MIGUEL SÁENZ - Traducción y cultura en el ámbito literario


Miguel Sáenz. Traductor literario, Madrid.


[Tal vez debiera cambiar el título de esta intervención por el de "Traducción y culturas en el ámbito literario", porque voy a hablar, por una parte, de casos en que no sólo hay dos culturas unidas por el puente de la traducción, sino tres o más y, por otra, de la confusión actual de culturas y sus repercusiones en la traducción.]

En estos últimos años ha estado muy de moda hablar de colonialismo y poscolonialismo  en este  campo.  Sobre  el  tema  han  escrito,  brillantemente, personalidades como Homi Bhaba o Gayatri Chakravorty Spivak, Haroldo de Campos y muchos otros, que, desde distintos ángulos (posmodernismo, posfeminismo, postestructuralismo, toda la serie de post-), han subrayado que la traducción es una de las hija naturales de los procesos de colonización y descolonización, y que su práctica está necesariamente condicionada por los desequilibrios de poder entre las culturas. "La traducción -han dicho Bassnett y Lefevere-, como toda (re)escritura, nunca es inocente"1.
Sin embargo, no es mi intención de añadir páginas a una ya copiosa (y valiosa) bibliografía, sino más bien hablar del colonialismo lingüístico, es decir, de  la  colonización  de  un  idioma  por  otro  y  sus  consecuencias  para  la traducción, y también, aunque no esté nada de moda, sobre la responsabilidad moral del traductor.
[Yo no soy un teórico, sino un practicante de la traducción literaria, y las distintas teorías que han sucedido en los estudios sobre la traducción me recuerdan lo que Walter Benjamin decía sobre la traducción de textos literarios. Para Benjamin, cada nueva versión iluminaba un aspecto diferente y complementaba el texto original, de forma que éste acababa por convertirse en una simple versión más de un texto idealizado. Una obra literaria, en la historia de la Literatura, no era esa obra aislada, sino esa obra más sus traducciones a los distintos idiomas. Algo parecido, creo, está ocurriendo con las teorías sobre la traducción basadas en la fidelidad, la equivalencia funcional, la manipulación, el skopos, el canibalismo, los instersticios, la reescritura, la condición de subalterno, el "género", etc. Todas ellas son válidas, todas son parciales y todas juntas van conformando  algo  que,  sin  embargo,  no  tenemos  todavía:  una  teoría plenamente satisfactoria de la traducción. A menos que, con Klaus Reichert, consideremos que no hay métodos de traducir ni teorías. "Toda teoría puede refutarse con otra; todo método sirve sólo para el ejemplo con que se trata de demostrar"2.]
Habría que recordar algunos hechos básicos y reconocidos sobre el colonialismo. Y tengo que decir, antes que nada, que soy hijo de colonialistas. Nací en Marruecos, viví veinte años en África [Tetuán, Tánger, Ifni, Sáhara] y, en mi infancia y juventud, el colonialismo - cierto tipo de colonialismo - fue mi medio ambiente natural. Debo reconocer, sin embargo, que en mi casa sólo aprendí el respeto y el cariño por la población colonizada o, como se decía eufemísticamente, "protegida". Tuve que leer luego a Frantz Fanon, traducir muchos documentos del Comité de los Veinticuatro para las Naciones Unidas, vivir, trabajando para esa Organización, todo el proceso del surgimiento (y hundimiento) del mito del Tercer Mundo y el Nuevo Orden Económico Mundial, y presenciar luego, ya de lejos, los horrores del poscolonialismo... para empezar a reflexionar. Antes creía sinceramente que sólo había dos tipos de colonialismo: el que pudiéramos llamar latino (español, francés o portugués), basado en una mezcla del colonizador con la población colonizada de la que surgían poblaciones mestizas y  nuevas culturas (un colonialismo "bueno"), y el colonialismo  sajón  (básicamente  inglés),  racista,  despreciativo  y  opresor:  el colonialismo "malo". No hace falta decir que esa simplificación no resistía el más mínimo análisis.
Con  el  tiempo  he  aprendido  que  no  hay  colonialismo  bueno,  por paternalista que sea. Frantz Fanon lo explicó bien en Peau noire, masques blancs3: el simple hecho de hablar en petit-nègre a un nativo era ya un insulto, con independencia de la intención y del hecho probable de que ese nativo fuera incapaz de hablar un francés correcto. Leyendo a Fanon, yo recordaba con vergüenza que, en mi casa, el tuteo al marroquí era automático. Y nada importaba que él, a su vez, te tuteara. Aunque autores como Alfred W. Crosby me hayan ayudado luego a situar hasta cierto punto el colonialismo en una especie de marco de determinismo ecológico, mi sentimiento de culpabilidad no ha desaparecido 4
Antonio de Nebrija, como es sabido, escribió en 1492 que "siempre la lengua fue compañera del imperio"5. La palabra "imperio" no tenía entonces las connotaciones negativas que hoy tiene, pero la frase refleja muy bien la conciencia que tuvieron los conquistadores españoles de la importancia del idioma. Por eso, su primera aproximación a las lenguas indígenas consistía en traducir a ellas el Evangelio (la Biblia estaba ya mal vista por la Iglesia), porque la evangelización era la justificación moral de la conquista... y de la explotación posterior. Y los traductores, los intérpretes de los primeros conquistadores (los llamados "lenguas"), fueron considerados por los pueblos aborígenes como traidores: su misión era infundirles otra cultura, traicionando la suya propia. La Malinche podía ser, según Bernal Díaz del Castillo, Doña Marina, "una muy excelente mujer"6, pero para los aztecas no era más que una traidora.
No pretendo, sin embargo, remontarme tan lejos. Aunque creo que si la Historia, con mayúscula, puede considerarse como una sucesión de imperios, la historia de la cultura, con perdón de Samuel P. Huntington, podría considerarse muy bien como una sucesión de colonizaciones...  y de traducciones. Se ha dicho muchas veces que la colonia misma no era más que una traducción, una copia de la metrópoli en otro lugar del mapa. Lo  que me interesa recordar ahora es un hecho actual, sobradamente conocido: que la literatura inglesa más interesante es hoy la escrita por indios de la India, la francesa la escrita por magrebíes y la alemana la escrita por turcos. Es el fenómeno  que  Salman  Rushdie,  analista  de  ese  procesos  en  el  contexto británico, denominó, con frase que se ha hecho célebre, El Imperio contraataca ("The Empire Strikes Back". La venganza literaria de las antiguas colonias7.
El caso inglés es especialmente notable. El propio Rushdie hizo en 1997, para conmemorar los cincuenta años de la independencia de la India, una antología de literatura de ese país8, que, como toda antología, fue muy criticada y por muy distintas razones. De los 33 escritores recogidos, 23 no vivían ya en la India, y un par de ellos eran pakistaníes. Por si fuera poco, se trataba de autores que escribían en inglés y no en las lenguas vernáculas de la India (sólo había una traducción del urdu, de Saadat Hasan Manto, un escritor ya difunto), y faltaban autores indios significativos... Sin embargo, lo que nadie se atrevió a discutir   fue la calidad de los textos recogidos, aunque se pusiera en duda la afirmación de Rushdie que se trataba de una prosa más importante que todo lo que se había escrito en esos cincuenta años en los 16 idiomas de la India. [Rushdie, no obstante, aunque sea un provocador nato, no tiene nada de chovinista. Precisamente en uno de sus ensayos, ("In Defense of the Novel, Yet Again"9), se enfrenta con George Steiner, que, en una conferencia pronunciada ante la Asociación de Editores Británicos consideraba "axiomático" que las grandes novelas procedían ahora de la más lejana periferia, y que la novela europea, como género, estaba acabada.]
Salman  Rushdie  tiene  un  sentido agudo de la importancia de la traducción y, en su novela Shame (Vergüenza, en español), el narrador pronuncia una frase más de una vez citada: "Yo también yo soy un hombre traducido. He sido llevado a través. Por lo general se cree que siempre se pierde algo en la traducción; yo me aferro a la idea - y aduzco, para probarla, el éxito de Fitzgerald-Khayyam-   de que también puede ganarse algo"10.   En   una conferencia pronunciada en la Universidad de Turín en 1999, sobre las influencias literarias ("Influence"11), hablaba de cómo le impresionó el hecho de que Rabindranath Tagore, el Nobel bengalí, hubiera tenido una influencia mucho mayor en América Latina, gracias a su editora argentina, Victoria Ocampo -y a sus traductores Zenobia Camprubí y el también premio Nobel Juan Ramón Jiménez, hubiera debido decir-, que en la propia India.
Sin embargo, lo que interesa ahora es que los escritores indios antes citados y otros que podrían citarse, es decir, los escritores del poscolonialismo, eran y son, como ha hecho notar G.J.V. Prasad, traductores al inglés (a un inglés no británico) de parcelas de la cultura india12. Prasad subraya que las elecciones que tienen que hacer son las mismas de un traductor y, citando a Meenakshi Mukherjee, dice que "la traducción literal no es siempre la respuesta, porque [el escritor] tiene que asegurarse de que los modismos o imágenes traducidos no vayan contra el genio del inglés"13. [También Maria Tymoczko está de acuerdo: la tarea de un traductor interlingual tiene mucho en común con la del escritor poscolonial, pero mientras que aquél tiene un texto, éste tiene el metatexto de su propia cultura14].
Esa forma de escribir de muchos escritores indios poscoloniales les ha granjeado críticas, especialmente a Rushdie, de quien se ha dicho que su uso de expresiones en urdu añade color a sus textos, pero no es un verdadero creador bilingüe;  es  decir,  casi  los  mismos  reproches  que  Spivak  hacía  a  Rudyard Kipling, el escritor imperialista por excelencia, al decir que utilizaba, incorrectamente,  palabras y expresiones indostánicas para dar sabor local a sus textos15. Rushdie, sin embargo, tiene otra versión: "Nacido en un idioma, el urdu, he hecho mi vida y mi obra en otro. Todo el que haya atravesado una frontera lingüística comprenderá fácilmente que ese viaje implica una especie de cambio de forma o autotraducción. El cambio de idioma nos cambia"16.
Esos escritores poscoloniales son, en realidad, traductores de una cultura a  otra.  Más  aún,  utilizan  estrategias  para  hacer  que  sus  textos  parezcan traducidos. Lo mismo que los antiguos traductores coloniales británicos, tratan de presentar la cultura india como "exótica"... a unos lectores de habla inglesa que no pertenecen a esa cultura. Como ha dicho Samia Mehrez en el contexto francófono, los escritores poscoloniales crean una especie de lenguaje "intermedio" y, en consecuencia, ocupan un espacio también intermedio17. Por ello se explica que a veces, paradójicamente, los escritores indios que escriben en inglés no funcionen bien al ser traducidos a lenguas de la India.
Todo lo cual quiere decir, en definitiva, que el traductor a un idioma europeo de esos autores está en realidad "retraduciendo", y se enfrenta con un doble problema: no sólo tiene que traducir una cultura británica a la cultura de su propio idioma, sino también una cultura india adaptada ("orientalizada", diría Edward Said) a un público británico. Y los riesgos de sufrir un descalabro son grandes.
Algo  muy  parecido  ocurre  con  la  literatura  francesa  escrita por magrebíes educados en esa cultura. No tengo en ese campo una experiencia directa, pero sí los iluminadores comentarios de   Malika Embarek. De padre marroquí, madre española y educación francesa, esta traductora, que se califica a sí misma de "mestiza cultural y racial"18, está en condiciones ideales para realizar su trabajo, pero la sutileza con que lo hace es notable.
Malika  Embarek,  al  traducir  a  escritores  magrebíes  de  expresión francesa (Tahar Ben Jelloun, Mohamed Chukri, El Maleh), hace algo que me parece admirable: resucitar viejos arabismos españoles para traducir palabras árabes que a veces aparecen en los textos de esos escritores. Una frase suya me parece  todo  un  programa  de  trabajo:  "Conservadora  propuesta  para  este milenio: consultemos el tesoro de nuestra lengua, antes de sucumbir perezosamente al encanto de los términos foráneos"19. Para Malika Embarek, el traductor español se encuentra en una posición privilegiada al traducir a los autores magrebíes: al resucitar arcaísmos árabes, consigue un doble propósito: "extranjerizar" el texto (en el sentido de Lawrence Venuti) y, al mismo tiempo, domesticarlo y castellanizarlo para el lector de hoy, recordándole términos castizos olvidados.
Por último está el caso de los turcos (y no sólo turcos) que escriben en alemán, y de su figura más destacada: Emine Sevgi Özdamar. Resulta muy significativo que, a principios de 2002, el Canciller alemán Gerhard Schröeder invitara a tres escritores a hacer una lectura pública en el "Sky-Lobby" de la Cancillería Federal: Günter Grass, Christa Wolf y Özdamar, como representantes de las actuales literaturas alemanas en sentido estricto: la ex occidental y ex oriental, y la literatura escrita por inmigrantes.
No se trata en este caso de una literatura poscolonialista, sino de una literatura de la emigración. Turcos, italianos, checos, sirios, portugueses, búlgaros, yugoslavos, japoneses, españoles (el magnífico poeta José F.A. Oliver, andaluz  de  la  Selva  Negra)...  están  hoy  colonizando  el  idioma  alemán,  al obligarlo a decir cosas que ningún alemán diría. Son autores que escriben directamente en ese idioma, pero, lo quieran o no, están también traduciendo su cultura. Muchos de ellos han recibido el premio Adelbert von Chamisso, creado precisamente para escritores en alemán que no tiene el alemán como lengua materna.
Yo  he  traducido  al  español  a  Özdamar,  lo  que  ha  sido  un  placer infinito,  y  he  podido  suplir  en  parte  mi  ignorancia  del  turco  y  la  cultura otomana gracias a la disponibilidad de la autora para responder a mis preguntas. Sin embargo, hay en sus obras todo un mundo de imágenes y metáforas que he tenido que ir asimilando lentamente. Mi consuelo es que el lector de habla española, en principio, tampoco dispone de ese bagaje cultural y, por lo tanto, mi recepción como traductor es tan ingenua como la suya. Sin embargo, hay un problema secundario: en ocasiones, el alemán de Özdamar es "incorrecto". Y ella se ha negado siempre a que se corrigieran sus errores, porque esos errores, decía, eran precisamente ella.
Hay una obra de Emine Sevgi Özdamar de especial interés para el tema de que aquí se trata. Es el relato "La lengua de mi madre" (Mutterzunge), incluido en el libro del mismo nombre. En él, la autora, que siempre ha escrito en alemán, aunque llegó a Alemania a los catorce años para trabajar como obrera y fue luego actriz en el Berliner Ensemble, bajo la dirección de los discípulos de Brecht, se pregunta cuándo perdió la lengua de su madre. "Ahora sólo recuerdo frases de mi madre que ella dijo en su lengua de madre, pero, cuando me imagino su voz, las frases me vienen a los oídos como un idioma extranjero bien aprendido"20. Me parece imposible ejemplificar mejor el extrañamiento del emigrante.
También en la traducción de esos textos, aunque escritos directamente en alemán, hay una traducción previa de su  autor. Y, para el traductor posterior a otro idioma, manejar tres culturas (incluida la suya) no es fácil. Su voz se convierte más claramente que nunca en esa "terceira voz" de que ha hablado Joâo Barrento21.Pienso de paso que la instintiva desconfianza que todos sentimos hacia las traducciones hechas a través de una lengua intermedia se justifican, no sólo porque, como puede comprobarse con frecuencia, el nuevo traductor asume y aumenta los errores del traductor intermediario, añadiendo los propios, sino porque, sencillamente, cuando la traducción no es directa hay otra cultura que se interpone, otra cultura que a veces no conoce en absoluto el traductor final.
Quisiera señalar que hoy asistimos a un fenómeno global, alarmante, y globalmente alarmante, que es el de la mal llamada "globalización" (anglicismo ya imparable). En el campo cultural hay que preguntarse: globalización ¿de qué?
¿Vamos realmente hacia una cultura universal? Goethe habló de la "literatura mundial", pero él se refería al conocimiento mutuo, precisamente a través de la traducción,  de  una  multitud  de  literaturas  nacionales,  es  decir,  a  una coexistencia activa de literaturas coetáneas22.
En cualquier caso, es evidente que, actualmente, el idioma colonizador es el inglés. Y también que ello no se debe tanto a la herencia del vasto imperio británico como al inmenso poderío económico de los Estados Unidos. La colonización cultural estadounidense (entendiendo "cultura" en un sentido muy amplio) es la mayor que ha existido jamás. McDonald's o Coca-Cola son sólo símbolos, y las  formas  de  penetración  cultural  (el cine, la  televisión o  los comics23,   por   ejemplo,   empezando   por   la   propia   palabra   comics)   son innumerables, pero  Internet  es  la  verdadera  fuerza  invasora,  mucho  más poderosa que las mortíferas armas del Imperio.
La  cosa  sería  relativamente  sencilla  para  el  traductor  si  todas  las culturas, todas las lenguas, sufrieran esa influencia por igual, es decir, si todas lenguas  estuvieran  igualmente  contaminadas  por  el  inglés.  [Por  poner  un ejemplo reciente, aunque no importante. En la última novela de Günter Grass, A paso de cangrejo, aparece, ya en la segunda página, la palabra story, totalmente incorporada hoy al alemán (véanse las Simple Storys de Ingo Schulze). En la novela de Grass designa el tema de un reportaje que el narrador-protagonista tiene  que  escribir,  pero,  aunque  se  justifique  en  alemán  por  su  uso  en  el lenguaje periodístico, se trata de un anglicismo perfectamente innecesario en español y todavía no introducido. Yo hubiera podido utilizar esa palabra, que hubiera sido perfectamente comprensible para el lector español. Pero ¿por qué importar un término inútil?] Sin embargo, ningún país, ninguna nación quiere perder su propia lengua, ninguno quiere que se corrompa irremediablemente. ¿Qué hacer? También en el caso español la situación está cambiando. En otros tiempos la Real Academia Española (y el conjunto de las academias latinoamericanas) era normativa y clara. En los últimos años parece dispuesta a aceptarlo casi todo. Es cierto que, como dijo Américo Castro, "todo idioma tiene suficiente vitalidad para asimilar o expulsar elementos extraños, y cuando esto no ocurre, es que está a punto de dejar de existir..."24. Los idiomas fuertes - lo dijo también Goethe - se tragan lo extranjero y lo digieren. Ése es el caso del inglés, que nunca se plantea problemas de asimilación. Álex Grijelmo lo ha expresado más coloquialmente: "El idioma sabe defenderse solo. Sólo necesita que le dejen tranquilo"25. Los franceses, sin embargo, no piensan lo mismo,  y  la  razón  no  es  tanto  quizá  el  conservadurismo  de  la  Académie française, sino el sincero amor del francés a su propia lengua. Son los franceses los que con más firmeza se oponen a la invasión lingüística estadounidense.
El  ciudadano  español,  en  contra  de  lo  que  a  veces  se  dice,  tiene también un profundo cariño a su idioma, aunque le falte la cultura del francés. No obstante, tradicionalmente ha necesitado, como el francés, una autoridad que fijara la norma... aunque sólo fuera para saber contra qué norma tenía que rebelarse.  Como  decía  Lázaro  Carreter,  "no  cabe...  optar  por  decisiones tajantes, pues casi nada es tajante y neto en la vida de un idioma"26.
Yo creo sinceramente que en España incumbe al traductor, como a cualquier otro escritor, una función importante y difícil. Por un lado, debe conservar la limpieza del idioma, por otro tener conciencia siempre de que también en materia lingüística la soberanía reside en el pueblo. El traductor debe vivir en el mundo real y no puede descargar su responsabilidad sobre la Real Academia Española. Hoy, todos somos académicos de la Lengua. Y el traductor español tiene que enfrentarse al el reto que supone un mundo "globalizado" (valga la redundancia) en  el que el inglés  es rey. Su responsabilidad es grande, porque el traductor es, debe ser, no sólo un puente entre culturas sino también un defensor de las fronteras de la cultura española.
NOTAS
1 Susan Bassnett, y André Lefevere (eds.): Translation, History and Culture, Pinter, Londres 1990, pág. 11.
2 Klaus Reichert: Die unendliche Aufgabe, Cal Hanser, Munich 2003, pág. 298.
3 Frantz Fanon: Peau noire, masques blancs, Éditions du Seuil, París 1952, pág. 25.
4 Alfred W. Crosby: Ecological Imperialism (The Biological Expansion of Europe, 900-1900), Cambridge University Press, Cambridge 1986.
Antonio  de  Nebrija:  Gramática  de  la  lengua  castellana  (edición  crítica  de  Antonio  Quilis). Ediciones de Cultura Hispánica, Madrid 1992, prólogo.
6 Bernal Díaz del Castillo: Verdadera Historia de la Conquista de la Nueva España, Alianza Editorial, Madrid 1989, pág. 87.
Sobre el reflejo del hallazgo de Rushdie en la crítica literaria y, especialmente, en The Empire Writes Back, de Wlliam Ashcroft, Gareth Griffiths y Helen Tiffin (eds.), (Routledge, Londres y Nueva York, 1989), así como el concepto de "contraescritura" en general, véase María José Vega: Imperios de papel (Introducción a la crítica postcolonial), Crítica, Barcelona 2003, págs. 235 y sigts.
8 Salman Rushdie: Mirrorwork: 50 Years of Indian Writing: 1947-1997, Henry Holt, Londres 1998.
Íd.: Step Across This Line (Collected Nonfiction1992-2002), Random House, Nueva York 2002, págs. 49 y sigts. (Traducción española de Miguel Sáenz: Pásate de la raya, Plaza&Janés, Barcelona 2003).
10 "I, too, am a translated man. I have been borne across. It is generally believed that something is always lost in translation; I cling to the notion - and use, in evidence, the success of Fitzgerald-Khayyam - that something can also be gained." (Salman Rushdie: Shame, Jonathan Cape, Londres 1983, pág. 29; traducción española de Miguel Sáenz: Vergüenza, Alfaguara, Madrid 1985).
11 Op.cit., págs. 62 y sigts.
12 G.J.V. Prasad: "Writing translation (The strange case of the Indian English novel", en Susan Bassnett y Harish Trivedi (eds.): Postcolonial Translation (Theory and Practice), Routledge, Londres y Nueva York, 1999, págs. 41 y sigts.
13 Meenakshi Mukherjee: The Twice Born Fiction (Heinemann, Nueva Delhi, 1971), págs. 173 y 174.
14 Maria Tymoczko: "Post-colonial writing and literary translation", en Bassnett y Trivedi (eds.): op.cit. en la nota 12, pág. 21.
15  Gayatri Chakravorty Spivak: A Critique of Postcolonial Reason (Toward a History of the Vanishing Present), Harvard University Press, Harvard (Mass.) y Londres, 1999, pág. 162.
16 Salman Rushdie: Op.cit. en la nota 9, págs. 373 y 374.
17 Samia Mehrez: "Translation and the post-colonial experience: the francophone North African text", en Lawrence Venuti (ed.): Rethinking Translation: Discurse Subjectivity Ideology, Routledge, Londres 1992, pág. 121.
18 Malika Embarek: "Traducirse a sí mismo", en Miguel Hernando de Larramendi y Juan Pablo Arias (eds.): Traducción, emigración y culturas, Universidad de Castilla-La Mancha, Cuenca 1999, págs. 205 y sigts.
19 Malika Embarek: "Mis arabismos preferidos: alheña", Instituto Cervantes: El Trujamán, 17 de mayo de 2000 [http://cvc.cervantes.es].
20  "Ich erinnere mich jetzt an Muttersätze, die sie in ihrer Mutterzunge gesagt hat, nur dann, wenn ich ihre Stimme mir vorstelle, die Sätze selbst kamen in meine Ohren wie eine von mir gut gelernte Fremdsprache." (Emine Sevgi Ösdamar: Mutterzunge, Rotbuch, Berlín 1990, pág. 7;  traducción española de Miguel Sáenz: La lengua de mi madre, Alfaguara, Madrid, 1996).
21  Joâo Barrento: O poço de Babel (Para uma poética da traducâo literária), Relógio d'Agua, Lisboa,
2002, págs. 106 y sigts.
22 Véase Fritz Strich: Goethe und die Weltliteratur, Francke, Berna 1946.
23 Véase Ariel Dorfman y Armand Marttelart: Para leer al Dato Donald, Ediciones Universitarias, Valparaíso 1971.
24 Américo Castro; "Los galicismos", Lengua, enseñanza y literatura, Madrid 1924, pág. 107. Citado por Manuel Seco: Diccionario de dudas y dificultades de la lengua española (10ª ed.), Espasa, Madrid
1998, pág. XX.
25 Álex Grijelmo: Defensa apasionada del idioma español, Taurus, Madrid 1998, pág. 132.
26  Fernando Lázaro Carreter: El dardo en la palabra, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Barcelona 1997, pág. 25.

Entreculturas.




GEORG SIMMEL – El problema del estilo




Desde hace mucho tiempo se ha dicho que la existencia práctica del hombre se desenvuelve en la lucha entre la individualidad y lo colectivo, es decir, que en casi cada momento de nuestra existencia la obediencia a una ley que sea válida para todos —sea de naturaleza interna o externa— entra en conflicto con la determinación interior pura de nuestra existencia, con la individualidad personal que sólo obedece a su propio sentido de vida. Pero podría parecer una paradoja, que en las colisiones de las áreas políticas, económicas y morales no se manifestase sino una forma mucho más general de oposición, que no es menos apta para reducir la esencia del estilo artístico a su expresión fundamental. Quiero comenzar con una experiencia sencilla del ámbito de la psicología del arte. 
Cuanto más profunda y única es la impresión que nos causa una obra de arte, menos suele ocuparnos la pregunta acerca de la cuestión del estilo de la obra. Al contemplar una de las innumerables y no muy gratificantes estatuas del siglo XVII se ofrece a nuestra conciencia, sobre todo, su carácter barroco, al ver los retratos neo-clásicos que se hicieron alrededor del año 1800, pensamos sobre todo en el estilo de esa época; y en los incontables cuadros, completamente indiferentes, de la actualidad ninguna cosa suscita nuestra atención salvo que muestran un estilo naturalista. Pero frente a una estatua de Michelángelo, ante un cuadro religioso de Rembrandt o delante de un retrato de Velázquez la cuestión del estilo se vuelve absolutamente irrelevante. La obra de arte nos cautiva de lleno con la totalidad unitaria que presenta ante nuestros ojos. Si además se corresponde con el estilo de una determinada época, es una pregunta, que —al menos al observador interesado en los aspectos estéticos— ni se le plantea. Sólo donde un cierto sentimiento de ajenidad en la percepción no nos permite captar en la obra de arte su individualidad específica, dejándonos percibir solamente lo típico y lo general en ella —tal como nos sucede frecuentemente p. ej. con el arte oriental— sólo ahí se mantiene viva y especial-mente activa la cuestión del estilo, aún tratándose de grandes obras. Porque lo decisivo es esto: El estilo es siempre aquella manifestación formal, que —en la medida que sostiene o ayuda a sostener la impresión de la obra de arte— niega su naturaleza y su valor individuales, su significado singular. Gracias al estilo se somete la particularidad de una obra singular a una ley formal general que también es aplicable a otras obras de arte, se la despoja, por decirlo así, de su absoluta autonomía, ya que comparte con otras su naturaleza o una parte de su configuración y con ello hace referencia a una raíz común, que está más allá de la obra individual, en contraste con las obras, que han surgido por entero de si mismas, o sea de la unidad absoluta y misteriosa de su personalidad artística y de su genuina singularidad. Y así como la estilización de la obra contiene el trasunto de una generalidad, de una ley para la contemplación y el sentimiento, que rige más allá de la específica individualidad del artista, lo mismo cabe decir desde el punto de vista del objeto de la obra de arte. Una rosa estilizada debe representar, frente a la realidad individual de una rosa, lo general de todas las rosas, el tipo rosa. Los diferentes artistas intentarán alcanzar esto a través de creaciones muy diferentes —del mismo modo que para diferentes filósofos aquello, que se les ofrece como lo común de todas las realidades resulta ser algo absolutamente diferente e incluso contrario. Por esta razón, esta estilización conduciría en un artista hindú, en un artista gótico a expresiones demasiado heterogéneas. Sólo que el sentido de cada una de esas expresiones no es la rosa individual, sino hacer perceptible la ley de la génesis de la rosa, es decir, la raíz de su forma, que actúa de elemento general unificador en la diversidad de sus formas. 
Pero aquí parece inevitable hacer una objeción. Hablamos del estilo de Botticelli o de Michelangelo, de Goethe o de Beethoven. La justificación para hacerlo así es ésta: que estos grandes artistas se han creado una forma de expresión propia, que tiene su origen en su genialidad enteramente individual y que nosotros percibimos como lo general de todas y cada una de sus obras individuales. Después, el estilo de un maestro individual puede ser adoptado por otros, convirtiéndose así en la propiedad de muchas personalidades artísticas. En esos otros expresa aquél su imposición como estilo, como algo que está por encima o que acompaña a la expresión de la personalidad, por lo que podemos decir con todo derecho: estos tienen el estilo de Michelangelo, como se tiene una propiedad, que no se ha generado a partir de nosotros mismos, sino que se ha recibido de fuera y, por así decirlo, se ha incorporado sólo posteriormente al entorno de nuestro ego. En cambio, el propio Michelangelo es ese estilo, éste es idéntico con el propio ser de Michelangelo, y por lo tanto es lo general que se expresa en todas las creaciones artísticas de Michelangelo y les da color, pero únicamente es así porque él es la fuerza-raíz de esas obras y únicamente de esas. En consecuencia, se puede distinguir de manera lógica, por así decirlo, pero no objetiva, de lo que es propio de la obra individual como tal. En este caso se puede decir con toda la razón, que el estilo es el hombre. Con más claridad aun en el sentido de que el hombre es el estilo, mientras que en los casos del estilo que procede del exterior, que se comparte con otros y con la época, tiene a lo sumo el significado de que éste señala dónde se sitúa el límite de la originalidad del individuo. 
Desde este motivo fundamental: que el estilo es un principio de generalidad que se mezcla con el principio de individualidad, que lo desplaza o que lo suplanta, se desarrollan los diferentes aspectos del estilo como una realidad psicológica y artística. Ahí es donde se refleja especialmente la diferencia de principio entre las artes aplicadas y las Bellas Artes. La esencia del objeto de las artes aplicadas es que se da muchas veces. Su propagación es la expresión cuantitativa de su utilidad, pues siempre sirve a un objetivo que muchas personas tienen. Por el contrario la naturaleza de las Bellas Artes es su singularidad: una obra de arte y su copia son totalmente diferentes de un modelo y su ejecución, diferentes de las telas o de las joyas producidas según un patrón. El hecho de que innumerables telas, joyas, sillas y encuadernaciones, lámparas y vasos se fabriquen con arreglo a sus respectivos modelos constituye el símbolo de que cada uno de esos objetos tiene su ley fuera de si mismo, es sólo el ejemplo fortuito de una generalidad. El sentido de su forma es el estilo y no la unicidad, a través de la cual se manifiesta, precisamente en ese objeto único, un alma en lo que tiene de singular*. Esto no quiere ser una descalificación del arte aplicado, como tampoco se puede establecer entre el principio de individualidad y el principio de generalidad un orden de precedencia. Constituyen más bien los polos de las posibilidades de la creatividad humana y de los cuales ninguno puede prescindir del otro sino que solamente en cooperación con el otro, aunque en una infinidad de combinaciones, cada uno de estos principios puede determinar la vida —se trate de la vida interior o de la exterior, de la activa o de la ociosa— en cada uno de sus puntos. Y veremos las necesidades vitales, que sólo los objetos estilizados, y no los objetos singulares del arte, pueden satisfacer. 
Pero de la misma manera que frente al concepto de la creación artística singular, se hizo antes la objeción de que también los grandes artistas tienen un estilo —o sea el suyo, que es ciertamente una ley y por lo tanto un estilo, pero una ley individual— así queremos hacer también aquí la objeción correspondiente: también vemos, especialmente en la actualidad, cómo los objetos del arte aplicado son diseñados de manera individual, por personalidades destacadas y con un caché inconfundible, frecuentemente vemos el objeto en un solo ejemplar, puede ser que haya sido creado para un solo usuario. Sin embargo, no cabe convertir en contraargumento, un contexto muy peculiar al que sólo vamos a referirnos de modo difuso. Al decir de ciertas cosas, que son únicas, y de otras, que son una pieza entre muchas, queremos expresar muchas veces, y en este caso concreto es así con seguridad, un significado simbólico. Nos referimos con ello a una cierta cualidad, que caracteriza a ese objeto y que da a su existencia el significado de singularidad o de repetitividad, sin que su fortuito destino exterior manifieste el carácter cuantitativo de su naturaleza. Todos hemos tenido la experiencia, de calificar de banal una frase que escuchamos, sin poder decir si la hemos escuchado muchas veces o hasta es posible que sea esa la primera vez. La frase internamente, en su contenido, cualitativamente, es moneda gastada aunque se la haya manejado últimamente. Es banal porque merece ser banal. Y por el contrario, tenemos la impresión de que ciertas obras o ciertas personas son únicas —incluso cuando las combinaciones fortuitas de la existencia produzcan otra o muchas más cosas o personalidades exactamente iguales a aquellas. Esto no afecta a ninguna de ellas en su legitimidad de ser singulares, sino más bien esta determinación numérica es sólo la expresión de una nobleza cualitativa de su naturaleza cuyo sentimiento vital es la incomparabilidad, incluso cuando ve a su lado a sus iguales. Y lo mismo sucede con las singularidades del arte aplicado: porque su esencia es el estilo, porque en ellas sigue siendo tangible la substancia artística general, de la que se ha formado su configuración específica, su significado es ser reproducidas, están interiormente constituidas para la multiplicidad, aun cuando el precio, el capricho o la exclusividad celosa permitan que casualmente ellas se hagan realidad una sola vez. 
Las cosas son diferentes si se trata de objetos útiles diseñados artísticamente que, de hecho, rechazan con su forma ese significado del estilo y que pretenden tener o tienen también realmente el efecto de una obra individual de arte. Contra esa tendencia del arte aplicado quiero formular mi más enérgica pro-testa. Sus objetos están destinados a ser integrados en la vida, a servir a un objetivo que les viene dado desde fuera. De esta suerte se encuentran en una total contradicción con la obra de arte, la cual está soberanamente encerrada en sí misma, cada una constituye un mundo propio, un objeto de sí misma, simbolizando con ese marco, que rechaza cualquier participación al servicio de los movimientos de una vida práctica, que se encuentra fuera de ella. Una silla existe para sentarse en ella, una copa para ofrecerla llena de vino y sostenerla en la mano; si ambos con su forma crean la sensación de que son de una naturaleza artística que se basta a sí misma, que obedece únicamente a su propia ley y que expresa totalmente por sí misma la autonomía del alma, entonces se crea el conflicto más enconado. Estar sentado en una obra de arte, utilizar una obra de arte para las necesidades de la vida práctica —eso es como canibalismo, es la degradación del señor que se convierte en esclavo— y , por cierto, no de un señor que lo sea por un capricho fortuito del destino, sino de un señor, que lo es por una dinámica interna, por la ley de su naturaleza. Los teóricos, que proclaman al unísono que la pieza de arte aplicado debería ser una obra de arte, y que su principio máximo es su utilidad, parecen no percibir la contradicción: que lo útil es un medio —o sea que tiene su objetivo en el exterior— pero que una obra de arte nunca es un medio, es una obra cerrada en si misma, que contrariamente a las «útiles» nunca extrae su derecho a existir de algo que no sea ella misma. El principio de que, a ser posible, cada objeto de uso sea una obra de arte singular como el Moisés de Michelangelo o el Jan Six de Rembrandt, es quizás el malentendido que caricaturiza mejor el individualismo moderno. Quiere otorgar a las cosas que existen para servir a los demás o a otros fines la forma de las cosas cuyo sentido está en el orgullo del ser-para-símismo; quiere conferir a las cosas que se usan y se consumen, que se mueven y que se hacen circular la forma de aquellas, que como una isla afortunada sobreviven inmóviles a toda tormenta de la vida práctica; en fin, quiere dar a las cosas que por su destino de utilidad práctica están encaminadas a lo que hay de general y de compartido con muchos, dentro de nosotros, la forma de las cosas que son únicas, porque una personalidad individual ha expresado su unicidad en ellas, y por ello gravitan en el punto de unicidad dentro de nosotros, en ese punto en el que cualquier persona está sola consigo misma. 
Y aquí finalmente se encuentra la razón por la que estos condicionamientos del arte aplicado no significan una especie de degradación. En vez del carácter de la individualidad, el arte aplicado debe tener el carácter del estilo, de la amplia generalidad —con lo que naturalmente no nos referimos a una generalidad absoluta, de ser asequible a cualquier persona vulgar o a cualquier gusto— y con ello representa dentro de la esfera estética un principio de vida diferente al del arte verdadero, pero no por ello inferior. Esa diferencia no debe hacernos pensar que el trabajo individual de su creador no pueda mostrar el mismo refinamiento y grandeza, la misma profundidad y fuerza creativa que el pintor o el escultor. La sensación de seguridad y serenidad que nos causa el objeto estilizado tiene su origen en el hecho de que el estilo se dirige también en el observador a las capas que están más allá de lo puramente individual, a las categorías emocionales que sirven en nuestro interior a las leyes generales de la vida. Frente al objeto caracterizado por el estilo, la vida desciende desde los puntos sensibles específicos de la individualidad, a los que apela con tanta frecuencia la obra de arte, a los niveles más plácidos, en los que uno ya no se siente solo y en los que —así al menos se pueden interpretar estos procesos inconscientes— la legalidad supra-individual de la estructura objetiva que tenemos ante nosotros encuentra su contrapartida en el sentimiento de que nosotros reaccionamos también con lo que hay de supraindividual, de legalidad general, dentro de nosotros, liberándonos así de nuestra absoluta autorresponsabilidad, de funambular sobre la estrechez de la mera individualidad. 
Esta es la razón por la que las cosas que nos rodean en el fondo o en la base de nuestra vida cotidiana deben estar estilizadas. Efectivamente, en sus aposentos el hombre es lo principal, el punto central, que para que surja una sensación global orgánica y armoniosa debe descansar sobre capas más amplias, menos individuales y más subordinadas y de las que debe destacarse. La obra de arte, que cuelga de la pared en un marco o que descansa en su pedestal o que se encuentra sobre el escritorio, muestra con esta delimitación espacial, que —al contrario de la mesa y del vaso, la lámpara y la alfombra— no participa en la vida inmediata, que no puede prestar a la personalidad el servicio de «una cosa secundaria necesaria». El principio de la tranquilidad, que debe estar en la base del entorno doméstico del hombre nos ha conducido con una precisión práctica maravillosa hacia una estilización de ese entorno: de todos los objetos de uso, los muebles son sin duda los que muestran de forma más consecuente ese carácter de un «estilo» definido. Donde más se percibe esto es en el comedor, que por motivos fisiológicos debe facilitar la relajación, el descenso desde las tensiones y tormentas de cada día hasta un estado más amplio de comodidad compartida con otros. Sin tener consciencia de este motivo, la tendencia estética ha querido desde siempre tener «estilizado» de manera especial el comedor, y el movimiento estilizador que se inició en la década de los setenta en Alemania se abordó primero en el comedor. 
Pero así como, en cierto modo, el principio del estilo como el de la unicidad de la forma han mostrado siempre alguna mezcla y conciliación con su contrario respectivo, del mismo modo alguna instancia superior propicia también la exclusión mutua entre el equipamiento de la vivienda y la creación artístico-individual más la exigencia de la estilización de aquella. Extrañamente —para el hombre moderno— esta exigencia de estilo rige propiamente sólo para los distintos objetos de su entorno, pero no para el entorno como conjunto. La vivienda, tal y como la arregla cada uno según sus gustos y sus necesidades, puede tener ese toque personal e inconfundible originado por la singularidad de ese individuo. Pero ese toque sería insoportable, si cada objeto concreto revelase la misma individualidad. Esto puede parecer a primera vista una paradoja, pero suponiendo que sea cierto, nos explicaría en un principio por qué las habitaciones que están diseñadas estrictamente en un determinado estilo histórico, al habitarlas nos causan una sensación de incomodidad, de extrañeza y de frialdad, mientras que las habitaciones que se componen de fragmentos de diferentes pero no menos estrictos estilos, con arreglo un gusto individual que, por lo demás, ha de ser muy definido y homogéneo, nos causan la sensación de comodidad y calor. Un entorno con cosas que son en su totalidad de un solo estilo histórico, se convierten en una unidad cerrada en sí misma que, por decirlo así, expulsa al individuo que vive en su interior; el individuo no encuentra un hueco en donde poder verter o integrar su vida personal, tan ajena a ese estilo antiguo. Pero, curiosamente, esto cambia totalmente en cuanto el individuo compone a su gusto el entorno a base de objetos de diferentes estilos; de esa manera se les da un nuevo centro, el cual no está situado en ninguno de los objetos, pero que éstos revelan mediante la forma específica en la que han sido colocados: una unidad subjetiva, el hecho, perceptible en ellos ahora, de haber sido vividos por un alma personal y de haber sido asimilados a la misma. Ese es el estímulo específico por el que configuramos nuestros espacios con objetos de tiempos pasados, cada uno de los cuales es portador de la plácida tranquilidad del estilo, o sea de legalidad formal supraindividual, capaz de generar un nuevo conjunto, cuya síntesis y forma general tiene, no obstante, una naturaleza absolutamente individual y está adaptada a una personalidad específicamente ajustada. 
Lo que empuja con fuerza al hombre moderno hacia el estilo es la exoneración y el revestimiento de lo personal, que es en lo que consiste la naturaleza del estilo. El subjetivismo y la individualidad se han agudizado hasta llegar al punto de quebrarse, y en las formas estilizadas, desde las del comportamiento hasta las de la decoración de la vivienda, se produce una suavización y un atemperamiento de esa personalidad aguda hacia lo general y su legalidad. Parece como si el yo ya no pudiera sostenerse a sí mismo o al menos ya no se quisiera mostrar, por lo que se envuelve en un atuendo general, más típico, en una palabra, estilizado. Existe un pudor muy delicado en el hecho de colocar entre la personalidad subjetiva y su entorno humano y racional una forma y una ley supra-individual; la expresión estilizada, el estilo de vida, el gusto —todos ellos son barreras y distanciamientos en los que el subjetivismo exagerado del tiempo encuentra un contrapeso y una cobertura. La tendencia del hombre moderno a rodearse de antigüedades —o sea de objetos en los que el estilo, el carácter de sus épocas, el ambiente general que se cierne alrededor de ellos es lo esencial— no constituye un mero esnobismo, sino que obedece a la necesidad profunda de dar a la vida individual, demasiado agitada, un complemento de tranquila amplitud y de regularidad típica. Épocas pasadas, que sólo tenían un único y evidente estilo, tenían una posición muy diferente ante estas preguntas difíciles de la vida. Donde existe únicamente un estilo, cada expresión individual brota orgánicamente de él, ésta no tiene que buscarse primero su raíz, lo general y lo personal coinciden sin conflictos en su actividad . Lo que envidiamos en la antigua Grecia y en algunas épocas de la Edad Media es su unicidad; su falta de problemática se basa en no cuestionar la base general de la vida, o sea, el estilo que conformaba su relación con cada producción de una forma más sencilla y menos contradictoria de lo que es hoy para nosotros, que disponemos en todas las áreas de un gran número de estilos, con lo que la actividad individual, el comportamiento, el gusto se encuentra, por decirlo así, en una relación opcional con el fundamento amplio, con la ley general, pero al mismo tiempo la necesita. Esa es la razón por la que los productos antiguos parecen tener frecuentemente mucho más estilo que los actuales. Porque afirmamos que una actividad o su producto no tienen estilo, cuando parecen haber surgido únicamente de un sentimiento aislado, temporal y puntual, sin fundamentarse en un sentimiento más general, en una norma que esté por encima de lo fortuito. Esta necesidad, este fundamento puede ser también lo que yo denominaba el estilo personal. En personalidades creativas la obra única fluye de una profundidad unitaria de su propia naturaleza, que encuentra en ella la estabilidad, la fundamentación, lo que transciende el ahora y el aquí, lo mismo que le pasa al artista menor con el estilo que recibe desde fuera. Aquí lo individual es el caso de una ley individual; quien no sea lo suficiente fuerte para ello, debe someterse a una ley general, si no lo hace, su obra no tendrá estilo —cosa que, como ahora se comprenderá con facilidad, sólo puede suceder en épocas de múltiples estilos. 
Finalmente, el estilo es el intento estético de solucionar el gran problema de la vida: cómo una obra única o un comportamiento único, que constituye una totalidad, cerrada en sí misma, puede pertenecer al mismo tiempo a una totalidad superior, a un contexto unificador más amplio. La diferencia entre el estilo individual de lo muy grande y el estilo general de lo más pequeño se expresa en la norma práctica: «y si no encuentras en ti un absoluto, únete a un absoluto como parte servidora del mismo». Esto se expresa en el lenguaje del arte, que admite que hasta la obra más ínfima tiene un rayo de soberanía y unicidad, que en el mundo práctico solo brilla sobre lo más grande. 
 * Por eso el material tiene también un significdo tan grande para el estilo: el cuerpo humano, p. ej. requiere una representación distinta si se realiza en porcelana o en bronce, en madera o en mármol. Porque el material es realmente el elemento general que se ofrece para realizar sobre él una cantidad arbitraria de formas específicas, y eso las determina como su requisito previo general.

Traducción del alemán: José Almaraz 




THEODOR W. ADORNO - Sociedad




El concepto de sociedad muestra ejemplarmente en qué escasa medida los conceptos, como pretende Nietzsche, pueden definirse verbalmente afirmando que «en ellos se sintetiza semióticamente todo un proceso». La sociedad es esencialmente proceso; sobre ella dicen más las leyes de su evolución que cualquier invariante previa. Esto mismo prueban también los intentos de delimitar su concepto. Así, por ejemplo, si éste se determinara como la humanidad junto con todos los grupos en los que se divide y la forman, o de modo más simple, como la totalidad de los hombres que viven en una época determinada, se omitiría el sentido más propio del término sociedad. Esta definición, en apariencia sumamente formal, prejuzgaría que la sociedad es una sociedad de seres humanos, que es humana, que es absolutamente idéntica a sus sujetos; como si lo específicamente social no consistiera acaso en la preponderancia de las circunstancias sobre los hombres, que no son ya sino sus productos impotentes. En relación con épocas pasadas, cuando quizá pudo ser de otro modo —la Edad de piedra—, apenas puede hablarse de la sociedad en el mismo sentido que en la fase del capitalismo intenso. J. C. Bluntschli, especialista en derecho público, caracterizó la sociedad, hace ya más de cien años, como un «concepto del tercer estamento». Y lo es no sólo en razón de las tendencias igualitarias que se han infiltrado en él y que lo distinguen de la «buena sociedad» feudal y absolutista, sino también porque su construcción obedece al modelo de la sociedad burguesa. 
El concepto de sociedad no es en absoluto un concepto clasificatorio, no es la abstracción suprema de la sociología, que incluiría en sí misma todas las demás formaciones sociales. Tal concepción confundiría el ideal científico corriente del orden continuo y jerárquico de las categorías con el objeto del conocimiento. El objeto al que apunta el concepto de sociedad no es en sí mismo continuo desde el punto de vista racional. Tampoco es el universo de sus elementos; el concepto de sociedad no es simplemente una categoría dinámica, sino funcional. Para una aproximación inicial, aunque todavía demasiado abstracta, piénsese en la dependencia de todos los individuos respecto de la totalidad que forman. En ésta, todos dependen también de todos. El todo se mantiene únicamente gracias a la unidad de las funciones desempeñadas por sus partes. En general, cada uno de los individuos, para prolongar su vida, ha de desempeñar una función, y se le enseña a dar las gracias por tener una. 
En virtud de su determinación funcional, el concepto de sociedad no puede captarse inmediatamente ni, a diferencia de las leyes científiconaturales, verificarse directamente. Ésta es la razón por la que las corrientes positivistas de la sociología querrían desterrarlo de la ciencia en tanto que reliquia filosófica. Pero este realismo es poco realista. Pues si la sociedad no puede obtenerse por abstracción a partir de hechos particulares ni aprehenderse como un factum, no hay factum social que no esté determinado por la sociedad. Ésta se manifiesta en las situaciones sociales fácticas. Conflictos típicos como los existentes entre superiores y subordinados no son algo último e irreductible, algo que pudiera circunscribirse al lugar de su ocurrencia. Más bien enmascaran antagonismos fundamentales. Los conflictos particulares no pueden subsumirse en éstos como lo particular en lo universal. Tales antagonismos producen conflictos aquí y ahora conforme a un proceso, a una legalidad. Así, la llamada paz salarial, estudiada desde muchos puntos de vista por la actual sociología empresarial, sólo sigue aparentemente las pautas marcadas por las condiciones existentes en una empresa y en un sector determinados. Depende, por encima de ellas, del ordenamiento salarial general, y de su relación con los distintos sectores; depende del paralelogramo de fuerzas, del que el ordenamiento salarial es la resultante, cuyo alcance es mucho mayor que el de las pugnas entre las organizaciones de empresarios y trabajadores integradas institucionalmente, pues en éstas se han sedimentado consideraciones referidas a un electorado potencial definido desde el punto de vista organizativo. Decisivas también para la paz salarial son, finalmente, aunque sólo sea de forma indirecta, las relaciones de poder, la posesión del aparato de producción por parte de los empresarios. Si no se tiene plena conciencia de esto, resulta imposible comprender suficientemente cualquier situación concreta, a menos que la ciencia esté dispuesta a atribuir a la parte lo que únicamente adquiere su valor dentro de un todo. Así como la mediación social no podría existir sin lo mediado por ella, sin los elementos: los individuos, las instituciones y las situaciones particulares, así éstos tampoco existen sin la mediación. Cuando los detalles, en virtud de su inmediata tangibilidad, se toman por lo más real, causan al mismo tiempo ofuscación. 
Puesto que el concepto de sociedad no puede definirse conforme a la lógica corriente ni demostrarse «deícticamente», mientras que los fenómenos sociales reclaman imperiosamente su concepto, su órgano es la teoría. Sólo una detallada teoría de la sociedad podría decir qué es la sociedad. Recientemente se ha objetado que es poco científico insistir en conceptos tales como el de sociedad, pues sólo podría juzgarse sobre la verdad o falsedad de enunciados, no de conceptos. Esta objeción confunde un concepto enfático como el de sociedad con una definición al uso. El concepto de sociedad ha de ser desplegado, no fijado terminológicamente de forma arbitraria en pro de su pretendida pureza. 
La exigencia de determinar teóricamente la sociedad —el desarrollo de una teoría de la sociedad— se expone además al reproche de haberse quedado rezagado en relación con el modelo de las ciencias naturales, al que se considera tácitamente como modelo vinculante. En ellas, la teoría tendría como objeto el nexo transparente entre conceptos bien definidos y experimentos repetibles. Una teoría enfática de la sociedad, en cambio, se despreocuparía del imponente modelo para apelar a la misteriosa mediación. Esta objeción mide el concepto de sociedad con el rasero de su inmediata datidad, al que precisamente ella, en tanto que mediación, se substrae esencialmente. Consecuentemente, a renglón seguido se ataca el ideal del conocimiento de la esencia de las cosas desde dentro, tras el que se acorazaría la teoría de la sociedad. Este ideal no haría más que obstaculizar el progreso de las ciencias, y en las más desarrolladas habría sido liquidado hace tiempo. La sociedad, sin embargo, hay que conocerla y no conocerla desde dentro. En ella, producto de los hombres, éstos todavía pueden, pese a todo y, por decirlo así, de lejos, reconocerse a sí mismos, a diferencia de lo que ocurre en la química y en la física. Efectivamente, en la sociedad burguesa la acción, en tanto que racionalidad, es en gran medida una acción «comprensible» y motivada objetivamente. Esto es lo que recordó con razón la generación de Max Weber y Dilthey. Pero este ideal de la comprensión fue unilateral, pues excluyó aquello que en la sociedad es contrario a su identificación por parte de los sujetos de la comprensión. A esto se refería la regla de Durkheim según la cual había que tratar los hechos sociales como cosas, renunciando por principio a comprenderlos. Durkheim no se dejó disuadir del hecho de que todo individuo experimenta primariamente la sociedad como lo no-idéntico, como «coacción». En esta medida, la reflexión sobre la sociedad comienza allí donde acaba la comprensibilidad. En Durkheim, el método científico-natural, que él defiende, registra esa «segunda naturaleza» de Hegel en la que la sociedad acabó convirtiéndose frente a sus miembros. La antítesis de Weber, sin embargo, es tan parcial como la tesis, pues se da por satisfecha con la incomprensibilidad, como él con el postulado de la comprensibilidad. En lugar de esto, lo que habría que hacer es comprender la incomprensibilidad, deducir la opacidad de una sociedad autonomizada e independiente de los hombres a partir de las relaciones existentes entre ellos. Hoy más que nunca la sociología debería comprender lo incomprensible, la entrada de la humanidad en lo inhumano. 
Por otra parte, los propios conceptos antiteóricos de una sociología desgajada de la filosofía son fragmentos teóricos olvidados o reprimidos. El concepto alemán de comprensión (Verstehen) de las primeras décadas del siglo xx es la secularización del «Espíritu» (Geist) hegeliano —la totalidad que hay que llevar a concepto— en forma de actos singulares o de tipos ideales, sin tener en cuenta la totalidad de la sociedad, de la que en verdad extraen su sentido los fenómenos que hay que comprender. El entusiasmo por lo incomprensible, por el contrario, transforma el permanente antagonismo social en quaestiones facti. La realidad irreconciliada es aceptada pasivamente en el ascetismo con que se renuncia a su teorización y lo aceptado es finalmente exaltado, la sociedad es aceptada como mecanismo colectivo de coacción. 
No menos numerosas, y no menos funestas, las categorías dominantes en la sociología actual son asimismo fragmentos de plexos teóricos, a los que niegan con mentalidad positivista. Últimamente se emplea con profusión el «rol» como un concepto sociológico clave, como una categoría que haría inteligible la acción social. Este concepto ha sido privado de su referencia a ese ser-para-otro característico de los individuos que, irreconciliados y enajenados de sí mismos, los encadena los unos a los otros bajo la contrainte sociale. Los roles son propios de una estructura social que adiestra a los hombres para que persigan únicamente su autoconservación y, al mismo tiempo, les niega la conservación de su yo. El omnipotente principio de identidad, la abstracta equiparabilidad de su trabajo social, les lleva a la extinción de la identidad consigo mismos. No es casual que el concepto de rol, que se presenta como un concepto axiológicamente neutral, haya sido tomado en préstamo del teatro, en el que los actores no son realmente aquéllos a los que ellos interpretan. Desde el punto de vista social, esta divergencia expresa el antagonismo. La teoría de la sociedad debería trascender las evidencias inmediatas en busca del conocimiento de su fundamento en la sociedad y preguntarse por qué los hombres siguen desempeñando un rol. Éste fue el propósito de la concepción marxiana del carácter como máscara, que no sólo anticipa esa categoría, sino que la deduce socialmente. Si la ciencia social se sirve de este tipo de conceptos pero rehúye la teoría, de la que éstos son parte esencial, se pone al servicio de la ideología. El concepto de rol, incorporado sin previo análisis desde la fachada social, coadyuva a perpetuar el abuso del rol. 
Una concepción de la sociedad que no se conformara con esto sería crítica. Dejaría atrás la trivialidad de que todo está relacionado con todo. La abstracción mala de esta afirmación no es tanto consecuencia de la flojedad mental cuanto reflejo de la realidad mala de la sociedad misma: de la realidad del cambio en la sociedad moderna. Es en su realización universal, y no sólo en la reflexión científica, donde se practica objetivamente la abstracción; se hace abstracción de la naturaleza cualitativa de productores y consumidores, del modo de producción, incluso de las necesidades, que el mecanismo social sólo satisface de forma secundaria. Lo primero es el beneficio. La misma humanidad determinada como clientela, el sujeto de las necesidades, está, más allá de toda representación ingenua, preformada socialmente, y no sólo por el nivel técnico alcanzado por las fuerzas productivas, sino también por las relaciones económicas, por más difícil que sea verificar esto empíricamente. Previamente a cualquier estratificación social concreta, la abstracción del valor de cambio va de la mano del dominio de lo universal sobre lo particular, del dominio de la sociedad sobre quienes son sus miembros forzosos. Dicha abstracción no es socialmente neutral, a diferencia de lo que aparenta el carácter lógico de la reducción a unidades tales como el tiempo de trabajo social medio. En la reducción de los hombres a agentes y portadores del intercambio de mercancías se oculta la dominación de los hombres sobre los hombres. Esto sigue siendo verdad, pese a todas las dificultades con las que vienen confrontándose muchas de las categorías de la crítica de la economía política. La sociedad total es tal que todos deben someterse al principio de cambio, a menos que quieran sucumbir, y ello independientemente de si, subjetivamente, su acción está regida por el «beneficio» o no. 
Ni áreas atrasadas ni formas sociales suponen limitación alguna para la ley de cambio. La vieja teoría del imperialismo demostró ya que entre la tendencia económica de los países inmersos en la fase de capitalismo intenso y los en su día llamados «espacios no capitalistas» existe también una relación funcional. Éstos no coexisten simplemente los unos al lado de los otros, más bien se mantienen en vida los unos en virtud de los otros. Tras la abolición del colonialismo de viejo estilo, esto se convirtió inmediatamente en objeto de interés político. Una ayuda racional al desarrollo no sería ya un lujo. En el seno de la sociedad basada en el principio de cambio, los rudimentos y enclaves precapitalistas no sólo son elementos extraños a ella, reliquias del pasado: esta sociedad necesita de ellos. Las instituciones irracionales redundan en beneficio de la persistente irracionalidad de una sociedad que es racional en sus medios, pero no en sus fines. Así, una institución como la familia, derivada de lazos naturales y cuya estructura interna no se rige por la ley del intercambio de equivalentes, podría deber su relativa resistencia al hecho de que sin la ayuda que su irracionalidad proporciona a relaciones de producción muy específicas, como por ejemplo las de los pequeños campesinos, éstas apenas hubieran podido subsistir, aun cuando su racionalización no podría tener lugar sin trastornar el conjunto de la estructura social burguesa. 
El proceso de socialización no se realiza más allá de los conflictos y los antagonismos o pese a éstos. Su elemento propio lo constituyen los mismos antagonismos que desgarran la sociedad. Es la misma relación social de cambio la que introduce y reproduce el antagonismo que en todo momento amenaza a la organización social con la catástrofe total. Sólo a través de la búsqueda del beneficio y de la fractura inmanente al conjunto de la sociedad sigue funcionando hasta hoy, rechinante, quejumbrosa, con indescriptibles sacrificios, la máquina social. Toda sociedad sigue siendo todavía sociedad de clases, como en los tiempos en los que surgió este concepto; la inmensa presión existente en los países del Este es indicio de que allí las cosas no son distintas. Aunque el pronóstico de la pauperización a largo plazo no se cumplió, la desaparición de las clases es tan sólo un epifenómeno. Es posible que en los países de capitalismo intenso se haya debilitado la conciencia de clase que en América siempre faltó. Pero esta conciencia jamás estuvo dada sin más en la sociedad, sino que, conforme a la teoría, era ella misma la que debía producirla. Lo que resulta tanto más difícil cuanto la sociedad más integra las formas de conciencia. Incluso la tan invocada nivelación de los hábitos de consumo y de las oportunidades de formación es parte de la conciencia de los individuos socializados, no de la objetividad social, cuyas relaciones de producción conservan precariamente el viejo antagonismo. Pero la relación de clases tampoco ha sido tan completamente suprimida desde el punto de vista subjetivo como le gustaría a la ideología dominante. La investigación social más reciente subraya la existencia de diferencias esenciales en lo que se refiere a la forma de ver las cosas de aquéllos a los que las toscas estadísticas incluyen respectivamente en las denominadas clase alta y clase baja. Quienes se forjan menos ilusiones, los menos «idealistas», son los individuos pertenecientes a la clase baja. Esto suscita el reproche de materialismo por parte de los happy few. Los trabajadores siguen considerando que la sociedad está dividida en un arriba y un abajo. Así, por ejemplo, es sabido que la igualdad formal de oportunidades de formación no se corresponde en absoluto con la proporción de los hijos de trabajadores en la población estudiantil. 
Velada subjetivamente, la diferencia entre clases sociales crece objetivamente en virtud de la imparable y progresiva concentración del capital. Esta diferencia tiene efectos decisivos en la existencia concreta de los individuos; de lo contrario, el concepto de clase sería evidentemente un fetiche. Mientras que los hábitos de consumo van haciéndose similares —a diferencia de la clase feudal, la clase burguesa contuvo siempre el gasto en favor de la acumulación, salvo en los años de especulación—, la diferencia entre el poder y la impotencia sociales es sin duda mayor que nunca. Hoy cualquiera puede comprobar que es prácticamente imposible determinar por propia iniciativa su existencia social, debiendo más bien buscar huecos, plazas vacantes, «jobs» que le garanticen el sustento, sin tener en cuenta aquello que considera como su propia determinación humana, si es que todavía tiene alguna idea al respecto. Este estado de cosas halla su expresión y su ideología en el concepto de adaptación, concepto característico del darvinismo social, transferido desde la biología a las llamadas ciencias del hombre y empleado en ellas normativamente. No precisamos considerar si, y hasta qué punto, la relación de clases se hizo extensiva a las relaciones entre los países completamente desarrollados desde el punto de vista tecnológico y los países que se quedaron atrás. 
El que, pese a todo, esta situación perdure en precario equilibrio, se debe al control sobre el juego de fuerzas sociales que todos los países de la tierra han introducido desde hace tiempo. Pero este control refuerza necesariamente las tendencias totalitarias del orden social, la adaptación política a la socialización total. De este modo se acrecienta la amenaza que los controles y las intervenciones, al menos los introducidos en los países situados más acá del área de influencia soviética y china, pretenden conjurar. Todo esto no debe imputarse a la técnica en cuanto tal. Ésta es solamente una figura de la capacidad productiva de los hombres, una prolongación del brazo del hombre incluso en la cibernética, por lo que es solamente un momento de la dialéctica entre fuerzas productivas y relaciones de producción, no una fuerza demoníaca independiente. En la situación actual opera de forma centralizadora; en sí misma podría hacerlo de otro modo. Allí donde los hombres creen estar más cerca los unos de los otros, como en la televisión, que se les lleva hasta sus hogares, en realidad esa cercanía está mediada por la distancia social, por la concentración del poder. Nada simboliza mejor que la televisión el hecho de que, en gran medida, y atendiendo a su contenido concreto, a los hombres se les dicta desde arriba su vida, la misma que ellos creen poseer y tener que ganarse y a la que toman por lo más próximo y lo más real. La existencia humana individual es, más allá de todo lo imaginable, mera reprivatización; lo más real, aquello a lo que se agarran los hombres, es al mismo tiempo lo más irreal. «La vida no vive.» Tampoco una sociedad transparente desde el punto de vista racional, una sociedad verdaderamente libre, podría zafarse en absoluto a la administración y a la división del trabajo. Pero las administraciones de todos los países de la tierra tienden compulsivamente a autonomizarse respecto de los administrados y a reducirlos a meros objetos de procedimientos regulados abstractamente. Estas tendencias remiten, según Max Weber, a la racionalidad económica medios-fines. Puesto que le es indiferente su fin, la consecución de una sociedad racional, y mientras siga siendo así, esta racionalidad se torna irracional para los sujetos. La figura racional de esta irracionalidad es en muchos sentidos el experto. Su racionalidad se funda en la especialización de los procesos técnicos y los adaptados a éstos, pero también tiene su lado ideológico. Los procesos de trabajo, segmentados en unidades cada vez más pequeñas y tendencialmente desprovistos de cualificación, se aproximan entre sí. 
Dado que incluso los procesos e instituciones sociales más poderosos tienen un origen humano, esto es, son esencialmente el producto de la objetivación del trabajo de los hombres, la autonomización del poder es al mismo tiempo ideología, apariencia social necesaria que habría que penetrar y transformar. Pero esta apariencia es para la vida inmediata de los hombres el ens realissimum. El peso de las relaciones sociales hace todo lo posible para hacer más densa tal apariencia. Contrariamente a lo que sucedía alrededor de 1848, cuando la relación de clases se manifestó como conflicto entre el grupo inmanente a la sociedad, la burguesía, y el que se hallaba prácticamente excluido de ella, el proletariado, la integración, concebida por Spencer como la ley fundamental de toda socialización, se ha apoderado de la conciencia de los que son objeto de la sociedad. Contrariamente a la teoría de Spencer, integración y diferenciación ya no están hermanadas. Tanto espontánea como planificadamente, los sujetos se ven impedidos de reconocerse a sí mismos como sujetos. La oferta de mercancías, que los inunda, contribuye tanto a ello como la industria cultural y los innumerables mecanismos directos e indirectos de control intelectual. La industria cultural nació de la tendencia del capital a la explotación. Inicialmente se desarrolló bajo la ley del mercado, bajo el imperativo de adaptarse a sus consumidores, pero después se ha convertido en la instancia que fija y refuerza las formas de conciencia existentes, en el status quo del pensamiento. La sociedad necesita que el pensamiento duplique infatigablemente lo que meramente es, porque sin la exaltación de lo siempre igual, si remitiera el empeño de justificar lo existente por el mero hecho de ser, los hombres acabarían quitándoselo de encima. 
La integración tiene un alcance mucho mayor. La adaptación de los hombres a las relaciones y procesos sociales, que constituye la historia y sin la que los hombres difícilmente hubieran podido sobrevivir, se ha sedimentado en ellos de tal modo que cada vez les es más difícil librarse de ella, aunque sólo sea en la conciencia, sin enredarse en conflictos pulsionales insoportables. Los hombres —éste es el triunfo de la integración— se identifican, hasta en sus reacciones más internas, con lo que se hace con ellos. Para escarnio de la esperanza de la filosofía, sujeto y objeto están reconciliados. Este proceso vive del hecho de que los hombres deben su vida a aquello mismo que se les inflige. La técnica, fuertemente catectizada*, la atracción que el deporte ejerce sobre las masas, la fetichización de los bienes de consumo, son síntomas de esta tendencia. La cimentación social que anteriormente procuraban las ideologías se ha trasladado, por una parte, a las poderosísimas relaciones sociales existentes como tales, y, por otra, a la constitución psicológica de los hombres. Si el concepto de lo humano, lo que en definitiva importa, se ha convertido en la ideología que encubre el hecho de que los hombres son sólo apéndices de la maquinaria social, podría decirse sin miedo a exagerar que, en la situación actual, son literalmente los hombres mismos, en su ser así y no de otro modo, la ideología que, pese a su manifiesta absurdez, se dispone a eternizar la vida falsa. El círculo se cierra. Se requeriría hombres vivos para transformar el actual estado de endurecimiento, pero éste ha calado tan profunda-mente en su interior, a expensas de su vida y de su individuación, que los hombres apenas parecen ser ya capaces de esa espontaneidad de la que todo dependería. De esto extraen los apologistas de lo existente nuevas fuerzas para revitalizar el argumento de que la humanidad todavía no está madura. El solo hecho de denunciar este círculo supone atentar contra un tabú de la sociedad integral. Cuanto menos tolera aquello que sería verdaderamente distinto, con tanto mayor celo vela por que todo lo que en su seno se piensa y se dice aporte algún cambio particular o, como ellos lo llaman, sea una contribución positiva. El pensamiento queda sometido a la sutil censura del terminus ad quem: si se presenta como crítico, debe decir lo que de positivo tiene. Si halla bloqueada dicha positividad, es que es un pensamiento resignado, cansino, como si este bloqueo fuera su culpa y no la signatura de la cosa misma. Pero lo primero que habría que hacer es descubrir la sociedad como bloque universal erigido entre los hombres y en el interior de ellos. Sin esto, toda sugerencia de transformación sólo sirve al bloque, bien como administración de lo inadministrable, bien provocando su inmediata refutación por parte del todo monstruoso. El concepto y la teoría de la sociedad sólo son legítimos si no se dejan seducir por ninguna de las dos cosas, si perseveran negativamente en la posibilidad que les anima: expresar que la posibilidad corre el riesgo de ser asfixiada. Un conocimiento de este tipo, sin anticipación de lo que trascendería esta situación, sería la primera condición para que se deshiciera por fin el hechizo que mantiene cautiva a la sociedad. 
1965 

* «Besetzung» en el texto. Mediante el concepto de «Besetzung» («catexis»), el psicoanálisis hace referencia a la energía psíquica o «quantum de afecto» con el que están «cargadas» una representación o un conjunto de representaciones. (N. del T.) 

De Epistemología de las ciencias sociales. Frónesis, Cátedra, Universitat de Valencia. Ediciones Cátedra, Grupo Anaya. Traducción de Vicente Gómez

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