoritaria, como una sustancia que se propaga (sustantivos). (Algunas veces las poesías de Bataille, mediante los sustantivos cargados de alusión a un antes que se ha sugerido, operan esta sacralización del género poético que es, al mismo tiempo, una devaluación del texto. En sus poemas no pasa nada; todo ha pasado antes.) 
No pasa nada, ni antes ni después, sino un fragmento renovado. Escribir no es lo sustantivo, sino la sintaxis viva, las articulaciones (las partículas, las conjunciones «lógicas»), es un discurso que se busca a sí mismo, imposible, e imposible de pensar fuera del contexto donde se encuentra. Y ahí precisamente porque no hay ningún antes privilegiado, sino que todo cuenta. En la página, en los espacios legibles, todo se lee. Pero en la multiplicidad de las lecturas que se superponen al mismo tiempo, hay que intentar el fracaso de las lecturas a priori que se imponen (de esta forma el juego va fracasando, va convirtiéndose en lectura de la lectura del juego: teoría). 

Escribir es hacer la experiencia de la discontinuidad, ni Pensamiento, ni Poesía (no se trata, sin embargo, de la discontinuidad temporal, no se trata de intermitencias psicológicas, ni de la recensión de los momentos privilegiados). Proust -con el acento puesto en el «tiempo»- dibujaba la interpenetración del tiempo y del espacio (rebote de uno sobre el otro), relacionada con la operación principal de la escritura, interpenetración como génesis de objetos inestables, lugares de encuentro, «misceláneas», lo que no es más que la función de la ficción narrada. El relato se sirve de ficciones, sin elección originaria (recitar es recitarse), pero la operación del relato, catálogo de fantasmas, no se detiene ahí, actúa luego (al mismo tiempo), después del relato, del retorno del fantasma, retorno que no es simétrico ni es la imagen inversa del fantasma (entonces sería igual y enteramente fantasma); contempla sus comienzos, las líneas del fantasma. La operación del relato es una carrera de psicosis (que pasa por la psicosis, pero que va más lejos y cambia, en la medida de lo posible y más rápido que, ella, el texto y la letra). (Su parecido con la psicosis nos puede servir ahora para una nueva sacralización que lo desfigura todo: la maldición (la Locura) sumada a otra maldición (el Pensamiento rechazado), que nos dé la inocencia -forma de desarmar el discurso (o el no-discurso).) Pero esto no es todavía la escritura. 

La escritura se produce cuando el conjunto (del yo) se convierte en juego. ¿Cuándo hay juego? Completamente, jamás, puesto que todo texto es un residuo. En el juego no hay residuo, el funcionamiento es integral. Así pues, todo texto está retrasado en relación con el juego efectivo; pero este retraso no es cronológico. y dado que lo que está en juego no son los objetos, tiene que ser el propio pensamiento. 
El juego, colocado en el texto, es funcionamiento, y al mismo tiempo, puesta en juego. No hay objetos en el pensamiento, ni tampoco instrumentos. Hay que comer también el plato; de ahí que lo que se come no es ya 10 que se come, sino que es inevitablemente el plato de su propio plato. Asistimos al intercambio generalizado de las propiedades, al anagrama, nombre fragmentado indefinidamente como el cuerpo de Dionisos, pero sin ningún centro. ¿Qué nombre le podemos dar? Ningún fonema privilegiado, sino una cadena, el funcionamiento en eco repetido, la «rima». 

Se escribe con fantasmas, en todas partes hay ideología. Inevitablemente. Y, sin embargo, de pronto estamos ante el puro «lado exterior»: y es que escribir no purifica, no desenmascara, sino que hace jugar a las ideologías (aquí vemos el aspecto «contra natura» de la escritura: las ideologías no juegan solas). Pero tampoco hay que detenerse ahí: si este juego no construye la teoría del juego, se queda encerrado, se convierte en un «pequeño exterior» en el interior del «gran interior»: es como una burbuja de aire en la ideología, como un oasis previsto, localizado, como una fuente en un desierto que ella misma contradice, como su propiedad escondida. Perseo, después de haber dado muerte a la Medusa fuera del agua, colaboró luego y accesoriamente al asesinato de Dionisos precisamente por no haber leído lo que hacía, por no haber hecho la teoría de su juego. 
El juego puesto en juego en la escritura no puede fijarse un espacio; hay que poder entrar y salir, y volver a empezar: lo que provisionalmente rompe la esfera confinante es la teoría. La esfera atrae al juego. Suspendido, conjunto de intercambios establecidos por doquier, el juego se inmoviliza si él mismo no se piensa en la medida de su conjunto; la teoría lo atraviesa, lo reactiva, y por consiguiente, lo coloca, entre la muerte y el nacimiento, allí donde se encuentra. 

El relato, en el juego, contempla la continuidad circular, negra; pero no procede de ella, no conmemora nada. Carga, descarga y articula. La fábula ejerce la función sintáctica, la sintaxis es relato en el relato: los propios ejes se intercambian. El texto entero es un todo inestable en relación con los textos; es contexto para un texto futuro, ha transformado el texto precedente en contexto. Y el primer texto sólo es contexto por (para) el segundo mediante su lectura. Intercambio rápido, multiplicación de las superficies; cada frase es una cita, es decir: se ha transportado a la superficie donde se encuentra procedente de otra superficie que la frase nos ofrece al sesgo; lo que vemos es el recorte cada vez más posible y cada vez más límpido de las diferentes superficies: es la diferencia lo que cada vez constituye el residuo en cada operación en el caso de que ésta vuelva a empezar y se reanude en otra parte. 
Lo que puede hacer este juego son los actos que se inscriben como leyes: «cada vez»... Que cada punto particular, «concreto», sea al mismo tiempo gesto de ley (provisional) aprehensible únicamente allí. 
Por consiguiente, hay cierto punto -el móvil- que tenemos que encontrar y volver a atravesar, en el cual escribir y escribir sobre el hecho de escribir se encuentran y se juntan (de lo contrario escribir quedaría repleto de su antes ilusorio, entraría en el tiempo sin herirlo, ignoraría el espacio, fijaría lo que encontrara; de lo contrario las reglas del juego no se abrirían a lo que está «fuera de juego», no prepararían la caída, la tierra, el choque que anulan las reglas del juego). 
De vez en cuando las leyes se cruzan con sus aplicaciones.

Jacqueline Risset, «Sobre las reglas del juego» texto inédito. En Tel Quel: «Poésie et prose» (n.º 22); «Récit» (n.º 27); «Aprè-récit» (n.º 30); «Jeu» nº 36. En: Teoría de conjunto. Redacción de Tel Quel, Seix Barral, Barcelona, 1971. Págs. 301-305.
Jacqueline Risset. Poeta francesa conocida por su trabajo en el consejo de la revista literaria "Tel Quel", junto con Julia Kristeva y Philippe Sollers, y por sus traducciones de la poesía italiana al francés, especialmente sus versiones de Dante. De los libros de Jacqueline Risset se destacan: Los poderes del sueño y Comienza la traducción. Risset nació en Besançon, en 1933. Es profesora de literatura francesa en la Universidad La Sapienza en Roma.

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