Carlos Fuentes - Buñuel y "Las meninas"




Durante su largo exilio mexicano, traté de ver a Luis Buñuel lo más posible. Aparte de su genio como creador cinematográfico, Buñuel era uno de los hombres más cálidos y humorísticos que he conocido. Era orgulloso; también sabía reírse de sí mismo. Decía que a los escritores les envidiaba la imaginación verbal. Yo le contestaba que los escritores le envidiábamos su imaginación visual. No, Buñuel sacudía la cabeza: un poco de toro, otro poco de picador; los españoles viejos e ilustres acaban por parecerse a picadores retirados: Ortega, Picasso, Buñuel. No, decía, el cine es algo quebradizo. Depende demasiado de los adelantos técnicos. El progreso hace que las mejores películas antiguas acaben por parecernos empolvadas, crujientes, amables quizá, pero risibles también. Es más fácil sobrevivir verbal que visualmente, sobre todo si la visión del cineasta está sujeta a consideraciones comerciales. Para Buñuel, el cine podía ser el vehículo privilegiado de la poesía: un ojo que estalla en llamas y no revela paisajes insospechados de la libertad humana, más allá de las fronteras impuestas por la tradición, la moral de clase media y el dinero. Yo le preguntaba: entonces, ¿en qué consistiría la posibilidad mediante la cual la libertad y la tecnología se armonizarían en el cine? Estoy seguro de que Buñuel me guiñó al contestarme: -La cumbre de la realización cinematográfica será alcanzada cuando usted o yo podamos tomar una píldora, apagar las luces, sentarnos frente a una pared desnuda y proyectar sobre ella, directamente desde nuestra mirada, la película que pase por nuestras cabezas.

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Durante una hora, permanezco en la sala crepuscular donde solo brilla una imagen: el retrato de Las meninas de Velázquez. Una y otra vez, me siento asombrado por el movimiento que este magnífico cuadro me transmite. Todas las figuras me miran. La infanta, sus dueñas, la enana, un lejano caballero vestido de negro que entra (o quizás abandona, sin dar la espalda) en el recinto donde Velázquez es sorprendido en el flagrante delito de pintar. El pintor está enfrente de la misma tela que yo, desde fuera, estoy mirando. Pinta mientras me mira. Todos en la pintura, salvo el perro adormecido, miran hacia afuera. Michel Foucault contestó a la pregunta: ¿qué cosa están mirando?, dándole al espectador "el lugar del rey". Un espejo en el fondo del cuadro refleja a los padres de la infanta, el rey Felipe y la reina Mariana. Ese breve espacio es, en cierto modo, el gemelo azogado del brillante rectángulo de luz, azorado, éste, por donde el caballero de negro entra o sale de la pintura. Asimismo, los reyes, ¿acaban de entrar a la escena, sorprendiendo, delectablemente, a todos los allí presentes? ¿O son ellos mismos -los monarcas- el tema verdadero de la representación que Velázquez pinta? ¿Están allí? ¿Han entrado hace un instante? ¿O se disponen, como el caballero de negro, a abandonar el espacio pictórico? Y yo mismo, ¿estoy recibiendo una pintura que sale hacia mí, o estoy entrando, por la doble vía de mi presencia y de las miradas que me dirigen todos los habitantes del cuadro, sobre todo la del pintor que lo ejecuta, al espacio pictórico propuesto, simultáneamente, por Velázquez en el acto de pintar, y por Velázquez como uno más de los personajes que me miran, por los personajes y por mí mismo en el acto de mirar el cuadro? En todo caso, como lo observó Ortega y Gasset, Las meninas establece una doble dinámica. Somos invitados a entrar a la pintura, pero también invitamos a la pintura para que salga de sí misma y se encamine hacia nosotros. La pintura existe porque la miramos. ¿También nosotros existimos sólo porque la pintura, a su vez, nos dirige su mirada? La pintura nos crea en el instante en que nosotros la miramos. La pintura recompensa nuestra mirada: la crea. Pero, sin sus espectadores, ¿sería Las meninas algo más que una estrella errante en los cielos de lo potencial: un hecho totalmente inconsciente? Las meninas se inscribe, me parece, en la visión auroral de María Zambrano. Cada vez que la vemos, apunta hacia su propia aurora y nosotros, desde la penumbra del Prado, la acompañamos, renaciendo con la obra gratificada por nuestra mirada. A todo ser nacido, señala María Zambrano hablando de Antígona, le asiste una razón: "que se le conceda seguir naciendo, al menos en la forma indispensable, antes de morir". Mi experiencia como espectador reiterado de Velázquez es que el gran pintor español acepta con igual lucidez la muerte de las cosas y su derecho a seguir naciendo "en la forma indispensable". Mediación perpetua entre nuestra muerte y nuestra vida, entre la naturaleza y la historia, el arte -el espacio de Las Meninas o el tiempo de Antígona: en todo caso, la cronotopía necesaria para que las cosas realmente sean, los hechos, realmente, encarnen y las ideas, realmente, se piensen- "hace que en la historia se cumpla una acción del ser de la naturaleza, como si algo de lo divino de la naturaleza debiera de encarnar en la humana historia", escribe María Zambrano en El sueño creador. En una de las más conmovedoras páginas escritas sobre Velázquez, la gran pensadora española resume de esta manera la experiencia artística y espiritual de Las meninas. La mirada se detiene en la infanta que, para siempre, extiende su mano para tomar la rosa que le ofrece su aya. La oscuridad rodea a la niña: son los monstruos del inconsciente, más amables pero no menos amenazantes, que en la pintura de Goya. La luz también, sin embargo, pues Velázquez pinta rodeado, a su vez, de claridad. Y en el centro y al fondo, "las figuras casi ahogadas de los reyes", como si desde un pasado remoto estuviesen "mirando así todo sin ver apenas nada". Pero el centro, en esta narración de la pintura, ya no son "los reyes" de Foucault ni el espectador de Buñuel, ni el pintor de Ortega. Es una niña. La Niña-Antígona de María Zambrano. Una niña perpetuamente en espera de tocar la rosa que le es ofrecida. Una inminencia. Deseamos, rogamos, que el acto se cumpla y la niña tome la flor. Pero acaso tememos, también, que las espinas hieran la mano de la infanta. El acto que aún no se cumple. Se va a cumplir. O quizás nunca se cumpla. La síntesis perfecta nunca se alcanza. La visión del arte es la mirada inconclusa, la historia pasajeramente narrada por un narrador que debe pasársela, abierta, descendiente, al que sigue. Las meninas es, quizás, la obra más perfecta de la pintura sólo porque se niega a la perfección de lo concluido. Abierta, no dice aún su última palabra. No ofrece todavía su propia síntesis final. Las meninas no es sino la narración de sus propias posibilidades narrativas. El problema del espectador no es sino las infinitas maneras de ver y de contar el material ofrecido por Velázquez. Pero éste es, creativamente, el problema del propio pintor. Quizás la memoria verbal mediatizada es más fuerte que la memoria visual directa porque exige una distancia más respecto al material gráfico. Exige la recreación o representación de la evidencia visual (lo visible) a través de medios verbales indirectos -e invisibles-.

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Yo crecí en la era de la radio, y la radio implica diferir la vista. De niño mi imaginación visual era motivada por sonidos y palabras. Mis hijos, en cambio, han crecido alimentados por la dieta visual de la televisión. Pero en tanto que yo nunca me sentí saciado por la radio porque mi imaginación se movía constantemente entre lo aural y lo visual, la de mis hijos fue ahogada totalmente por la aprehensión y redención directa de lo visual-como-lo-real. Por un acto previsible de compensación, se convirtieron en grandes lectores durante la adolescencia. Pero cuando vuelven la mirada a las estatuas de sal de su infancia telegomórrica, ¿qué recuerdo tienen de su bulimia de imágenes? ¿Las recuerdan como un surtidor directo de realidad o, por lo contrario, como una representación más? El problema, por supuesto, es tan viejo como las sombras de la caverna platónica. Pero nos es propuesto de nuevo, incesantemente, porque es parte de nuestra condición viviente: no podemos sentirnos del todo a gusto con ninguna definición de la realidad. Mucho menos convincentes son, en todo caso, las reglas derivadas de estas definiciones. Si esto es real, esto debe ser irreal. Si esto es cierto, esto no puede serlo. Si esto no es cierto, entonces es malo. Y si todo esto no es ni bueno ni cierto, ni real, usted no debe verlo más y las autoridades tienen derecho a destruirlo. La historia del arte es inseparable de la historia de sus prohibiciones. Pero las decisiones más hieráticas y autoritarias sobre qué es real y qué no lo es, qué puede ser visto y qué no debe serlo, desde Egipto, Babilonia y los aztecas, hasta el realismo socialista de Stalin y la selección sublimada de imágenes en nuestra cultura comercial contemporánea, no han conseguido imponer una manera totalmente cerrada de ver. Los aztecas querían que sus esculturas tuviesen una función exclusivamente teocrática. Los artesanos anónimos que las crearon supieron darles, sin embargo, una dimensión misteriosa, un sentido del deseo, una libertad imaginaria, que hoy nos permite verlas más allá de los límites de lo sagrado, como obras de arte. La cultura jerárquica y centrípeta de la Edad Media alcanzó su figuración más hermética en el icono bizantino. El Creador, uno y único nos mira fijamente, frontalmente, desde la Eternidad. El Pantokrátor bizantino ocupa un U-Topos, un Lugar-que-no-es, sin tiempo o espacio reconocibles. La extraordinaria emoción de las figuras de Piero della Francesca en los frescos de Arezzo se deriva, en parte, de que ya no son figuras fijas y frontales. Son figuras en movimiento. Y lo que se mueve es su mirada. No sólo les rodea un paisaje. No sólo están inmersos en un tiempo. Ese paisaje y esa cronología son las del siglo XV, es cierto. Pero la audacia de estas figuras, si incluye ahora una cronotopía, también la trasciende. Las figuras de Piero, audazmente, miran fuera de las fronteras de su propio espacio. Miran fuera del mural. Existe un mundo más allá de los límites reconocibles. Quizás se trata de un mundo diferente, el mundo de los demás, el mundo donde ya no nos reconocemos, pero somos invitados a reconocernos en lo ajeno. Piero della Francesca murió en 1492, cuando Cristóbal Colón estaba descubriendo que el mundo tenía otra mitad, desconocida hasta entonces para los europeos, los asiáticos y los africanos. Piero ve más allá de las fronteras. Y en sus murales de Sansepolcro hace que sus figuras duerman y, acaso, sueñen. ¿En qué cosa sueñan? Quizás, en un mundo nuevo. Y acaso el artista sea, en verdad, el pequeño dios de Rimbaud. Este minidiós, quizás, inventó el mundo y todo lo que en él existe hace apenas veinte segundos. ¿Quién puede demostrar lo contrario?

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Hace poco, encendí mi aparato de televisión y sorprendí en él a Jean-Luc Godard diciendo que la obra cinematográfica tal como el director la concibió para la pantalla teatral, es la película original, de la misma manera que Las meninas de Velázquez en el Prado es el original de la pintura. En cambio, las películas que pasan por la pantalla chica de la televisión son meras copias. La película en televisión, decía Godard, es una tarjeta postal de Las meninas. Estoy seguro de haberme perdido (encendí el aparato casualmente; sonó el teléfono; hirvió la olla; un niño gritó; voló la mosca) el contexto de esta cita de Godard. La idea, sin embargo, me incitó a regresar a Velázquez, el pintor sorprendido en el acto de pintar lo mismo que estamos viendo, acabado pero inacabado: Velázquez, nos dice el testimonio mismo de su cuadro, aún no termina de pintarlo. Lo que estamos viendo aún no es o, más bien, aún no termina de ser. La pintura real de Velázquez (la pintura-en-la-pintura) nos da la espalda; el pintor aún no la termina. Pero entre estas dos evidencias centrales se abren dos espacios enormes, anchos y sorprendentes. El primero es la escena en sí misma, la escena original. Velázquez pinta, las infantas y las dueñas se detienen sorprendidas, el caballero de negro pasa (¿entra?, ¿sale?) por la puerta iluminada, el perro dormita, el rey y la reina se reflejan en el espejo del fondo. ¿Ocurrió alguna vez esta escena? ¿Fue posada para el pintor? ¿O Velázquez, más bien, sólo imaginó algunos o todos los elementos que la componen? Esto en primer lugar. Y en seguida: ¿terminó Velázquez la pintura? Diego de Silva Velázquez, nos informa Ortega, no fue un pintor popular en su día. Entre otras cosas, se le acusaba de no terminar sus pinturas y de mostrarlas inacabadas. De esta manera, lo que el espectador contemporáneo aprecia como un valor supremo de Velázquez, su apertura inacabada, era una mácula técnica para sus contemporáneos. Pero no se trata meramente de modernizar a Velázquez, dado que todo gran artista hace del pasado un presente, y convierte, en su presencia actual, lo no contemporáneo en contemporáneo. Hay algo más y ésta es la técnica misma de Velázquez. La magia de la visión velazquiana es que, desde lejos, sus cuadros parecen fieles reproducciones de la "realidad" -visible, convencional, inmediata o contemporánea: se puede escoger-. Pero, de cerca, nos damos cuenta de que las pinceladas son prácticamente abstractas, extremadamente libres y muy poco “realistas". Velázquez va no sólo más allá del realismo rígidamente nítido de la iconografía medieval. Supera también los contornos claros de las figuras renacentistas y hace que la luz, desbaratando a las figuras, las construya; hace que, perdiéndose, los contornos se integren de nuevo. El flou que es el sello de la pintura europea moderna; la fluidez que constantemente amplía el mundo y desbarata sus rigideces, físicas, políticas, morales, se inicia soberanamente con un pintor español de la corte contrarreformista de Felipe IV. Pero el arte de España y de la América española es eso: un contratiempo, más que un tiempo. Una compensación, si se quiere, del desastre histórico por el triunfo artístico. Más acá de la evolución que va del acercamiento a una tela velazquiana al alejamiento de una tela impresionista, la fluidez velazquiana nos la hacen explícita, en nuestro propio tiempo, algunos pintores que obviamente han estudiado muy de cerca al pintor español. El británico Walter Sickert y el mexicano Alberto Gironella, por ejemplo. Sin embargo, para un eminente contemporáneo de Velázquez, el poeta Quevedo, el artista pintaba borrones. El defecto, lo acabo de indicar, se convirtió en una virtud. Nadie, dice Ortega, ha sido capaz de pintar con tan pocos pincelazos como Velázquez. La naturaleza de lo que es visto es transformada porque ha cambiado la manera de verla.

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¿Copia o creación? Las Meninas es una gran obra de arte no sólo por su posibilidades visuales, sino por las posibilidades narrativas que contiene. El movimiento se demuestra andando, decimos en español. El cinematógrafo (kinematos y grafos, movimiento dibujado) porta esta misión en su nombre mismo. Una película inmóvil es una contradicción en los términos. La literatura, en cambio, no tiene ninguna obligación de moverse, física o metafóricamente. Pero, puesto que el movimiento no le es connatural, es mucho más creativo y crítico demandarle que sea lo que, a primera vista, no es. Le pedimos a Las meninas que no sólo muestre, sino que se mueva narrativamente. En forma semejante, Denis Diderot, el gran espíritu del siglo XVIII francés, le pidió a la novela que no sólo narrara, sino que se moviese. No describas, le pide Diderot a su narrador, ve directo al hecho: "Conozco a una mujer tan hermosa como un ángel... Quiero acostarme con ella. Lo hago. Tenemos cuatro hijos". Jacques el fatalista, la novela de Diderot adaptada al teatro por el novelista Milan Kundera y puesta en escena en el American Repertory Theater por Susan Sontag, explicita este movimiento. Un personaje cuenta un cuento en una posada y, sin interrumpir sus tareas, se convierte en el personaje narrado. El movimiento simultáneo de Diderot se cumple mediante la creación de un espacio y un tiempo narrativos en que todos y cada uno de los incidentes de la novela son un repertorio de posibilidades. Diderot nos dice que cada acción que realizamos significa que pudimos realizar otras cien acciones diferentes pero no lo hicimos. Buñuel hace que Catherine Deneuve confronte este dilema de la libertad en Tristana: por favor, le piden, escoge una sola lenteja entre todas las lentejas en esta escudilla. Por favor, nos piden, escoge una sola imagen entre un repertorio de imágenes posibles. Pero Velázquez, esto no constituye un problema. Su repertorio de imágenes visuales está perfectamente identificado y diferenciado, desde su inicio. La infanta es la infanta, el perro es el perro. Su problema es convertir las soluciones visuales en problemas, a fin de que aquéllas no sean confundidas con reproducciones planas de la realidad. Las imágenes deben narrar, moverse para conmover, salir hacia nosotros e invitarnos hacia ellas. Pero en el cine, Godard tiene que convertirse en el abogado de su propia creatividad artística, porque su visión estética no forma parte de los presupuestos culturales de la mayoría. Ésta cree que el cine es una copia, una tarjeta postal de Velázquez, pero no la realidad real. El cine sólo fotografía la realidad, no la crea. El espectador educado sabe que no es así. Hay tanta selección creativa en la sucesión de imágenes de una película de matinée infantil como en las imágenes inesperadas de un Fellini o un Buñuel. Pero si las primeras intentan contar una historia lineal en un medio ambiente reconocible, las segundas tratan de arrancarnos de nuestra aceptación complaciente de lo visible, extrañándonos. Diderot, en cierto modo, estaba filmando sus propias novelas. No se siente obligado a describir lo que vemos. En cambio, edita sus palabras, las somete a cortes y montajes, las proyecta hacia delante y hacia atrás. Quiere crear el espacio, el tiempo y el personaje como posibilidades, como repertorios narrativas que simbolicen nuestra libertad de selección en un mundo de determinismos y fatalidades materiales. No en balde filmó Robert Bresson un memorable capítulo de Jacques el fatalista (el mismo empleado por Kundera y Sontag) en 1945. Titulada Las damas del Bosque de Boloña, la película de Bresson se mueve mágicamente entre la presencia física de sus personajes y la emoción interna de los mismos. Añadamos a este repertorio la dualidad del actor como tal (la espléndida María Casares) y la representación del personaje (la cruel Madame de Pommeraye). Pero existe una dimensión más del acto visual de Bresson y es que revela la identidad mediante la abstracción: Casares-Pommeraye es la representación abstracta, como una comparación de Bracque o el primer Diego Rivera, de una identidad irrepresentable. Así, el cine explicita este dilema mediante su constante proposición de un repertorio de imágenes, invitándonos a ejercer la libertad electiva a través de la mirada en un mundo repleto de objetos materiales. La manera en que vemos es la manera en que elegimos, y la manera en que elegimos es la manera en que somos libres. Cómicamente, Salman Rushdie se refiere a esta libertad para escoger (para coger, para amar) mediante la vista en su novela Midnight’s Children. En uno de sus capítulos iniciales, el prudente padre de una hermosa muchacha enferma no permite que el médico vea desnuda a su paciente. Sólo le permite que mire las partes afectadas de la anatomía femenina a través de hoyos perforados en la sábana que envuelve el cuerpo de la bella donna. El doctor se ve obligado a imaginarla. Nosotros también. Nuestro deseo y la belleza de la mujer se levantan, como una mar tendida, por esta obligación de imaginar. El erotismo triunfa gracias a la imaginación, haciendo posible la realidad sexual. Buñuel utiliza mucho a los ciegos en sus películas. Son contrapuntos bastantes siniestros al hecho de que nosotros los vemos a ellos en tanto que ellos no nos pueden ver ni a nosotros ni al mundo que es el suyo. Miguel Inclán, el terrible "viejo poca luz" de la película Los olvidados, empuñando su amenazante bastón y guiado por su lazarillo indio, "Ojitos", vive en un mundo que le pertenece directamente, pero que le es invisible. Nosotros, entre el público, estamos ausentes de ese mundo pero podemos verlo a través de la pantalla, comparable a los hoyos en la sábana de Rushdie. Sin embargo, la ausencia visual del ciego posee una furia correspondiente, que consiste en afirmar su presencia contra el mundo que le tocó en suerte. En esta tensión lo que rompe la función puramente reproductiva de la película. La ilusión cinematográfica es que la mesa que vemos es realmente una mesa que existe, no una representación de la mesa, representación visual como en la pintura, representación verbal como en la literatura. Buñuel, paradójicamente, rompe esta ilusión fotografiando primero a la "realidad" desde una distancia. Este distanciamiento invariablemente nos muestra un conjunto gris, banal e indiferenciado. Aún no hay selección. Aún no hay intención, salvo esta de mostrar, sin comentario, el mundo objetivo. Pero, en seguida, el cineasta pasa convulsivamente del alejamiento a la toma mediana, al acercamiento de un ojo rebanado por una navaja o a una mano por la que pasean las hormigas. Cuando regresamos a la realidad, ésta ha perdido su dócil objetividad. El mundo material ha salido a recibir a sus acompañantes en la creación de lo real: una individualidad subjetiva y otra individualidad, colectiva ésta. Entre las tres -materia, sujeto y sociedad- la realidad real empieza a configurarse. Mas ¿qué ocurre con los actores que ven su "realidad" circundante pero deben también comunicarse con la otra "realidad", externa a ellos, que es la realidad del espectador? La realidad de la audiencia: el tú y el yo al cual Velázquez se aproxima de manera tan directa. El cine cabe mejor en la forma de Piero della Francesca que en la de Diego Velázquez. El actor debe ver más allá de los límites de la pantalla, hacia las prolongaciones de la pantalla, más que, directamente, hacia el espectador. Éste formalmente, está ausente de la película (salvo en los avatares neopirandellianos de Buster Keaton y Woody Allen).
Esto es así porque la convención teatral del aparte no es consonante con el verismo cinematográfico. Una película como, por ejemplo, The Lives of Elizabeth and Essex no ocurre, digamos, en el regazo del espectador o con los actores monologando o dirigiéndose directamente a él. La película sobre los amores de la reina Isabel I de Inglaterra y el conde de Essex son una ficción histórica sobre un evento remoto. El evento debe ser recreado como tal. Pero artísticamente debe ser/estar presente. Debe salir de la pantalla y caernos en el regazo dentro de una cueva silenciosa y oscura. ¿Por qué puede Velázquez, con todo y su corte de príncipes Borbones, mirarnos directamente, en tanto que el director Michael Curtiz y su corte de Hermanos Warner, no puede hacer otro tanto? Hace poco volví a ver esta película, producida en 1939, en la pantalla de televisión (mil perdones, Godard) y, puesto que las referencias físicas e históricas me recordaron a Velázquez, le apliqué a la película la prueba de Las meninas. ¿Cómo recibo hoy este producto común y corriente de la fábrica hollywoodense? ¿Puede una película como ésta generar la dinámica, el movimiento, la dependencia mutua entre el observador y el observado, que he evocado al mirar Las meninas? Bueno, Elizabeth and Essex es protagonizada por la que yo considero la mejor actriz de cine de todos los tiempos, así como por uno de los peores actores de cine que jamás han sido, de tal suerte que, entre ambos, dramatizan perfectamente el problema de la presencia mediante la mirada. Pasemos por alto la actuación de Errol Flynn. El apuesto galán emerge de una larga estadía en la Torre de Londres con un envidiable bronceado californiano. Y cuando se dispone a ser decapitado, uno llora menos por la pérdida de la cabeza que por la del bronceado. Pero Bette Davis es dueña de la más asombrosa manera de estar en sus películas. Ninguna como actriz sabe ver y ser vista por la cámara de esta manera. No hay apartes, no hay Meninas, ciertamente. Lo que hay es un estilo de dirigirse a ti y a mí a través de la mirada. Un estilo de moverse y mirar y sentir, de tal suerte que nosotros nos convertimos en la cámara, como respuesta a la presencia de la actriz. Bette Davis no mira a la cámara y tampoco mira al público, salvo en la gran escena final de Hush, Hush Sweet Charlotte, cuando es trasladada de su casa a un asilo y desde la ventana trasera del automóvil mira su hogar perdido mirándonos a nosotros, objeto de esa mirada añorante, segunda morada de la nostalgia. Pero el estilo de Bette Davis consiste en darle todo su valor mediador a la cámara. Para lograrlo, no mira a la cámara ni al espectador. Mira a la pantalla misma. Mira cada cuadro de la película como si en él se concentrase toda la realidad, material, social y subjetiva. Bette Davis transforma así la pantalla en un espacio tan ancho como el de Piero della Francesca. Actuando intensamente dentro de cada recuadro fílmico, lo hace estallar cada vez que mira más allá del mismo. Y sustituye la mirada directa de Velázquez sobre el espectador, mediante el sesgo de un movimiento que, lo sospechamos, es sólo histriónico a fin de ser observado. Pues Bette Davis no es una actriz naturalista, sino una actriz que nos quiere decir que está actuando; quiere que la sepamos sorprendida en el acto de actuar, como sorprendemos a Velázquez en el acto de pintar. Una actriz que quiere que sepamos que la estamos viendo actuar. Los famosos manierismos de Davis son su manera de llamar nuestra atención al hecho de que ella es una actriz en una película. No es realmente la reina Isabel ni la emperatriz Carlota ni una vulgar camarera londinense, ni una rica heredera (¡ciega!). Como don Quijote dentro de su libro, Bette Davis está dentro de un medio artístico, dirigiéndose desde él a nosotros que vemos o leemos, pero sin renunciar a la realidad de su artificio. Mírenla ustedes moverse. La infanta se limita a mostrarnos su crinolina; Davis la golpea nerviosamente, se derrumba en su trono, mastica uvas y bebe una copa tan pesada como un cetro; se pone de pie, vuelve a cachetear la falda, se dirige a su esposo, vuelve a derrumbarse ante él, mientras la bella Olivia de Havilland canta romances (isabelinos) con su mandolina. Davis se columpia en la silla, ve su fealdad en el espejo y lo destroza arrojando la copa contra el vidrio. Ya no puede verse más. Ha roto la banalidad del espejo que la reproducía fielmente. Se ha vuelto ciega. Debe imaginar. Debe ser imaginada.
-Vámonos, abuelo, le dice una niña lazarillo a su pobre ancestro ciego después de golpear inútilmente en la ventana del cura Nazarín en la película de Buñuel:
-Vámonos, ¿qué no ve usted que no está?

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Jorge Luis Borges propuso una vez que si el realismo algún día iba a ser real, necesitaríamos un solo mapamundi que sería un inmenso mapa de papel cubriendo al mundo en su totalidad física. Creo que ni siquiera Christo, el escultor búlgaro, iría tan lejos (aunque, ¿quién sabe?). Albert Camus imaginó esta misma locura realista en términos cinematográficos. El realismo consiste en verme a mí mismo viendo una película de mí mismo viendo una película, infinitamente, hasta que yo muera o la cinta cinematográfica se agote. Y Adolfo Bioy Casares, en una de las más bellas ficciones fantásticas de nuestro tiempo, La invención de Morell, le dio cuerpo a todos los fantasmas de la tecnología. No habrá, quizás, más realidad superviviente que la proyectada por el rayo láser y habitada, dentro de un cajón -cámara, pantalla, computadora, video, red, féretro, fax-, por una población de espectros.

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Lo peor que le puede suceder a una fanático del cine como yo es servir de juez en un festival cinematográfico. El placer se convierte en deber y el otorgamiento de premios está cargado de presiones, intereses y una especie de mentalidad de escuela primaria. Número uno, número dos, tú eres el mejor, tú eres una birria. Buñuel estaba en el festival de Venecia en 1967 y yo era miembro del jurado. La productora italiana, Marina Cicogna, dio una fiesta fabulosa en un palacio del Gran Canal, el Ca'Vendramin, para presentar su producción de Edipo rey dirigida por Pier Paolo Passolini. No pude persuadir a Buñuel de que se pusiera un smoking y me acompañara. Pero cuando entré al palacio en el Gran Canal, vi un gigantesco fotomural de Buñuel mirándome desde lo alto. Otra visión me perturbó aún más. Todo el salón de baile estaba rodeado de pantallitas de televisión que reproducían la brillante fiesta que teníamos ante nuestros ojos. Esa noche estaban allí, como diría Terenci Moix, todas las estrellas del cielo y algunas más. Visconti, Mastroianni, Lollobrigida, Moravia, Jane Fonda, Taylor y Burton… Pero los invitados, en vez de verse a sí mismos o a las estrellas en carne y hueso, preferían atentamente mirarse a sí mismos (y a las estrellas) en la multitud de pantallas de televisión. La reproducción era más satisfactoria que la realidad. Yo pensé en Camus y el realismo, en la memoria literaria y visual, en las entradas y salidas de una obra de arte: en maneras de ver, viendo visiones. De regreso en México, acompañé a Buñuel a ver la versión del Rey de reyes de Nicholas Ray en un cine de la avenida Coyoacán. Cuando Cristo, interpretado por Jeffrey Hunter, es tentado por Satanás en el desierto por Technicolor, un espejismo de domos, minaretes y torres doradas aparecen en el horizonte. "Coño", exclamó Buñuel con una voz muy alta, "coño, ¡que le han regalado Disneylandia! ". La reacción del piadoso público fue tal que juzgamos prudente retirarnos de la sala de cine. ¡No nos pudimos enterar del final! Quiero decir que Nicholas Ray podía ser tan sorpresivo como un arriano o tan imaginativo como un hereje docetista. La película, supongo, arribó fatalmente a la palabra FIN pero sin nosotros, dos de sus espectadores, viéndola o siendo vistos por ella. Ahora tomaremos la píldora y nos sentaremos en el cuarto oscuro. A partir de nuestra mirada, una imagen se proyectará en la pared desnuda. Es un pequeño vagabundo que juega con su bombín y su bastón a medida que se aleja, dándonos la espalda, por una larga carretera, al atardecer. Es una isla incrustada con las joyas de la muerte: los esqueletos mitrados de un cónclave de arzobispos. Es una pareja vestida de etiqueta, bailando frente a un gran ventanal mientras la nieve cae sobre Manhattan. Es un aeroplano que despega de un aeropuerto nublado del norte de África sin ti y sin mí a bordo. Es, en efecto, el perpetuo reinicio de una hermosa amistad.
La película viene de mis ojos, y nadie puede expulsarme del teatro. El mundo y todo lo que hay en él empezaron hace veinte minutos, y nadie puede demostrarme lo contrario.

Carlos Fuentes. Viendo visiones. Capítulo I. Fondo de Cultura Económica Argentina, 2003.


Indalecio Liévano Aguirre - El conflicto entre la ética católica y la ética protestante



Mesianismo y Escatología. - La Edad Media. - Síntesis Agustino-Tomista. - Doctrina de la Gracia. - Crisis de conciencia cristiana. - El Renacimiento. - Los valores del mundo. - La Reforma. - Martín Lutero. - La revolución social alemana. - Calvino. - Doctrina de la Predestinación. - La Ética de los Elegidos. - Los "santos visibles". - El burgués puritano. - El Estado burgués y la moral del fariseo. - "El pueblo es una gran bestia". - La Contra-reforma. -Ignacio de Loyola. - La Ética del libre albedrío. - La reforma Social. - Loyola y Lenin. - La soberanía del pueblo. - Las Misiones y el Teatro. - Desarrollo económico de los pueblos atrasados. - Oriente y Occidente. - La exculpación. - Comienza la batalla.

Al tiempo que en la América española se cristalizaba, en las Leyes de Indias, el espíritu de justicia propio del pensamiento católico tradicional, en Europa comenzaba una revolución que habría de afectar las bases éticas, económicas y sociales sobre las cuales se construyó el gran edificio del catolicismo medioeval. Los historiadores suelen registrar, con actitud de asombro, los complejos fenómenos del Renacimiento, como si pensaran que ellos tienen algo de inusitado o de fantástico en la historia humana Nada justifica este asombro Las energías y pasiones que hicieron su explosión en el Renacimiento fueron las energías y pasiones del hombre de todos los tiempos, cuando consigue desembarazarse de las restricciones de la ética o la religión El que los hombres aspiraran a enriquecerse ilimitadamente y a disfrutar, sin trabas, de los bienes de este mundo, nada tenía de extraordinario o de inusitado. La sorpresa se podría justificar, en cambio, con respecto a la que vivió el hombre de la Edad Media, cuyos apetitos de lucro fueron frenados durante siglos hasta el extremo de que la economía medioeval adquirió las inconfundibles apariencias de una economía casi estática. Sólo cuando se reconoce la eficacia que tuvieron los frenos  religiosos sobre los instintos económicos del hombre medioeval, se puede entender la naturaleza de los tres grandes movimientos ocurridos en los siglos XV y XVI - el Renacimiento, la Reforma y la Contra- reforma -, cuyas consecuencias vivimos y padecimos en América, porque al tiempo que los conquistadores españoles, hombres típicos del Renacimiento, desataron en nuestro suelo el reinado del espíritu del lucro, fue también en la América española donde se efectuó uno de los más trascendentales experimentos de la Contra-reforma: las misiones jesuitas.
Para comprender estos grandes acontecimientos de la historia occidental, debemos preguntarnos, primero, cómo fue posible que el hombre medioeval aceptara durante siglos los frenos que la ética le impuso a sus instintos más espontáneos, comenzando por la ambición de riqueza y el afán desmedido de lucro. La respuesta se encuentra en la naturaleza misma de las grandes religiones mesiánicas, entre las cuales figura, en primer plano, el cristianismo.
La esencia del mesianismo no es, como frecuentemente se supone, la simple creencia en la venida futura de un Mesías, sino más bien la convicción de que ella coincidirá con el fin del mundo y que este acontecimiento habrá de producirse en un lapso relativamente próximo. Esta honda vivencia religiosa, llamada en Teología "convicción escatológica", domina la vida espiritual de las primeras comunidades cristianas e imprime su tinte de fervor característico a las prédicas de los Apóstoles, después de cumplido el grandioso drama de la vida y el sacrificio de Jesús. «Por lo demás - dice San Pedro en su Primera Epístola - el fin de todas las cosas se va acercando. Por tanto sed prudentes y velad en la oración ». Por su parte, Santiago advierte en su Epístola: «Tened también vosotros paciencia, confirmad vuestros corazones, porque la venida del Señor se acerca ». Y San Juan describe, con tremendo dramatismo, el fin del mundo y presenta a los ojos del creyente "el nuevo cielo y la nueva tierra" que habrán de emerger del cataclismo purificador que acompañará la venida del Mesías: «Y vi un cielo nuevo y tierra nueva - dice porque el primer cielo y la primera tierra desaparecieron... Ahora, pues, yo, Juan, vi la ciudad santa, la nueva Jerusalem descender del cielo por la mano de Dios... No habrá ya muerte ni llanto, ni alarido, ni habrá más dolor, porque las cosas de antes son pasadas ». (Apocalipsis XX).
La gran expectativa mesiánica engendró una nueva espiritualidad sobre el cuerpo exánime del escepticismo clásico y condujo a los hombres de Occidente, estremecidos por la "emoción escatológica", a adoptar una actitud de total desprendimiento ante los bienes de este mundo. La vida terrenal adquirió la significación de mera etapa preparatoria para esperar la próxima llegada del Mesías y la historia humana halló su símbolo expresivo en la concepción de "Las Dos Ciudades", de San Agustín. «Está escrito - decía el Obispo de Hipona - que Caín fundó la ciudad terrenal; pero Abel, verdadero tipo del peregrino, del viajero, no hizo lo mismo. Porque la ciudad de los Santos no es de este mundo, aunque hace nacer a sus ciudadanos en él para que cumplan su fugaz peregrinaje, hasta que llegue la hora del Reino de Dios ».
Centradas todas las expectativas de la existencia en la Ciudad de Dios, la vida propiamente terrenal perdió importancia y así pudo afirmarse, en el marco de la conducta humana, una ética rigurosa, fundada en un apasionado amor al prójimo y en el repudio categórico de toda idea que fincara la conquista de la felicidad en el apego a las riquezas materiales. « El cristiano - decía San Agustín - no debe abundar sino reconocerse pobre. Si tiene riquezas debe saber que éstas no son riquezas verdaderas... Seamos pobres y entonces seremos saciados. Dios no mira el haber sino la codicia y ve que el mendigo anhela cosas temporales y le juzga según la codicia no según los haberes que no le ha sido posible conseguir... No te llames a engaño ni sueñes carnalmente con una tierra que lleva leche y miel, fincas, amenas, huertos fértiles y sombreados; no sueñes alcanzar tales cosas, que suele codiciar aquí el ojo de la avaricia. Pues siendo la codicia raíz de todos los males, hay que extirparla ».
La gran vivencia religiosa del mesianismo domina toda la Edad Media y se manifiesta en las concepciones de la Parusia, del Milenio y tantas otras, que representaban las sucesivas elaboraciones intelectuales de la creencia en el próximo fin del mundo. La influencia que ellas tuvieron en el pueblo, explica suficientemente las numerosas aclaraciones que al respecto hicieron los Padres de la Iglesia y la necesidad en que se vio todavía el Pontífice León X, en el quinto Concilio dé Letrán, de amenazar con la pena de excomunión a quienes anunciaran con "fecha fija" el fin del mundo.
Hubo también factores, típicamente económicos, que en forma decisiva contribuyeron al arraigo del ascetismo medioeval. La tremenda desarticulación introducida en el cuerpo geográfico del mundo clásico por las invasiones de los bárbaros y la completa paralización del comercio, a causa de la vio lenta ofensiva del Islam en el Mediterráneo - la gran vía de comunicación del mundo clásico -, sitiaron a la Cristiandad y « la Europa occidental - dice Pirenne - volvió al Estado de región exclusivamente agrícola. La tierra fue la única fuente de subsistencia y la única condición de la riqueza... Los bienes muebles ya no tenían uso económico alguno... ».
En este mundo saturado de tensiones espiritualistas, cuya economía había perdido toda complejidad, le fue posible a la Iglesia efectuar un cambio revolucionario en las nociones tradicionales sobre la riqueza, los medios de conseguirla y la manera de usarla. El fin de la actividad económica dejó de ser la simple ambición de lucro para contraerse a la satisfacción de las necesidades esenciales. El atesoramiento de bienes materiales se miró con desconfianza, juzgándolo síntoma de avaricia, y se trató de que la actividad económica se rigiera por la súplica evangélica: «El pan nuestro de cada día dánosle hoy». La producción, el uso del dinero, la propiedad, los contratos, etc., fueron sujetos al fin superior de la salvación y la economía, como tal, debió someterse a la ley Moral. La teoría de los precios se vinculó a los costos de producción y no a la acción de la oferta y la demanda, y se intentó acomodar el salario a las necesidades de los obreros y no a los requerimientos de los productores.
El problema central que se debatió en el campo de la ética económica medioeval fue el de la usuras El ataque masivo realizado contra los usureros por los teólogos, canonistas y Concilios, se comprende por el problema de carácter religioso planteado por la usura. Cobrar por ayudar al prójimo y servirse de la miseria y las necesidades ajenas para derivar utilidades, se consideró un pecado capital y los Concilios Ecuménicos de Lyon, en 1274, y de Viena, en 1312, promulgaron la más severa, legislación contra los usureros Se les excluyó de la comunidad católica y se prohibió su entierro cristianó. Sus testamentos se declararon nulos y ningún individuo, ni sociedad, podían arrendarles casas, ni tener comercio alguno con ellos.
A los magistrados que en las Cortes reconocieran eficacia jurídica a los contratos de que se servían los prestamistas para disfrazar sus operaciones, se les conmino con la excomunión. De acuerdo con las disposiciones del Concilio de Viena, los usureros sólo podían librarse de las penas pronunciadas contra ello si se avenían a restituir las ganancias obtenidas por la usura.
No quiere ello decir que los principios normativos reflejaran exactamente la realidad social de la Edad Media. La continua lucha de la Iglesia contra las prácticas económicas de la época demuestra que tales principios se desconocían frecuentemente y la insistencia de los Concilios , en prohibir la usura a los eclesiásticos, permite suponer que elles no eran ajenos, como no lo fueron, a una actividad tan mal mirada por teólogos y canonistas. Se cometería un error, sin embargo, si de este reconocimiento se pretendiera deducir que las doctrinas de la Iglesia no tuvieron efecto alguno sobre la conducta, del hombre medioeval. Todo lo contrario. Los "bárbaros" que salieron de los bosques del Norte o de las planicies desérticas del Asia y se precipitaron, como fieras de presa, sobre el mundo occidental, adoptaron gradualmente, gracias a la profunda religiosidad de la Edad Media, unos éticos que otorgaban protección a los humildes contra los abusos de los poderosos. El odio que profesaba Federico Nietzsche al cristianismo le permitió comprender, como pocos han comprendido, la profundidad de la obra realizada por la Iglesia y en su famoso libro, "El Anticristo", consignó estas brutales sentencias, que constituyen la mejor defensa de la Iglesia Católica: « Lo que hizo posible él cristianismo no fue, como se cree, la corrupción de la Antigüedad noble. Nunca se combatirá bastante la imbecilidad de los sabios que sostienen semejantes tesis. En la época en que las capas de parias enfermos y corrompidos se cristianizaron en todo el imperio romano, el tipo contrario, la distinción, existía en su forma más bella y acabada. La mayoría se hizo entonces señora; la democracia de los instintos cristianos obtuvo la victoria... Dios en la cruz, ; no se comprende la terrible intención que hay detrás de este símbolo? Todo lo que padece, todo lo que está colgado, de la cruz es divino... El que las razas del Norte de Europa no rechazaran al Dios cristiano, es cosa que verdaderamente no honra a su don religioso... El cristianismo se puso del lado de lo débil, de todo lo bajo, de todo lo fracasado, y formó, ideal en oposición a los instintos de conservación de la vida fuerte. En el cristianismo figuran en primera línea los instintos de los esclavos, de los subyugados y los oprimidos; las castas más bajas son las que buscan en él su salvación... Otorgar la inmortalidad a Pedro y a Pablo ha sido el atentado más monstruoso contra la parte noble de la humanidad... Nadie tiene hoy la osadía de los privilegios, de los derechos de dominación y del sentimiento de las distancias. El sentimiento aristocrático ha sido minado subterráneamente por la mentira de la igualdad de las almas... ».
El ideal de la Edad Media, fundado en el principio de que la sociedad es una entidad espiritual y no una máquina económica, fue sistematizado en las trascendentales disposiciones del Derecho Canónico sobre la usura, y en sus definiciones del "justo precio", el "salario necesario" y la "ganancia legítima". Este ideal alcanzó su expresión más completa en el libro monumental de un monje salido de una de las Ordenes religiosas fundadas por el genio español: el dominico Tomás de Aquino.
La famosa "Suma Teológica" de Santo Tomás, cuya grandeza conceptual podía hacer pensar que ella serviría de preludio de una nueva época, sólo alcanzó a ser el epílogo de la Edad Medial Cuando el monje dominico resumía toda la experiencia acumulada por la sabiduría medioeval, ya comenzaban a sentirse esos ruidos sordos y subterráneos que anuncian la proximidad de las grandes revoluciones. Tomás de Aquino no los oyó y en la paz de su celda conventual continué escribiendo el libro que sellaría con singular magnificencia el final de una gran época. Su obra no tuvo mayor influencia por la súbita modificación de las condiciones que mantuvieron durante siglos el delicado equilibrio social de la Edad Media. Esas condiciones comenzaron a transformarse cuando las Cruzadas restablecieron el contacto entre Europa y el Oriente, se redujo la presión del Islam y pudo reanudarse el comercio en el Mediterráneo. Entonces el espíritu de lucro reapareció con inusitado vigor y el contacto con el lujo oriental despertó de nuevo en el hombre europeo la ambición de disfrutar de una existencia grata y confortable. Un mundo que había estado privado largamente de la abundancia y del lujo, absorbió con voracidad los productos de civilizaciones más refinadas y a través de ellos adquirió un concepto distinto de la riqueza. El precio justo, la ganancia legítima y el interdicto de la usura perdieron su eficacia restrictiva y la balanza comercial de Europa con Oriente se tomó deficitaria y hubo de compensarse con el flujo de metales preciosos que venían de América. El comercio dio origen a gigantescas fortunas y los Fúcar, los Welser y los Médicis, para no citar sino los principales, convirtieron el oficio de los usureros de la Edad Media en el núcleo central de la actividad económica de la nueva época. La tierra reseca de la Edad Media, azotada por vientos de espiritualismo ascético, se vio humedecida, irrigada, por una corriente de vitalidad hedonística, por una desenfrenada gula de bienes materiales. Esa tierra reseca se convirtió en selva y de esa selva emergió de nuevo el hombre sin frenos éticos, la magnífica bestia de presa, cuyos modelos serían los "condottieros" italianos, los conquistadores españoles, los piratas ingleses, los negreros portugueses y los comerciantes y banqueros alemanes e italianos. El proceso llegó a su culminación cuando un miembro de la familia Médicis, de esa familia que hizo fortuna y construyó su poderío con la práctica de la usura, se ciñó la Tiara Pontificia y se sentó en el trono de San Pedro. Fue Giovanni de Médicis - quien goberné a la Iglesia como León X - el autor de la famosa Bula, de 1517, en la que se autorizó la venta de Indulgencias para financiar la construcción de la Basílica de San Pedro.
El Renacimiento, por eso, presenta dos caras bien distintas para el historiador, como las presentó para los cronistas de la época: de un lado se advierte la esplendidez y el lujo de las minorías enriquecidas en las especulaciones comerciales y en la banca y del otro se entrevé la extremada miseria de las multitudes. Una miseria bien distinta de la antigua pobreza de la Edad Media; una miseria que no era el resultado de la estrechez general de una época sino de la franca explotación de los desposeídos por los nuevos ricos, quienes ahora se servían de los remanentes del feudalismo para acelerar el proceso de concentración y atesoramiento de la riqueza.
Este explosivo contraste entre el lujo y la miseria con lujo a un estado de malestar general y en extensas zonas de a cultura de Occidente comenzaron a removerse, con inusitada violencia los fundamentos tradicionales del orden. Los mes de campesinos crearon una situación extremadamente tensa y los espíritus más alertas de la época no dejaron de advertir que los levantamientos de los campesinos en Alemania, por ejemplo, eran síntoma inequívoco de una explosiva insurgencia social que, de seguir su lógico curso, iba a anegar, en una inmensa marejada revolucionaria, todas las estructuras jerárquicas de la sociedad.
La rebelión general de los hombres del Renacimiento contra el espíritu de la Edad Media se traduce, por tanto, en dos tipos de reacciones bien distintas: los estamentos acaudalados pretenden desembarazarse de las restricciones éticas que durante siglos encadenaron el espíritu de lucro, y la multitud de los desposeídos aspira confusamente a crear un orden social en el que reine la justicia y desaparezca la miseria. La "comunidad de bienes", atribuida a las sectas primitivas cristianas, se entrevé como una esperanza por todos los humildes y esa esperanza alcanza a contagiar a algunos de los teólogos católicos del Renacimiento y da motivo a obras monumentales, como la "Utopía" de Tomás Moro y la "Ciudad del Sol" de Campanella. En ellas se describe el modelo de una sociedad comunista, de la que ha desaparecido la propiedad privada y se rige por los principios esenciales del Cristianismo.
Si la Teología medioeval se mostró impotente para oponerse al doble embate del Renacimiento, ello no quiere decir que el espíritu renacentista fuera capaz de convencer a los hombres de la legitimidad de los cambios revolucionarios que estaban cumpliéndose. La conciencia de frustración que se percibe en todo el movimiento intelectual renacentista se debe a la incapacidad de los Humanistas para ofrecer una teoría capaz de legitimar el anhelo general de disfrutar plena mente de este mundo y de construir en él una morada amable para el ser humano, en contraposición con el espíritu ascético de la Edad Media. Como resultado de este fracaso se introdujo una radical dicotomía entre las convicciones y el comportamiento. Las actividades económicas de la época se desenvuelven sin tener en cuenta los antiguos preceptos sobre la usura el precio justo, el salario necesario o la ganancia legítima, pero sobre la conducta de los banqueros y comerciantes pesa toda vía el rechazo público, la sanción moral de las antiguas doctrinas. Los hombres del Renacimiento se enriquecen, es verdad, pero no pueden estar orgullosos de su riqueza, ni mucho menos de los medios empleados para adquirirla.
Destruida la antigua armonía entre la fe y la conducta, los grandes bastiones de la dogma católica se vieron asediados por una masa de fuerzas oscuras y repentinamente se cuarteé aquel de los dogmas de la Iglesia en el que los pensadores cristianos habían tratado de ofrecer una solución definitiva para el más profundo y decisivo de los problemas a que deben enfrentarse todas las religiones: el problema del Mal.
Desde principios de la humanidad el hombre trató siempre de hallar una explicación satisfactoria para la probada capacidad que poseen los seres humanos de hacer el mal a sus semejantes y para todas las formas de desventura que en el mundo se traducen en dolor, miseria, enfermedad y muerte. En las antiguas religiones de Oriente se concibió el Mal como una ineludible fatalidad cósmica, a la que se atribuyó carácter divino, y la historia se asimilé a una lucha, en el escenario del mundo, entre las potencias divinas del Bien y las fuerzas, igualmente divinas, del Mal. Esta concepción dio origen a un credo religioso dualista, que no dejaba al ser humano otro recurso que el de anular su vida sensible para escapar hacia la disolución espiritual del Nirvana o resignarse a reconocer que las injusticias, la miseria- y los dolores del mundo eran el producto legítimo de uno de los principios divinos que regían, desde toda la eternidad, la marcha del cosmos.
El genio religioso hebreo se rebeló contra el fatalismo de las religiones orientales y en lugar de atribuir un carácter eterno e inmutable al mal, lo interpretó como el producto de un acontecimiento histórico, la Caída del Hombre, caída que introdujo, en un mundo inocente y feliz, las dramáticas desventuras del Mal. Se necesité, sin embargo, de una profunda revolución en el mismo ámbito de la religión judía para que la humanidad pudiera dar el paso siguiente, el más decisivo, desembocar en la grandiosa doctrina de la Redención. La vida y la muerte de Jesús pusieron término a la idea oriental la inevitabilidad del mal y los primeros Padres de la Iglesia al reducir a términos teológicos el significado del sacrificio  de Cristo, ofrecieron a la humanidad un nuevo y grandioso  credo religioso, en el cual el gran misterio de la Redención privó de su carácter fatalista a las injusticias y viejas formas de opresión que las doctrinas orientales juzgaron inherentes al orden divino del cosmos.
 Como la idea de la Redención abrió campos insospechados a la esperanza y al optimismo de los hombres, encadena basta el momento por el pesimismo del Oriente, la Iglesia hubo de enfrentarse a la inmediata aparición de doctrinas que llegaron a poner en peligro su unidad dogmática y su estructura temporal. La idea de la Redención llevó a muchos espíritus a pensar que, una vez emancipado el hombre de la culpa original por los méritos de Cristo, sobraba la liturgia sacramental y bastaba, a los creyentes, imitar individualmente la vida del Salvador para que les fuera dable alcanzar la bienaventuranza. Tales fueron las doctrinas que predicó Pelagio en momentos en que la Cristiandad necesitaba de toda la eficacia de su organización temporal para completar la conquista del mundo clásico y domeñar a los bárbaros que, en grandes masas, se precipitaban sobre el cuerpo geográfico de la civilización latina.
La grave amenaza que para la expansión del cristianismo acarreó una doctrina que descartaba la necesidad de los carismas sacramentales y la mediación del sacerdocio católico, ex plica el radical cambio que ocurrió en el pensamiento siempre generoso y benévolo de San Agustín y su apego repentino. a la doctrina de la Predestinación, doctrina que implicaba un renacimiento, en el mundo occidental, de muchas de las características del viejo fatalismo del Oriente. En el desenvolvimiento - dice Bonaiuti - del sistema que contrapone al moralismo de Pelagio, formula (San Agustín) aserciones de un pesimismo feroz, que la tradición cristiana debió repudiar explícitamente más tarde... Pinta con colores tan tenebrosos las consecuencias de la culpa original, que llega a suprimir implícitamente toda libertad del albedrío humano convertido, a causa de la culpa de origen, en un miserable esclavo del Mal... La Gracia, pues, o sea el sostén divino necesario para que este paralítico espiritual estire sus miembros contraídos, es un don enteramente gratuito y la salvación, el fruto de un decreto infalible de la bondad Divina. Se salvan o se condenan aquéllos que Dios quiere misteriosamente que se salven o se condenen... No obstante las exageraciones agustinianas, inevitables en una áspera controversia de veinte años, ellas cumplieron una altísima misión histórica en el proceso del pensamiento cristiano. A través de los siglos, podemos reconocer fácilmente que, si hubiese prevalecido el pelagianismo, el organismo eclesiástico, en cuanto medio e instrumento de distribución de los carismas de los cuales se alimenta la vida espiritual de los fieles, hubiera quedado cortado en su raíz.
La doctrina de la Gracia fue, pues, la solución que ofreció la Teología medioeval para el dramático problema planteado por Pelagio. De acuerdo con ella, el hombre, marcado por el pecado, no podía salvarse por sus propias obras sino por la acción de la Gracia Divina, que, "sin méritos ni proporción", le otorgaba Dios para alcanzar la bienaventuranza. «Dios escoge a los hombres y no los hombres a El», decían los teólogos medioevales. La Escolástica, es verdad, trató de salvar la libertad del hombre y el valor del albedrío, haciendo la distinción forzada entre Gracia suficiente, que permitía el con curso del albedrío, y Gracia eficaz, que disfrutaba de plena operancia sobre la voluntad. Esta distinción, no obstante, tenía un carácter meramente intelectualista y el sentido profundo de la Teología medioeval se orientaba a reducir al mínimo la acción de la voluntad en la economía de la salvación. La contradictoria definición del problema dada por Tomás de Aquino, muestra que el intento de armonizar la Omnipotencia de Dios con la libertad del hombre sólo se con siguió a costa de colocar en plano secundario al albedrío. « De que nada resiste la voluntad divina - dice Santo Tomás - resulta que no sólo adviene lo que Dios quiere, sino que adviene, sea libremente, sea necesariamente». El dogma de la Gracia, así concebido, se amoldaba perfectamente a un tipo de sociedad, como el de la Edad Media, en que la vida terrenal tenía el sentido de mera preparación ascética para el logro de la bienaventuranza.
El primer ataque de fondo contra el dogma de la Gracia lo encabezó el monje agustiniano Martín Lutero, quien inició, de esta manera, el complejo fenómeno histórico de la Reforma. Atormentado su espíritu por profundas contradicciones, hijas de la exuberancia vital de su personalidad, Lutero comprendió a medias el problema de fondo de su tiempo y en su masivo ataque a la doctrina de la Gracia no se propuso emancipar la voluntad humana sino atarla más estrechamente a un nuevo tipo de ascetismo. Para negar el dogma de la Gracia, Lutero se acogió a la tremenda doctrina de la Predestinación, empleada por San Agustín en su histórica controversia con Pelagio, y negó, en forma más radical que los Escolásticos, la acción del albedrío en la economía de la Salvación. Sólo la fe tenía eficacia salvadora para Lutero. Sólo ella justificaba. «La fe decía - es cosa completamente distinta del libre albedrio ».
El hombre no tiene libertad «al igual que un tronco, que una piedra, que un montón de barro o que una estatua de sal... El testimonio de nuestra razón nos dice que no puede haber voluntad libre ni en un hombre, ni en un ángel, ni en un ser viviente ninguno ».
Si Lutero tornó más dramática la dependencia espiritual del hombre, cortó, en cambio, los vínculos que lo ataban al cuerpo material de la Iglesia, porque al negar la eficacia salvadora de la Gracia, que el creyente obtenía por la práctica de los Sacramentos, hizo inútil la función del sacerdocio católico y convirtió el problema de la salvación en un diálogo personal entre Dios y el creyente. Si el hombre conseguía llegar al éxtasis y renunciamiento propios del místico, ello le daba derecho para considerarse como uno de los predestinados por Dios, desde toda la Eternidad, para salvarse.
Fue su audaz y arrogante negativa a reconocer la legitimidad del cuerpo material de la Iglesia, y no su Teología, el motivo que provocó el estallido revolucionario de la Reforma. El guante de desafío lanzado por él a la Silla Pontificia, ocupada entonces por un miembro de la familia Médicis, y su rechazo rotundo a permitir la venta de Indulgencias, provocaron la revuelta social que venía incubándose en Alemania. Los campesinos se levantaron en masa y se dio comienzo al asalto sistemático de los Castillos medioevales. El odio entre siervos y barones empapé de sangre el suelo germano y, como lo advierten los cronistas de la época, en las noches podían verse las campiñas iluminadas por inmensas hogueras en las que se consumían las fortalezas de los señores feudales. Los siervos, formados en ejércitos improvisados - como acaeció después de la Revolución Francesa y en la Revolución Rusa -, tomaron cruenta venganza de sus antiguos señores y los jefes de los campesinos, Karlstadt y Tomás Munster - confiados en el apoyo de Lutero -, propusieron soluciones que lindaban prácticamente con el comunismo. Sobre este escenario de gigantesca ebullición se agrandó la figura del monje agustino y con ella el movimiento de insurgencia contra el Papado. « Lutero - dice uno de sus biógrafos - procedía realmente de abajo; era una fuerza eruptiva salida de la tierra, un cráter que estalló súbitamente, y que vertió su lava ígnea sobre Alemania, incendiándola; era un volcán que arrojó rabiosamente sus piedras contra la lejana Roma; y que, con sus erupciones, causó incendios en el resto de Europa ».
La lealtad de Lutero al movimiento de inconformidad desatado por su exaltada pasión de místico, tuvo corta duración. Los levantamientos de los campesinos le aterraron y terminó por entregarse a los Príncipes Electores y a los barones, traicionando a las multitudes que le veneraban y creían en él. Era lo suficientemente prudente - dice su panegirista Alfred Weber - para saber que su nueva fe sólo podría conseguir un apoyo y más tarde una forma eclesiástica, mediante la protección y los intereses de los poderes estatales que entonces surgian ». Con la bendición y estímulo de Lutero, los señores feudales de Alemania masacraron en forma brutal a los campesinos y la revuelta luterana se redujo, desde entonces al saqueo de las tierras de la Iglesia por los Príncipes Electores y su cauda de voraces barones. El luteranismo dejó de representar la gran esperanza de redención humana que había encarnado en su alborada y de el sólo quedó, en realidad, lo que necesitaban las clases dirigentes alemanas: la repudiación del Papado. Fue principalmente una religión de los alemanes y para los alemanes.
Si la Reforma se hubiera reducido a las doctrinas luteranas, sus alcances habrían sido menores. Pero la insurgencia iniciada por Lutero se transformó en una doctrina demoledora cuando la dirección del movimiento reformista pasó a manos de un hombre excepcional, dotado de un genio frío e implacable y quien poseía, es verdad, una gran versación teológica, pero carecía de verdadero espíritu religioso: Juan Calvino. El comprendió, mejor que Lutero, las potentes fuerzas que se agitaban en el subfondo de la cultura occidental y se propuso utilizar la Teología no para apaciguar los conflictos de su espíritu, sino para dar a la revolución económica del Renacimiento la justificación moral que le faltaba. En su obra monumental "Las Instituciones Cristianas", el penetrante genio de Calvino salvó a la Reforma de ser un mero episodio y la convirtió en un movimiento formidable, que habría de transformar profundamente el mundo. Su aspiración fue justificar, con la religión, el derecho de los lobos a andar, sin ningún género de trabas, en medio del rebaño de las ovejas. Para conseguir este fin, Calvino ancló en el centro de su Teología la tremenda doctrina de la Predestinación, como lo hizo Lutero, y de ella. de dujo consecuencias éticas que darían origen a un tipo de sociedad, en la cual sería difícil reconocer los valores clásicos del cristianismo. « Dios no sólo previó - escribió Calvino - la caída del primer hombre.., sino que lo determiné todo por su propia voluntad... Ciertos individuos que El escoge como sus Elegidos, están predestinados a salvarse desde toda la eternidad, por merced gratuita e independiente de todo mérito; los demás han sido destinados a la condenación eterna por un justo e irreprochable, aunque incomprensible, juicio divino ». No se limitó Calvino a fundar su Teología en un principio que dividía tajantemente a la humanidad entre los elegidos y los réprobos, sino que dio, a continuación, el paso revolucionario en que consistía su aporte a la idea de la Predestinación: la doctrina de la Comprobación. Con esta doctrina se propuso Calvino satisfacer el explicable anhelo, de los hombres, de conocer si pertenecían o no al grupo de los Elegidos y formular una nueva ética, contraria y distinta a la medioeval.
¿Cuáles eran los síntomas infalibles que consideraba Calvino como "comprobación" de que una persona formaba parte del grupo de los Elegidos de Dios? El Reformador juzgaba que las virtudes salvadoras eran la sobriedad, el ahorro, la diligencia, la frugalidad, el repudio de los placeres sensuales y, en completo acuerdo con el espíritu del Renacimiento, miraba el éxito económico como señal característica de los predestinados. Así la adquisición de riqueza se convirtió para el creyente en el más elevado deber moral y en auténtico requisito de la salvación. Uno de los principales teólogos calvinistas, Richard Báxter, en su famoso "Directorio Cristiano", definía, de la siguiente manera, el ideal de la ética calvinista: « Si Dios os muestra un camino que os va a proporcionar más riqueza que siguiendo, camino distinto y lo rechazáis para seguir él que os enriquecerá menos, ponéis obstáculos a uno de los fines de vuestra vocación y os negáis a ser administradores de Dios y a aceptar sus dones para utilizarlos en su servicio cuando El os lo exigiese. Debéis trabajar para ser ricos, no para poner vuestra riqueza al servicio de vuestra sensualidad y vuestros pecados, sino para honrar con ella a Dios »
El enriquecimiento como vocación del creyente y la práctica de las virtudes que conducían al atesoramiento de dinero, como exigencia para pertenecer al grupo de los Elegidos, he ahí la esencia de la ética calvinista, designada admirablemente para transformar a la naciente burguesía occidental en una fuerza activa y disciplinada. A fin de que nadie se equivocara sobre los objetivos perseguidos por el nuevo credo, Calvino dio a continuación el paso revolucionario que sería la decisiva razón de sus éxitos proselitistas: rompiendo con todas las tradiciones canónicas, declaró legítima la usura.
Su Iglesia se ensanchó entonces con las conversiones "repentinas" de los grandes banqueros, comerciantes y especuladores de la época - de la alta y media burguesía del Renacimiento -, que largamente habían esperado una doctrina moral que legitimará sus riquezas y los medios empleados para adquirirlas. « El capitalismo - dice Henri Pirenne - estorbado por las restricciones que puso la Iglesia al comercio del dinero y a la especulación, le procuró a los calvinistas la adhesión de un buen número de negociantes y de empresarios. Es preciso no olvidar aquí que Calvino había reconocido la legitimidad de los préstamos con interés, que Lutero, fiel esto como en tantas otras cosas a la teología tradicional, condenaba todavía. Los primeros recursos puestos a la disposición de la nueva Iglesia para cubrir sus gastos de propaganda - si se nos permite emplear una expresión harto moderna pero que responde perfectamente a la naturaleza de las cosas - le fueron anticipados por comerciantes enriquecidos. Hacia 1550 es ya considerable en la plaza de Amberes el número de los recientemente convertidos entre el mundo de la Bolsa. Los católicos se quejan de que aquéllos se aprovechan de su influjo sobre los obreros para obligarlos, por lo menos aparentemente, a adherirse a su fe. También la nobleza suministra desde el principio un numeroso contingente de adeptos ». Este entusiasmo estaba sobradamente justificada porque Calvino, con su Religión, convirtió a los ricos en "santos visibles", como desde entonces comenzaron a llamarse los burgueses de Londres, de Ginebra, los Países Bajos y Alemania. « No es totalmente caprichoso afirmar - escribe Tawriy - que en un escenario menor, pero con armas no menos formidables, Calvino hizo por la burguesía del siglo XVI lo que Marx realizó por el proletariado en el siglo XIX; la doctrina de la Predestinación otorgó la ansiada seguridad de que las fuerzas del universo estaban del lado de los Elegidos, como en una época diferente y posterior haría el materialismo histórico con el proletariado ».
Como el fin de toda ética, digna de ese título, es la "crianza" de un tipo de hombre, debemos considerar, así sea someramente, las cualidades del tipo humano criado por la moral calvinista: el burgués puritano.
Para modelar su arquetipo histórico sobre la frágil masa de la arcilla humana, Calvino organizó en Ginebra, y lo mismo hicieron sus continuadores en Inglaterra y Norte América, una verdadera Inquisición, cuya finalidad era imprimir a los creyentes las virtudes que Calvino situé en el centro de su sistema moral: la sobriedad, el ahorro, la diligencia y el repudio de los placeres de los sentidos. En Ginebra, como después en la Nueva Inglaterra, se estableció una feroz "policía de las costumbres" y todas las acciones de los particulares fueron objeto de acuciosa vigilancia y de sanciones draconianas. El presupuesto familiar, los gastos menores, las diversiones, el modo de vestir, el atuendo de las mujeres, las oraciones y los deberes conyugales, fueron sometidos a la permanente y alerta intervención de la nueva Iglesia. En sus observaciones sobre este aspecto del calvinismo dice Max Weber: « La concuspicencia aneja al coito, es considerada como pecaminosa, inclusive en el matrimonio y, según opinión de Spener, es consecuencia del pecado, que convierte un hecho natural y querido por Dios en algo indisolublemente unido con sensaciones pecaminosas y por tanto en un pudendum ». El teatro fue también motivo de particular aversión por parte de los calvinistas y por su influencia se cerraron, en masa, los teatros de los países occidentales donde dominaron sus sectas. Hasta el famoso teatro de Stratford, donde se presentaban regularmente las obras de Shakespeare, fue clausurado por los puritanos, lo cual explica el odio que profesaba Shakespeare a los sórdidos hijos de Calvino. Pero no se crea que la "crianza" del burgués puritano se efectué por medios suaves o tolerantes. Para anclar la moral burguesa en el alma de los creyentes, Calvino prendió las hogueras de la Inquisición protestante. Su alma de moralista sádico gozaba presenciando los castigos que decretaban los "santos" contra los infractores de las severas restricciones exigidas por su "moral de la avaricia". Centenares de victimas fueron torturadas en las cárceles de Ginebra y llevadas a la hoguera, bajo la mirada febril del nuevo Papa de los protestantes. El caso del sabio español Miguel Servet, a quien se debe el descubrimiento de la circulación de la sangre, fue uno entre tantos, famoso apenas por la celebridad de la víctima. Servet fue quemado en Ginebra por orden de Calvino, quien se complació visiblemente, durante el horrible espectáculo, porque la mala calidad de la leña prolongó la tortura del gran sabio español. ¡Causan risa, por tanto, los escándalos farisaicos de los historiadores protestantes contra la Inquisición española!
La moral calvinista tuvo dramáticas consecuencias para el destino de la humanidad. Por ella, el espíritu de lucro se convirtió en sinónimo de santidad y la pobreza en síntoma anticipado de reprobación. «Un cristiano - reza un proverbio calvinista - no puede, ser un mozo de cuerda o un holgazán, y ser bienaventurado ». « Si el hombre - agrega otro - es grande y rico, él hará una armonía más dulce y melodiosa en los oidos de Dios, que si fuese pobre y de baja condición » Las naciones, cuyas clases dirigentes se impregnaron de la ética puritana, dejaron de considerar la explotación del pobre como hecho censurable y la juzgaron como una virtud del rico « Ya Calvino - observa Weber - había dicho que "el pueblo", es decir, la masa de los trabajadores y artesanos, sólo obedece a Dios cuando se mantiene en la pobreza; esta afirmación sería "secularizada" por los holandeses en el sentido de que los hombres sólo trabajan cuando la necesidad los impulsa a hacerlo, y la formulación de ese leit-motiv de la economía capitalista condujo más tarde a construir la teoría de la "productividad" de los salarios bajos».
 Del concepto de los ricos predestinados se pasó pronto al de los pueblos y las razas predestinadas. Las grandes colonizaciones anglosajonas en los siglos XVI y XVII se efectuaron por adeptos de las sectas calvinistas y los crímenes y depredaciones que cometieron los famosos "peregrinos" puritanos contra los nativos se justificaron con citas de la Biblia, que oportunamente invocaban sus Pastores Biblia, sin embargo, no fue aceptada por los puritanos en su integridad y secuencia lógicas. Calvino y sus sucesores comprendieron que el Nuevo Testamento representaba una revolución contra el espíritu de la casta de negociantes judíos - simbolizada por los fariseos, los publicanos y los rabinos - y sus predilecciones fueron, por tanto, para el Antiguo Testamento. Jehová, el Dios terrible, el Dios del "pueblo escogido", reemplazó en la mente del puritano a la figura amable de Jesús, quien no tenía Elegidos, había venido a redimir a todos los hombres y arrojó a los mercaderes del templo, porque «mi casa es casa de oración y no cueva de ladrones». En el alma del puritano se repitió el drama del Calvario; Jesús no triunfé sobre Jehová, sino Jehová sobre Jesús y la ética dio un salto atrás de dos mil años.
Renació entonces en el mundo, como era natural que su. cediera, la esclavitud, institución que la Iglesia casi había lo. grado extinguir. Los continentes de color se vieron asaltados por las "naciones predestinadas", por los "pueblos elegidos", los cuales reanudaron la monstruosa piratería de la trata de negros. Y como si todo esto fuera poco, en el curso de corto lapso, las naciones occidentales pasaron de la ética que prohibía la usura a la institucionalización de la prisión por deudas. Así se resolvió, en parte, el problema de la escasez de mano de obra en las colonias puritanas de Norte América. Los deudores de la plutocracia calvinista inglesa fueron enviados a los dominios, encadenados como esclavos, para pagar las sumas adeudadas, con el producto de su venta, como siervos, a los plantadores del Nuevo Mundo.
Sólo en un país dominado por la ética puritana, como Inglaterra, podía concebirse la posibilidad de que se dictaran leyes llamadas "de pobres", para perseguir deliberadamente a los pobres. Sólo ese tipo de ética podía explicar la existencia, en las ciudades inglesas, de esas infames bastillas, llamadas Casas del Trabajo, en las que se amontonaban los desocupados no para recibir un alivio sino para ser "castigados" por estar sin trabajo. Sólo bajo el régimen de la burguesía puritana podían explicarse las doctrinas que, en los siguientes términos, des cribe el historiador inglés Tawny: «Se quejaban los empresarios de que, en comparación con los holandeses, los obreros ingleses eran indulgentes y vagos... Que de ello se deducía la conveniencia de los altos precios, los cuales no eran una desgracia sino una fortuna, porque de esta forma se compelía a los asalariados a ser más industriosos; que los altos salarios, lejos de ser una bendición, eran una desgracia, porque ellos conducían a las "orgías semanales". Cuando estas doctrinas se aceptaron generalmente, fue natural que los rigores de la explotación económica se predicaran como un deber público y, con pocas excepciones, los escritores de la época difieren solamente en los métodos por los cuales la severidad debía ser ventajosamente organizada... Todos estaban de acuerdo en que, tanto en el campo moral como en el económico, era vital que los salarios fueran reducidos... Cuando los filantropistas se preguntaron si sería conveniente, como les parecía, restablecer la esclavitud, nadie esperaba que los sufrimientos de los desposeídos despertaran en sus corazones un sentimiento de compasión. El rasgo más curioso de todo este debate, fue la absoluta negativa admitir que la sociedad tenía alguna responsabilidad en las causas de la miseria general ».
Sería inadecuado continuar este estudio sin tratar de inquirir cuál era el tipo de Estado que la dinámica de la ética calvinista propendía a engendrar. El problema tiene particular interés porque numerosos historiadores y tratadistas, inclusive católicos, suponen que la organización dada por Calvino a su Iglesia, condujo, por secularización, nada menos que al Estado Democrático. A fin de disponer de los elementos suficientes de juicio para apreciar la verosimilitud de esta hipótesis, vamos a ofrecer a nuestros lectores algunos datos pertinentes sobre la organización política que, a través de sus Iglesias establecieron las sectas calvinistas en la Nueva Inglaterra referimos a la Iglesia puritana, concretamente a la Congregacionalista, porque esa Iglesia constituyó el verdadero Estado de los puritanos y de ella se derivé, gradualmente, el orden político propio la ética calvinista. El gran sociólogo protestante, Perry Miller, en su estudio "Los Puritanos y la Democracia", describe, en los siguientes términos, la organización de la Iglesia Calvinista en la Nueva Inglaterra núcleo formativo de la nación norteamericana: «La política de la Iglesia establecida en la Nueva Inglaterra es la que hoy llamamos Congregacional. Lo cual significa, para decirlo crudamente, que la Iglesia fue concebida como compuesta de las. rentes que podían certificar que tenían una experiencia religiosa y estaban calificadas para convertirse en lo que los Fundadores llamaban "santos visibles"... La Iglesia, así concebida, se compone de la congregación exclusiva de los cristianos profesos. El resto de la comunidad fue rigurosamente excluido... No debe olvidarse que aún en los primeros días, cuando la convicción religiosa llegaba a su máxima altura, sólo un quinto de la población fue considerada hábil, o se encontraron hábiles ellos mismos, para tomar el Juramento de Alianza. resto, con escasas excepciones, convino en su exclusión de la Iglesia, reconociendo que no merecían participar en ella y orando para que se les otorgara la gracia de conseguirlo... En Hartford, Connecticut, uno de los colegas del gran Thomas Hooker, el más completo teórico del Congregacionalismo puritano, resumía el sistema diciendo que el Congregacionalismo significaba una democracia silenciosa en frente de una aristocracia activa ».
Descrita la organización de la Iglesia Calvinista nos interesa conocer ahora cómo se seleccionaban los famosos "santos visibles", los cuales ejercían, en la práctica, no sólo el poder eclesiástico sino también el político. En este aspecto operé, con toda su eficacia, la ética de Calvino, que convertía a los santos en burgueses y a los burgueses en santos a La tiranía de que a menudo se ha acusado a la oligarquía de la Nueva inglaterra - dice el historiador norteamericano. Vernon Parrington se explica fácilmente por las Ordenanzas calvinistas... El gobierno era una oligarquía de la gracia cristiana. El clérigo era el intérprete amaestrado y consagrado de la Ley Divina; el Magistrado era el administrador consagrado por la misma Ley, y ambos eran nombrados por elección de los Santos. Si por desgracia los Santos eran pocos y los pecadores muchos, ¿no era esto una razón esencial para proteger el Arca de la Alianza, a fin de que manos profanas no la mancillaran?... Cautelosamente mitigaron todo el descontento potencial dando el derecho de miembros de la Iglesia, o de ciudadanos suyos, a los moradores más ricos e influyentes, aliando así con la agrupación gobernante a los individuos de capacitación y aspiraciones... A medida que se desarrollaba el sistema, tendía a unirse con el capitalismo; limité la doctrina de los Derechos Naturales al derecho de propiedad ».
Sólo por virtud de la propaganda de las naciones protestantes se pudo hacer creer a la Humanidad que ese sistema tenía algún parentesco con la Democracia. Su natural evolución política y económica, a través del proceso de secularización, demuestra todo lo contrario. La teoría calvinista de los Elegidos, de los burgueses convertidos en "santos visibles", se tradujo en las doctrinas políticas de Locke, en Inglaterra, y de Madison, en los Estados Unidos, según las cuales el fin esencial del Estado es proteger a los propietarios contra los des poseídos y, en manera alguna, defender a los oprimidos contra los abusos de las clases acaudaladas. De estas premisas se derivó el llamado Estado Burgués de Derecho, de estirpe calvinista y anglosajona, en el que se institucionalizó el sufragio de los Elegidos, o sea, el sufragio condicionado, como lo estuvo durante el siglo XIX a la posesión de propiedad y renta por los votantes. Del Estado Burgués de Derecho, cuyos principios llevaron la realidad los puritanos ingleses y los constituyentes norte americanos, dice Harold Lasky con sobrada razón: « Su Estado no es más que un contrato entre un grupo de negociantes que forman una compañía de responsabilidad limitada cuya ley constitutiva prohíbe a los consejeros todas aquellas prácticas de las que, hasta su época, los Estuardos habían sido culpables... El buen ciudadano es el hombre que ha logrado o está logrando la prosperidad; la ley debe ser la que él concibe como necesaria. Las libertades que busca son las libertades que necesita. De la crisis moral del Siglo XVII emergió, en efecto, un liberalismo, pero acordado a las implicaciones de la religión del éxito. No es una religión que difiera profundamente de una época a otra. Es el credo del fariseo que hace de las pos externas la prueba del carácter, y asocia el mérito social con una ley que él ha moldeado para sus propios fines... Habiendo hecho de la desigualdad un artículo implícito de su fe (la Predestinación), invita luego a la libertad a quienes se les niegan los medios para alcanzarla »!
Uno de los principales autores de la Constitución norte-americana, James Madison, resumió el concepto del Estado Burgués de Derecho en el famoso discurso que pronunció en la Convención Constituyente de Filadelfia, discurso al cual pertenecen los siguientes apartes: « Actualmente prevalecen los intereses de los terratenientes; pero con al andar del tiempo, cuando el número de éstos sea comparativamente pequeño, ¿no perderán la preponderancia en las elecciones venideras? Y, si no se toman medidas adecuadas para impedir esto, ¿qué será de nuestro gobierno? En Inglaterra, hoy en día, si se le diese el derecho de votar a gentes de toda clase, la propiedad de los terratenientes no tendría seguridad: se establecería la ley agraría. Si estas observaciones son justas, nuestro gobierno debe dar seguridad contra toda innovación de los intereses permanentes del país... El gobierno debe constituirse de manera que proteja a la minoría opulenta contra las mayorías ». Y Alexander Hamilton, otro de los artífices de la Constitución norteamericana, declaró en el célebre debate de la Convención Constituyente: « Poco afecto tengo a la majestad de la multitud y ,re nuncio toda pretensión a su apoyo...! ¡ El pueblo! ¡El pueblo es una gran bestia!».
De la misma manera que sólo la oligarquía de "los santos visibles" tenía derecho a intervenir en la Iglesia calvinista, en el Estado Burgués de Derecho, su hijo legítimo, únicamente se permitía votar a quienes disponían de renta y propiedad, como ocurrió en todos los países capitalistas hasta tiempos relativamente recientes, incluyendo nuestra patria. La Cultura Occidental, corroída por la ética de Calvino, necesitó de que corriera mucha sangre de humildes proletarios, para que le fuera posible, con el sufragio universal, dar un golpe decisivo a la moral utilitarista de los Elegidos.
En el campo económico el proceso de secularización de la ética puritana tuvo desarrollos no menos significativos. Los llamados Economistas Clásicos se encargaron de convertir en supuestas leyes científicas las cuatro falacias que el calvinismo apuntalé, con su moral, en el siglo XVI. Enumerémoslas:
1ª - Que una sociedad sólo puede ahorrar cuando se confía esa función a un grupo de privilegiados y sé les deja usar del capital de acuerdo con la dinámica de su propio y desmedido apetito de lucro. Tal fue el sustituto seudo-científico de la doctrina teológica de los Elegidos.
2ª - Que las personas elegidas para la función de capitalizar utilizarán el capital en inversiones que habrán de beneficiar automáticamente a la sociedad como un todo. Adam Smith, quien antes de dedicarse a la Economía fue profesor de moral protestante en Edimburgo, dice al respecto: «Cuando un hombre dirige una industria, el persigue solamente su propia ganancia y esto, como en muchos otros casos, es dirigido por una mano invisible a promover un fin que no es parte de su intención... Al buscar su propio interés, él promueve el de la sociedad más efectivamente que cuando real y conscientemente se propone promoverlo ». La expresión de Adam Smith "dirigido por una mano invisible" tiene claro sabor teológico y en ella se advierte la presencia del Dios de Calvino, dirigiendo a sus Elegidos.
3ª - El concepto de que para aumentar la "productividad" del trabajo de los obreros es necesario llevar a los últimos extremos su miseria. «Cualquiera que no sea idiota conoce - decía Arthur Young - que las clases bajas se deben mantener en la pobreza, porque de lo contrario, nunca serán industriosas ». Tal era la versión racionalista de la confusión establecida por Calvino entre los pobres y los, réprobos.
4ª - La división del mundo, por virtud de la llamada "Ley de la División del Trabajo", formulada por Adam Smith, en dos zonas destinadas respectivamente a ser la una rica y la otra pobre. La primera zona coincidía, naturalmente, con el territorio geográfico sometido a las plutocracias de estirpe calvinista, y en ella debían cumplirse los procesos económicos que requerían mayor complejidad, inteligencia y rendían mayores utilidades. En cambio, en la segunda zona, - formada por los continentes llamados de "color" - sus gentes y recursos sólo podían dedicarse a la producción de materias primas, cuyos precios, por la acción de una ley científica igualmente misteriosa, no debían guardar proporción ninguna, sino todo lo contrario, con los precios de los productos de las metrópolis protestantes. La institucionalización de los "término de intercambio" desfavorables para los llamados pueblos atrasados, era la versión racionalista del dogma de las "naciones predestinadas".
Los burgueses y sus ideólogos de turno se burlaron, en otras épocas, de los que apellidaban las "antiguallas" de la Edad Media - el salario justo, el precio justo, la ganancia legítima y el interdicto de la usura -; no está lejano el día,: sin embargo, en que la Humanidad agotará sus reservas para el asombro, cuando trate de explicarse cómo fue posible que los principios que acabamos de describir se hiciera pasar como "verdades científicas" por cerca de dos siglos!
Definir las relaciones entre la ética y el dinero ha sido siempre uno de los problemas centrales de toda la gran Cultura, porque la riqueza es una de las realidades más dinámicas de la vida social y si no se la sujeta firmemente a pautas normativas, termina por someter a la sociedad a sus leyes inhumanas y a esos ritos sórdidos, de contabilidad mecánica, que se traducen en la opresión de los humildes, en la avaricia de los poderosos y en la desaparición gradual de los sentimientos que ennoblecen el corazón humano cuando no está corroído por el desordenado apetito de conseguir provechos personales a cualquier precio.
El espiritualismo ascético de la Edad Media se forjé en el crisol de una profunda desconfianza por la riqueza, desconfianza que se tradujo en la formulación de una Ética que la condenaba como algo pecaminoso. Desafortunadamente la explicable rebelión del Renacimiento contra esta forma peculiar de definir las relaciones entre la moral y el dinero, fue radicalmente deformada por Calvino, quien redujo las proyecciones de su Ética a legitimar el enriquecimiento de una minoría los burgueses puritanos, suponiendo abiertamente que sus actividades "dirigidas por una mano invisible", poseían la virtud automática de beneficiar a toda la comunidad. De esta manera no se consiguió, como era necesario y deseable, incorporar el concepto de riqueza al ámbito espiritual de la cultura, sino situar el apetito de lucro personal en el sitio que debía ocupar precisamente la cultura. Era ésta la vía de menor resistencia, orientada a dejar a los hombres entregados a la dinámica de sus propios apetitos, empleando la moral para hacer esos apetitos más intensos.
El verdadero paso revolucionario frente al ascetismo del medioevo no lo constituyó la Ética de Calvino sino la postura de quienes se propusieron entonces introducir en el ámbito de la teología, la política y la economía tradicionales, los radicales cambios que parecían indispensables para emancipar la riqueza de conceptos morales anticuados y hacer de ella no un mero instrumento para beneficio de minorías supuestamente bendecidas por Dios, sino él elemento esencial y necesario para construir un orden nuevo en el mundo, desembarazado de la convicción agustiniana de una ineludible contradicción entre la Ciudad de Dios y la Ciudad del Hombre.
Gracias al genio de la raza española se iba a explorar esa nueva alternativa y en el curso de esta experiencia habría de constatarse que la Humanidad no estaba fatalmente obligada a oscilar entre la influencia constrictora de la doctrina medioeval de la Gracia y la sola emancipación de un grupo de "predestinados" Que existía el camino obvio de libertar a todos los hombres, camino que los Humanistas del Renacimiento trataron de reivindicar para la cultura, pero cuyo hilo perdieron entre las, ruinas y los empolvados manuscritos del mundo clásico. Para que este acta histórico de liberación general tuviera plena eficacia, debía operarse en el mismo campo de la Teología, donde las doctrinas de la Predestinación y de la Gracia habían modelado al hombre de la Edad Media y se preparaban a forjar al burgués puritano. A esta empresa se la ha llamado, en nuestro concepto equivocadamente, la Contra-reforma y ella se debe al genio de un gran español, Ignacio de Loyola.
Loyola, a diferencia de sus émulos y contemporáneos - Lutero y Calvino -, no se quedó a la mitad del camino sino que, frente a la doctrina de la Predestinación y al dogma de la Gracia, dio el paso revolucionario - uno de los gestos más audaces de la historia -, de reivindicar el libre albedrío, es decir, la libertad del hombre, frente a las doctrinas que tradicionalmente la habían sojuzgado. «No debemos hablar - decía Loyola - tan largo e instando tanto en la Gracia que se engendre veneno para quitar la libertad. De manera que de la fe y de Gracia se puede hablar, mas no de tal suerte, ni con tales modo mayormente en nuestros tiempos tan peligrosos, que las obras del libre arbitrio reciban detrimento alguno, o por nihilo se tengan ».
No se crea que Ignacio de Loyola llegó repentinamente a estas conclusiones que lo apartaban de la Teología agustino-tomista y de la ética de Calvino. Loyola salió de un pueblo, el español, donde supervivía con mayor tenacidad el ascetismo medioeval y por eso su evolución espiritual comienza con una apasionada adhesión, como le pasó a Lutero, a dicho ascetismo. Hijo de una familia noble, aunque empobrecida, su juventud tuvo la esplendidez vital de esos capitanes de los tercios castellanos que pasearon por Europa el estandarte de España: Las crónicas de la época lo describen como un joven disipado, jovial, pendenciero y prendado, con un amor romántico, amor de caballería, de Germana de Foix, la segunda esposa del Rey Fernando el Católico. Su personalidad presenta una extraña mezcla entre los ideales de la época que estaba muriendo - que en Loyola se traducía en su pasión por los librós de caballe ría -' y las realidades nuevas, saturadas de mundanalidad, que atropellaban entonces con terrible violencia los últimos baluartes de la Edad Media.
Posiblemente su genio no se hubiera revelado sin un acontecimiento que cambió su existencia y dio nuevos rumbos a su voluntad: en el sitio de Pamplona fue herido en una pierna y de esa herida le quedó una permanente aunque ligera invalides. En el prolongado proceso de quietud a que le obligó su convalescencia, Loyola se adentró en sí mismo, descubrió el mar de fondo de su alma compleja y cuando se levantó del lecho era un hombre distinto Hizo entonces lo mismo que Lutero cuando la realidad del pecado y sus consecuencias determinaron tensiones intolerables para su alma apasionada: se entregó a las prácticas ascéticas más inhumanas. « Ayunaba - dice Oliveira Martins - a pan y agua todos los días y tan sólo los domingos admitía el regalo epicúreo de algunas hierbas cocidas. Bajo el sayal llevaba un silicio, y en el cuello, una cadena de hierro. Disciplinábase tres veces al día... Se presentaba sucio y con la ropa hecha trizas, con el rostro salpicado de lodo, de la tierra que besaba, empapada del sudor de sus tribulaciones; creciéronle cabellos, barbas y uñas a ley de naturaleza. Los chiquillos perseguíanle en tropel por las calles y corríanle a pedradas. Convirtióse en irrisión de las gentes».
Para Loyola como para Lutero las prácticas ascéticas no significaron, a la larga, un camino de liberación espiritual y ambos emergieron de la crisis que los condujo al ascetismo con soluciones que constituían su radical rechazo. Lutero, como ya lo dijimos, se desprendió de la liturgia sacramental y afirmó: « Sólo la fe salva ». E Ignacio se aferró a la voluntad libre del hombre, que se salva por sus obras en este mundo. « No debemos... instar tanto en la Gracia que se engendre veneno para quitar la libertad », fue la tajante afirmación de Loyola, la cual constituía, frente a la Teología medioeval, una declaración más revolucionaria que las de Lutero y Calvino.
Loyola no liberta al hombre con el fin de emanciparlo de Dios, sino para situarlo en ese mundo, embriagado de energías, que apareció en el Renacimiento. Los valores esenciales del cristianismo son su meta, pero esos valores no deben conseguirse por medio de una actitud contemplativa y de renuncia, sino impregnando de esencias cristianas el orden auténticamente terrenal que los hombres aspiraban a construir para su beneficio y bienestar. En la obra de Loyola, como en la de Calvino, está latente el gran problema del hombre moderno y para darle una solución ambos introducen innovaciones revolucionarias en la ética medioeval. Pero ahí terminan las semejanzas. La ética de Loyola, toma el hilo perdido de la revolución abandonada y traicionada por Lutero y se propone rehacer el inundo, no para establecer el reinado de los Elegidos, sino para crear un orden social en el que puedan tener cabida las legítimas aspiraciones de los oprimidos y de los humildes, cuya defensa fue el objeto central de las prédicas de Jesús. Ignacio de Loyola y Lenín, separados por sus creencias religiosas pero nacidos respectivamente en una época de crisis total, se asemejan, como lo han observado muchos historiadores, en la tremenda voluntad que despliegan para crear un nuevo orden terrenal. « Pocos son los hombres que en ninguna época histórica - dice el gran historiador austríaco Fulop Miller - han llevado una idea a sus últimas consecuencias con tal energía, realizando un pensamiento con tan extraordinaria tensión, influido en el conocimiento, el sentimiento y la conducta humana, como Ignacio de Loyola. Tal vez los más recientes tiempos ofrecen el ejemplo de una personalidad histórica que se le relaciona. ¿Lenín ha tratado de poner en práctica las pocas ideas de que disponía con tanto rigor y con tan poderosa energía como Ignacio. Sólo las enseñanzas de Lenín han logrado, de análoga manera que las de Loyola, remover tan pro fundamente a la humanidad en Europa, Asia, Africa y América, igual en los medios intelectuales que en las capas más bajas de la sociedad, y levantar tales masas de partidarios incondicionales y de irreconciliables enemigos. Estos dos hombres, el creyente más grande del siglo XVII y el ateo más grande del siglo XX, se han adentrado con férrea resolución en el profundo problema de la naturaleza humana y no se han contentado con un ligero cambio de superficie, sino que han modelado completamente, según su propio sentir, el entendimiento, las creencias y la voluntad de la juventud sobre la que han actuado. Ambos conocían el secreto de la eficacia histórica que consiste en llevar la teoría a la práctica viva, en crear un conjunto de la fantasía, el conocimiento científico, la clara reflexión práctica y la poderosa voluntad, único medio de poder dominar plenamente al hombre... Los males que entonces combatieron los jesuitas se parecen, en muchos aspectos, a los que invaden aún los tiempos actuales: mendicidad, paro, infancia abandonada y prostitución. No podían llevarse a la realidad los desmesurados planes que Ignacio formó para levantar en todas las ciudades de importancia alojamientos para los mendigos, crear instituciones, en masa, para proporcionar trabajo a los aptos y edificar, con recursos públicos, asilos para los viejos y enfermos... No tardó en comprender Ignacio cuán infructuosa era la altruísta y esforzada ayuda individual en medio de aquellas necesidades generales que tenían su raíz en la estructura social misma y eran conocimiento de ella desde tiempos inmemoriales. Así que no podía darse por satisfecho con auxiliar, en compañía de su pequeño ejército, a un enfermo aquí y a un hambriento allá; lo que se proponía ahora era combatir el mal en su totalidad, y el objeto en que ponía la vista y el esfuerzo, no era ya el prójimo caído en la necesidad, sino más bien la sociedad humana, entera. Pero a esta necesidad no se le podía atajar el paso simplemente con el apoyo benévolo en tal o cual caso de necesidad, sino que requería una definida y bien encaminada organización. Por primera vez el sentimiento medioeval, fundado en la compañía y el amor al prójimo, tomaba la forma de apoyo social reflexivo: y los jesuitas, emprendieron este camino, y en él se destacaron sobre lo que hasta entonces había sido la conducta caritativa de las hermandades religiosas ».
Pero hay un aspecto que diferencia radicalmente la obra .de Lenín de la de Loyola. Lenín organizó su movimiento y tomó el mando total del mismo, de tal manera que de su voluntad dependieron siempre las vitales decisiones históricas que condujeron a la victoria final de la Revolución. Ignacio de Loyola, por el contrario, no quiso ser Heresiarca - como lo fueron Pelagio, Lutero y Calvino -, y se limitó a ofrecer al Papado la oportunidad de dirigir una histórica revolución No aceptó, si quiera, que la Orden fundada por él llevara su nombre, como llevaban el nombre de sus fundadores las Ordenes franciscana y dominica; a la suya la llamó significativamente Compañía de Jesús y en las Constituciones de la Orden agregó, a los tres votos regulares, la obligación, para sus miembros, de prestar juramento de incondicional obediencia al Sumo Pontífice eso la obra de la Compañía habrá de detenerse y de cambiar bruscamente de rumbo, en el momento en que el Papado, presionado por los poderes católicos y protestantes y por las órdenes rivales de la Compañía, se resista a seguir las direcciones revolucionarias que constituían el natural resultado de la ética ignaciana. A la Compañía le pasó, en el siglo XVIII, lo que le ocurrió recientemente a los llamados "Sacerdotes Obreros". Se temió que avanzara demasiado, y por temor de que hiciera excesivas concesiones al mundo, se dio margen para que ese mundo reivindicara sus derechos legítimos no dentro de la Religión sino contra ella. « En el momento extremo de la crisis - dice Arnoid Toynbee en su "Estudio de la Historia" - la Iglesia Católica fue arrancada de las garras de la destrucción por la acción decisiva de una banda de santos que eclipsaron completamente a los respetables pero prosaicos padres de Constanza y Basel cuya grandeza no tenía pares en la Iglesia occidental desde que San Luis murió, en 1270, en la última Cruzada y Santo Tomás, en 1274, se puso en camino para el Concilio de Lyon. San Ignacio de Loyola capturé la audacia intelectual de la Italia del Renacimiento, la cual había fomentado el orgullo mundano del Papado en los tiempos en que Giovanni de Médicis reinaba como León X y Loyola puso esa audacia al servicio de una reforma total de la Iglesia, sujetándola a una estricta disciplina... Esos superhombres realizaron una tarea en el mundo occidental la cual aún opera y la cual aún no ha dado todos los ricos frutos que de ella pueden esperarse. En su tiempo, sin embargo, el peso muerto de la tradición Papal determinó una prematura detención del impetuoso avance de los santos del siglo XVI. Ellos libertaron al Papado de su orgullo mundano, pero la ambición de poder del Papado resultó demasiado fuerte para ellos... ».
Tiene, por tanto, particular interés estudiar la manera como Ignacio de Loyola y la Orden militante fundada por él, propusieron rehacer el mundo. Porque su batalla contra la dogmática medioeval del catolicismo y sus aportes revolucionarios a la organización política y económica de la sociedad, no obedecieron a fútiles resabios teológicos, sino que fueron el más grandioso esfuerzo realizado en la historia del catolicismo para dar a la sociedad una verdadera textura cristiana.
Correspondió el gran teólogo de la Orden, el español Luis de Molina, el mérito de elaborar, en forma acabada, la doctrina teológica del libre albedrío, corno lo hizo en su tratado "Concordia liberii arbitrii cum gracia donis, divina praescentia et divina praedestinatione" considerada, con razón, como la más demoledora crítica de la Teología agustino-tomista. La compleja argumentación de Molina sobrepasa las finalidades de este estudio y sólo nos interesa resaltar el verdadero propósito de su obra: proporcionarle un fundamento teológico a la libertad del hombre frente a la magna realidad de la Omnipotencia de Dios. Molina elabora, para el efecto, su famosa doctrina del probabilismo, doctrina que describe el vasto campo de las decisiones humanas como regido por la ley de las probabilidades, que Dios conoce pero no determina. De acuerdo con Molina, cuando el hombre toma una decisión lo hace seleccionando entre numerosas alternativas, todas posibles y probables.
Las doctrinas de este libro monumental fueron sometidas, desde el principio, a la más despiadada oposición por parte de los teólogos que defendían la Teología agustino-tomista. Dos Pontífices pensaron seriamente en prohibirlo por herético y los luteranos y calvinistas fueron igualmente agresivos en la manifestación de su rechazo. La idea del libre albedrío, base esencial de la ética ignaciana, sufrió golpes no menos rudos en el siglo XIX, cuando los progresos de las Ciencias de la Naturaleza dieron aparente fundamento a la doctrina teológica de la Predestinación. La causalidad y el determinismo, propios de la Física Clásica, y la teoría de la evolución de las especies, de la cual se derivaba la creencia de que la naturaleza sólo deja supervivir a los más fuertes, otorgaron aparente comprobación a la ética de los Elegidos. Sólo cuando la Ciencia abandonó el estudio de superficie de los fenómenos naturales y se adentró en el átomo, fue posible a los sabios descubrir, no sin sorpresa, que en la base esencial de la naturaleza no regía la determinación sino el probabilismo. Lincoln Bernett, en su reciente estudio "El Universo y el Doctor Einstein", resume así las revolucionarias conclusiones de la Física atómica: «La Física de los "quantum" - dice - ha demolido los dos pilares de la ciencia tradicional, la causalidad y la determinación. Porque tratando, como se trata en el átomo, en términos estadísticos y de probabilidades, se ha abandonado toda idea de que la naturaleza presenta una inexorable secuencia de causa y efecto. Y por la admisión inevitable de márgenes de incertidumbre se ha renunciado a la antigua esperanza de que la Ciencia, dado el presente estado y velocidad de cualquier cuerpo material en el universo, puede prever la historia del cosmos para todos los tiempos. El resultado de la pérdida de esta esperanza ha sido un nuevo argumento en favor de la existencia del libre albedrío. Porque si los eventos físicos son indeterminados y el futuro es imprevisible, entonces, quizá, esa desconocida cantidad llamada "mente" puede guiar el destino del hombre en un universo infinitamente incierto y caprichoso».
Como el racionalismo de los siglos XV III y XIX tendió una cortina de humo sobre el campo decisivo de la Cultura donde se generan las grandes Eticas, destinadas a formar los diferentes tipos de hombre en la historia, vamos a enumerar, en sus grandes líneas, los principales desarrollos sociales, políticos y económicos de la ética de Loyola, a fin de que el lector pueda, por su propia cuenta, descubrir sus implicaciones revolucionarias.
La obra temporal de los discípulos de Loyola comienza, explicablemente, por la formulación de la teoría del Estado Democrático, según la cual, la soberanía reside en el pueblo y el Estado se constituye por pacto, teoría que ellos presentaron con notable anterioridad a Rousseau. El jesuíta Francisco Suárez fue el autor de la revolucionaria doctrina de la soberanía popular, cuyas características y alcances describe en su famoso tratado "Defensa de la Fe", publicado en 1613: « Por derecho natural - dice Suárez - la comunidad civil perfecta es libre y no está sometida a ningún hombre fuera de ella misma, sino que ella misma tiene en sí todo el poder; su régimen, si no lo cambia, es el democrático, pero puede, si ella lo quiere, privarse de su potestad y transferirla a una persona o un senado... La comunidad, en cuanto es inmediata mente regida por Dios es libre y sui juris, la cual libertad no excluye sino que incluye el poder de regirse a sí misma y de mandar a sus miembros; lo que excluye es la sumisión a otro hombre por derecho natural, porque a ninguno concedió Dios tal poder, y si se lo ha transferido ha sido por elección de los hombres, esto es, por un pacto ». Y llevándose de calle toda la doctrina tradicional del Derecho Divino de los Reyes, agrega Suárez categóricamente: «Ningún rey o monarca tiene o tuvo inmediatamente de Dios o por institución divina el poder, sino mediante la voluntad y la institución de los hombres ».
Los teólogos jesuitas, a diferencia de los calvinistas y de los ideólogos de la burguesía, escriben con orgullo la palabra "democrático" y emplean el vocablo "pueblo" sin la significación depresiva que le atribuye el calvinismo. Dentro del concepto del pueblo, los jesuitas sitúan, en primer plano, a los humildes, a los oprimidos y a las llamadas razas de color. Y al pueblo, así concebido, le confieren la soberanía, en abierto contraste con la doctrina de los Elegidos, que las iglesias calvinistas y los filósofos de la burguesía puritana otorgaban privativamente a los ricos, convertidos en santos visibles. «Por la misma naturaleza - dice Suárez -, sólo está este poder (la soberanía) en la comunidad, en cuanto que es necesario para su conservación y en cuanto puede ser conocido por el dictamen de la razón natural: pero la razón natural sólo indica que es necesario en toda la comunidad y no en una persona ni en un senado; luego, en cuanto que proviene inmediatamente de Dios, el poder civil ha de entenderse que está en toda la comunidad y no en una parte de ella ».
Fundado en el concepto de la Soberanía Democrática, el jesuíta Juan de Mariana, formuló en su obra "Del Rey la Institución Real" publicada en 1599 y dedicada al heredero del trono español, cuyo preceptor era, la famosa doctrina de la legitimidad del tiranicidio. « Cuando la potestad real es legítima - escribe Mariana - tiene su origen en el pueblo... Ciertamente la república, de la que nace el poder regio, puede, cuando así lo exijan las cosas, emplazar al Rey y, si desprecia la salud y los consejos del pueblo, puede hasta despojarlo de la Corona, porque cuando transmitió sus derechos al príncipe, no se despojó del poder supremo... Cuando el gobernante ocupó el poder con la fuerza y con las armas, sin derecho alguno y sin el consentimiento de los ciudadanos, es lícito quitarle la vida y despojarlo del trono ».
La labor misional de los jesuitas constituyó una revolucionaria innovación, como habremos de verlo en el capítulo siguiente, en la índole y objetivos de la propagación de la fe. Los jesuitas se negaron a convenir en que la evangelización sirviera a las naciones imperialistas - fueran ellas católicas o protestantes -, para explotar económicamente a los pueblos convertidos. Por eso los jesuitas agregaron a la labor propia. mente proselitista, el elemento esencial del desarrollo económico de los pueblos que eran objeto de sus tareas misionales. En concepto de los hijos de Loyola, la adopción del catolicismo por los indios,' los negros o los amarillos, no tenía por qué transformarlos en siervos de las potencias de Occidente, sino que debía dotarlos, por el contrario, de los medios indispensables para elevar su nivel de vida y crearse su propia civilización. En las misiones de la América española, por ejemplo, los discípulos de Loyola efectuaron el sensacional experimento - cuyos detalles veremos adelante -, de emplear un sistema de índole socialista, mediante el cual la capitalización la efectuaba la sociedad misma y la inversión de los ahorros sociales se efectuaba de acuerdo con las conveniencias de la comunidad y no con las de un grupo de Elegidos, movido por el apetito de lucro y de ganancia. Tal era el sistema que correspondía a la ática de la igualdad de todos los hombres, formulada por, la teología ignaciana.
Ello explica suficientemente el odio que despertó la Compañía de Jesús en los siglo XVII y XVIII, odio en el que se confabularon las plutocracias de Occidente, infestadas por la ética calvinista. Los jesuitas fueron sobradamente compensados, no obstante, por la adhesión apasionada de los oprimidos y de las llamadas razas de color, de tal manera que un genio universal, como Dostoievski, puso en labios de Iván Karamazov, el personaje de su obra, las siguientes palabras, que revelan, mejor que centenares de tratados, el sentido profundo de la obra realizada por los discípulos de Loyola:  Te pregunto - dice Iván a su hermano Alioscha - , qué tú supones que los jesuitas se han aliado sólo para el lucro de bajos intereses materiales? ; Por qué crees que entre ellos no haya ni un solo afligido de gran sufrimiento, de profundo amor humano?... ¡ Quién sabe! Tal vez ese maldito anciano que quiere a la Humanidad tan terca y singularmente, vive con toda su falange de ancianos singulares, iguales a él, en una liga secreta que ya hace mucho tiempo se fundara para la conservación del secreto, para su protección en provecho de los desgraciados y los débiles y para el objeto de hacer felices a los hombres! ».
En las misiones de China, los padres de la Compañía de Jesús plantearon el problema decisivo de las relaciones entre Oriente y Occidente y lo hicieron no en el plano de la doctrina calvinista de los "pueblos predestinados", sino buscando una histórica conciliación entre los dogmas de la Religión Católica y los dogmas del Budismo y el Confusionismo. Los jesuitas no vacilaron en explorar, como habremos de verlo, la posibilidad de profundas modificaciones en la dogmática y en la liturgia católicas, para que los valores esenciales del cristianismo pudieran armonizarse con las doctrinas religiosas de la China y la India y dar origen a una auténtica cultura universal. A su rechazo del imperialismo económico, agregaron su rechazo del imperialismo teológico, y concibieron la propagación de la fe 'no como obra de una brutal imposición, sino como vasto proceso de armonía de los credos que, en las distintas religiones, representaban auténticamente los valores esenciales del cristianismo. Con razón creyeron los jesuitas que a los chinos y a los indios, cuyas culturas antecedían en miles de años a la cristiana, no se los podía evangelizar regalándoles cuchillos y abalorios. Los misioneros jesuitas aprendieron las lenguas de los salvajes de América y los idiomas cultos de Oriente; hicieron las famosas gramáticas de las lenguas originarias de América y hasta consiguieron el prodigio de uniformar los numerosos dialectos que hablaban los indígenas de la vasta zona que circundaba sus Reducciones en el Paraguay. Las obras necesarias para enseñar a los guaraníes los oficios industriales, la técnica militar y las artes fueron traducidas por los jesuitas al idioma guaraní y de esta manera se consiguió en una generación, como habremos de verlo, el gigantesco desarrollo económico de dichas misiones, sin que los indios conocieran siquiera el español. No fue menor su contribución con respecto a las culturas de Oriente. Los jesuitas fueron los primeros en estudiar el sánscrito y en publicar famosas traducciones de los Vedas. Las misiones jesuitas fueron el imperialismo al contrario. En ellas no se trataba de convertir a los pueblos atrasados en material apto para la explotación capitalista, sino de dotarlos de los elementos culturales y económicos que necesitaban para hacerse inmunes a esa explotación.
Resueltos los hijos de Loyola a permitir que el hombre desarrollara toda su potencialidad en este mundo, provocaron, sin proponérselo, el mayor escándalo en el catolicismo tradicional cuando introdujeron algunas modificaciones en el uso del Sacramento de la Penitencia. La confesión, de acuerdo con los principios ignacianos, dejó de constituir una oportunidad para que, sacerdotes fanáticos lanzaran rayos y centellas sobre el pecador y se convirtió en la "vía suave" que debía ayudar al creyente a conseguir un equilibrio adecuado entre los estrictos requerimientos de la ética católica y los derechos de un nuevo estilo de vida, que miraba al mundo sin horror y con legítima alegría. Al fin de guiar a los confesores en esta delicada tarea, los teólogos de la Orden prepararon los famosos Manuales en que se contenían todos los posibles "casos de conciencia" y las instrucciones correspondientes para resolver los. Los pecados sexuales, el asesinato, el robo, los deberes y omisiones conyugales, fueron debidamente compilados con las razones que podían servir, en casos concretos, para su exculpación. Refiriéndose al robo, por ejemplo, dice el comentario' de uno de tales Manuales: « Podían influir mucho en la valoración moral de la transgresión circunstancias interiores o exteriores, como la extremada pobreza, el hambre, el error o la tendencia imposible de reprimir. También el robo habría de considerarse distinto, según fuera de un pobre a un rico, de un pobre a un pobre, de un rico a un rico, o de un rico a un pobre a. Tal era la concepción de los hijos de Loyola cuando en los países protestantes, y particularmente en Inglaterra, se condenaba a trabajos forzados o a pena de colonias a cualquier desventurado que, apremiado por el hambre, se robaba un pan!
Esta labor de "exculpación" fue causa de la más impiadosa campaña contra la Orden. Y no se crea que el ataque partió del partido protestante. Fue en las zonas intransigentes del catolicismo donde se levantaron los principales acusadores y a las críticas de los dominicos se unió pronto la ofensiva de los jansenistas, que representaban, en el catolicismo, la teología fundada en la doctrina de la Predestinación. El cargo formulado por los dominicos y los jansenistas a los hijos de Loyola fue el de laxicismo. Se les acusó de relajar la moral, de tolerar los pecados y de proponerse voluntariamente "corromper" a las naciones occidentales para crear una crisis revolucionaria que les permitiera dominarlas. El jansenista Pascal - un puritano acampado por equivocación en el catolicismo -' publicó sus famosas "Cartas Provinciales", en las cuales acusaba a los jesuitas de "cohonestar todos los vicios" y decía: ((No había nada que fuera lo bastante laxo e injusto, para que no supieran los jesuitas pintarlo, con el pincel de su doctrina moral, vaga y descabellada, como santo decente y pío a. Cuando Voltaire leyó las "Cartas Provinciales" lanzó una inmensa carcajada y escribió: « Se pretendía probar en esas cartas que tenían (los jesuitas) formado el propósito de corromper las costumbres de los hombres, propósito que ninguna secta ni ninguna sociedad ha tenido nunca ni ha podido tener».
De las cavernas del puritanismo inglés y alemán no tardaron en arrojarse, también, las hachas de sílex. Carlyle, con su alma de puritano feroz, declaró Que "el evangelio de Loyola era el más funesto de todos los tiempos". Y Augusto Harnak, con su estilo de rabino protestante, acusó a los jesuitas de "presentar lo injurioso como perdonable, y enseñar a los criminales más infames un camino para poder lograr aún la paz de la Iglesia". Estos eran los horrendos crímenes de los jesuitas, crímenes que la propaganda de las plutocracias protestantes se encargaría de convertir en esa cosa misteriosa y sutil que ha sido la Leyenda Negra forjada contra ellos.
El ataque, no obstante su virulencia, no detuvo a lo hijos de Loyola. « Siempre fieles a la tierra» se les dijo entonces con intención insultante, sin conseguir otra cosa que hacerles el mayor elogio. Para eso había sido fundada la Orden: para que enclavara las verdades esenciales del cristianismo en un mundo terrenal que legítimamente reivindicaba su derecho a existir como tal. Nada tiene, pues, de extraño, que los jesuitas dieran un nuevo y audaz paso: en momentos en que los puritanos calvinistas cerraban los teatros, los hijos de Loyola abrieron los teatros jesuitas. «Empezaron - dice Fulop Miller - casi al tiempo que su obra de enseñanza, una acción teatral regular.. A las representaciones teatrales jesuitas acudía en todas partes mucho público. En Viena llegó el número de especta. dores a tres mil; aún en el año de. 1737, en Hildesheim, tuvo que intervenir la policía para cortar la afluencia de público... De esta manera nacieron los teatros jesuitas, extendidos sobre toda Europa, los de la India, el Japón, el Brasil, México, el Perú y Paraguay. En todas partes los sacerdotes jefes de la Misión consideraban uno de sus deberes más importantes el ser capaces directores de teatro, directores de escena y poetas dramáticos... Gran desarrollo tuvo el teatro misionero en la India, porque allí ya existía una cultura dramática altamente desarrollada y, por tanto, el pueblo estaba muy dispuesto a asistir a las representaciones organizadas por los sacerdotes extraños... En el Japón los jesuitas no encontraron menos aplauso con su teatro, porque también allí había, de tiempo inmemorial, una dramática de carácter culto... En Bungo representaron los jesuitas ciclos enteros de obras religiosas, de un género intermedio entre las pantomimas japonesas y los Autos españoles; en los colegios y seminarios de Nagasaki, Arima, Osaka y Miako existían teatros-conservatorios permanentes. Parecidos puntos de relación se ofrecieron a la Compañía de Jesús en México y el Perú, donde los Aztecas e Incas celebraban de siempre representaciones regulares de bailes simbólicos y leyendas dramáticas en las plazas del mercado y de los templos. Una de las más favorecidas piezas representadas fue la comedia del rico despilfarrador y el pobre Lázaro, a la cual dieron los jesuitas inconfundible tendencia indiófila y anti-colonialista... El jesuita Anchieta (en el Brasil) escribió un drama en verso en que se mofaba sin piedad de los vicios de los colonos blancos y arremetía contra el comercio de esclavos; función que hizo representar por indígenas, invitando a ella a todos los indios de los alrededores. Con tales argucias literarias tenía que socavar necesariamente el respeto de los salvajes a sus dueños blancos... Corneille se educó en la escuela de jesuitas de Clermont y sus dramas llevaron al escenario el espíritu jesuítico del molinismo; sus personajes dramáticos se forman su destino por sí propios, no se preocupan del estado del pecado original, creen en la libertad de sus determinaciones y confían en superar sus más amargas desventuras por medio de su voluntad. Por el contrario, las tragedias que, según el espíritu de Port-Royal escribió Racine, significaban la fórmula dramática de la doctrina jansenista, según la cual el hombre permanece desamparado en sus des si Dios no le ilumina y salva con su Gracia ».
De la gran crisis de la conciencia cristiana, que tuvo su epicentro en el siglo XVI, surgieron dos grandes concepciones del mundo: la Calvinista, fundada en la predestinación y en la ética de los Elegidos, y la Ignaciana, basada en el libre albedrío y la igualdad de todos los hombres. Ambas doctrinas disponían de una organización férrea y militante, creada por el genio de sus fundadores, pero la suerte de la Compañía de Jesús estaba indisolublemente ligada a la resolución que mostrara el Papado para aceptar las consecuencias revolucionarias de la ética ignaciana. En todo caso «la lucha decisiva - dice Spengler - entre el espíritu de Calvino y el espíritu de Loyola fue la que, después de la caída de la Armada española, dominó toda la política mundial... En el centro de Europa, la Reforma y la Contra-reforma peleaban por una pequeña ciudad imperial y por un par de míseros cantones suizos. En cambio, en el Canadá, en la desembocadura del Ganges, en el Cabo, en el Mississipi, eran tomadas entre Francia, España, Inglaterra y Holanda resoluciones decisivas, en las que se enfrentaban estos dos grandes organizadores de la religión de Occidente».


Liévano Aguirre, Indalecio. Los grandes conflictos de nuestra Historia. Ediciones La Nueva Prensa, Bogotá. Tomo II. Capitulo IX. Págs. 11-47.



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