Jorge Zalamea – El sueño de las escalinatas (fragmento)




1

Como los lectores de libros sacros, los pregoneros de milagrerías y los loteadotes de paraísos y nirvanas, también yo he de sentarme de espaldas al Río, frente a las escalinatas plagadas de creyentes y obsedidas de dioses vivos y muertos; frente a los Templos de ladrillo y cobre en cuyas escamas la luz hierve y crepita; bajo los empinados Palacios en cuyas azoteas cunde la algarabía de los monos.

También yo he de llamar a los creyentes para que formen corro en torno mío, y me escuchen.

Pero no he de leerles milagros de dioses, ni hazañas de héroes, ni amores de príncipes, ni proverbios de sabios. Pues respondiendo a lo que viera el ojo, el duro brazo de la cólera arrebató el libro abierto sobre mis rodillas y lo destrozó contra el viento. Y ahora el viento dispersa sus hojas sobre el Río, como ahuyenta el huracán a una bandada de pájaros de mal agüero.

¡Ah! he repudiado el libro.

He abolido los libros.

Sólo quiero ahora la palabra viva e hiriente que, como piedra de honda, hienda los pechos y, como el vahoroso acero desenvainado, sepa hallar el camino de la sangre. Sólo quiero el grito que destroce la garganta, deje en el paladar sabor de entraña y calcine los labios profirientes. Sólo quiero el lenguaje del que se hace uso en las escalinatas.

Pues tengo el designo, ¡oh, creyentes!, de abrir audiencia aquí, sobre las escalinatas, de espaldas al Río, frente a los Templos y bajo los Palacios.

Designio de incoar un proceso —el vuestro—; de armar un alegato —el vuestro—; de reanudar, fomentar y dirimir la más antigua querella —la vuestra.

Apelo a vosotros, ¡creyentes! Necesito de vosotros y de todos los seres de condición contradicha.

He aquí, pues, mis citaciones a esta audiencia:

En primer término, cito a los hongos humanos que proliferan sobre las escalinatas o agonizan en ellas:

Esculturas vivientes, gesticulantes y gimientes que abren avenida hacia la abierta sala de nuestra audiencia:

El adolescente epiléptico que hace precipitar el ritmo de las plegarias con su alarido de entusiasmo y su bramar de espanto;

el enano que salmodia su irreparable mendicidad bajo el lujo su enorme turbante amarillo;

el paralítico que, con sus tablillas ambulatorias, remeda sobre la sorda piedra la invitación de las castañuelas a la danza;

la leprosa que, mendicante, púdica, coqueta, desesperada, exasperada, cierra o hace flotar el vuelo violeta de su manto sobre su desleída carne gris;

el niño que pone al sol los coágulos azulencos de sus ojos descompuestos;

el hermoso mozo mutilado por sus propios padres para que la muda y muda plegaria de sus muñones le garantice el pan de cada día;

el demente,
el sifilítico,
el idiota,
el varioloso,
el pianoso,
el tiñoso,
el sarnoso,
el caratoso,
el tuberculoso,
y toda la horda innumerable de los consuntos.

Que vengan aquí, que se acuclillen en primera fila, muy cerca de mí para que su yerta brasa haga borbollar las palabras en mi pecho hasta que broten de él lenguas de fuego.

Pues quiero desatar un gran incendio.

Doy luego precedencia en mis invitaciones a las gentes que viven un poco más allá de las escalinatas, detrás de los Templos y los Palacios:

las muchachas que acarrean las arenas y reciben en pago de su afán minúsculas hojuelas de estaño;
los vendedores de leños para las piras funerarias;
de tierras de colores para los tatuajes de la casta y el rito;
de rosarios de sándalo, nueces o vidriería, que amansan la ira e inoculan la resignación;
las niñas que venden guirnaldas para adornar las esquivas gargantas del Río;
las niñas que venden diminutas almadías de paja con dos velillas encendidas para ofrendar al Río;
los vendedores de tortillas;
los vendedores de especias;
los vendedores de hojas de betel;
los vendedores de buñuelos en que arraciman las abejas;
los vendedores de pájaros;
los vendedores de emplastos;
los vendedores de bálsamos y laxantes;
los vendedores de ceniza;
los vendedores de sal;
los vendedores de agua...

¡Oh delirante confusión de las cosas más nimias y necesarias! El comerciante cuenta en fracciones de céntimo sus ganancias y el comprador irrita su propia hambre con un puñadito de garbanzos o recontados granos de arroz.

Que abran el parque de los profetas y los dejen venir hasta mí, con sus salientes ojos alucinados, sus arremolinadas greñas, sus barbas cundidas de piojos y sus inciertas piernas de ebrios de Dios. Que los dejen llegar hasta nosotros, pues necesitamos su testimonio. Su demencia corrobora nuestra razón y sus palabras nuestro designio.

¡Crece, crece la audiencia! Hay ya silbos de llama en la brasa.

¡Que vengan también el herborista y el sacamuelas; el botero y el guía; el alfarero y el tejedor de mimbres; el astrólogo y el sastre; el homeópata y el acupuntista...

que vengan las mujeres que trituran las piedras al borde de las carreteras;
los ancianos que rasuran el vello amarillo de la tierra secana;
el niño tuerto que teje los saríes de púrpura y de oro;
los hombres que tiran de los carros cargados con grandes vasijas de gres;
los encantadores de serpientes;
los pastores adolescentes de jabalíes y búfalos;
los colectores de boñiga;
los cornacas;
los hombres que cuidan de los monos en los templos olorosos a orina y benjuí;
los remendones de babuchas;
los barberos que, en cuclillas, rasuran y tonsuran a sus clientes entre las ruedas locas de los rickshaws;
los mozos de tiro de los rickshaws;
los ganímedes de leche de coco;
los trenzadores de cuerdas;
los basureros y los recogedores de colillas;
los esquiladores y cardadores;
los camelleros y burreros;
los poceros y los pregoneros;
los estafetas y las plañideras;
la mujer que tuesta los garbanzos;
la que cuece el arroz;
la que sabe parar los flujos;
la que maquilla a la niña impúber;
la casamentera y la amortajadora;
los que baten el cobre y los que graban el cobre y los que nielan el cobre...
y los incineradores de cadáveres,
¡y las parteras de la miseria recién parida!

¡Oh lancinante algarabía de los humildes menesteres! Y de los bajos oficios. ¡Oh inacabable necesidad de las manos que ofrecen su trabajo! ¡Oh codicia fatal de las manos que reciben el trabajo!

¡Crece, crece la audiencia!

Que vengan todas las gentes de sudor y de pena de Benares, y que me den todas ellas su venia para citar a los campesinos rebeldes de Hayderabad;

a los artesanos maldicientes de Jaipur;
a los tasadores de basuras de Bombay;
a los pescadores acongojados de Madrás;
a los pastores de Cachemira;
a los choferes de Delhi;
a los tejedores del Deccan;
a los leñadores del Punjab;
a los colectores de cadáveres de Calcuta...

Que vengan todas las gentes de sudor y de pena de la India, pues plantearemos un gran pleito y fomentaremos una gran querella con su asentimiento y testimonio.

La audiencia es entre el Río y los Templos; sobre las escalinatas y bajo los Palacios. Sin esperar la tarde: bajo el colérico sol que denuncia hasta el hongo en la axila del notable.


2

Detrás está la ciudad: henchida, clueca, erizada de cúpulas, minaretes y terrazas, empollando sus muchos siglos; rumiando su pasado, tal una vaca bajo el bordoneo de los tábanos; pasando y repasando su rosario de lunas y de soles a la manera de un fakir encenizado; censando sus caudillos, sus khanes, emires, emperadores y gobernadores; empadronando sus hechiceros, sus brahmines, sus lamas, y sus imanes; haciendo balance de invasores y contabilidad de lenguas; recitando crónicas, anales y memorias de pestes, incendios, deslizamientos, inundaciones, terremotos, tifones, sequías, guerras y hambrunas; suputando sus muertos que descienden hacia el Río e inventariando sus recién nacidos que suben hacia el hambre.

En la confusión de los elementos —cuando el aire, el fuego, las aguas y la tierra eran todavía un común hervor—, surgió del légamo el lígam legatario y esparció su quemante esperma, confirmando las inciertas riberas, dando cauce al río y engendrando la ciudad.
Unas cuevas en las escarpadas orillas, unos montoncillos de adobes más arriba, tal fue su origen, su remoto comienzo. Y la necesidad rondando desde entonces, en torno, como ocelada fiera.

Su rumia secular le repite el sabor de los sudores iniciales, la quemadura de las primeras lágrimas; el hedor de las primeras negras sangres humeantes.

Fermentación bajo el sol altanero; proliferación sobre el humus del río. Y el infatigable conato del hombre por reproducir sus manos pedigüeñas y su boca insaciada. Y su precipitado corazón.

Indiferente al destino de sus criaturas, la ciudad adorna su gran cuerpo polvoriento con pulidos falos de piedra, de madera, de cobre, de hierro, de ladrillo, de oro… por su eterna herida supurando generaciones necesitadas.

¡Ah! Rumia la ciudad sus gemidos de parturienta permanente; ora pariendo fosos y murallas; ora pariendo mezquitas y pagodas; ora pariendo palacios y vanas tumbas. Toda cosa parida —hermosa, grandiosa, fabulosa— envuelta en la amarilla placenta del hambre.

Vientre cuyo flujo no reconoce tasa ni peaje, en el impudor de su celo milenario expele generaciones como vastas ovadas de renacuajos y pone esos huevos cósmicos bajo cuyo esculpido dombo se refugian los dioses y tratan de recalentar los hombres y la yerta metafísica del hambre.

A cada vuelta de siglo, se hacen más claras en el clamor de sus criaturas palabras, quejas, gemidos, gritos, alaridos de hambre y súplicas de justicia y de paz. Las siente en sus flancos como leves quemaduras, como fugaz prurito recurrente. Y se voltea sobre su propia desazón como una barcaza abandonada da tumbos sobre la ola contraria.

Sobre la rumia de la ciudad, el cielo azul, impasible, surcado por el vuelo místico de las apsaras y el vuelo escandaloso de las guacamayas.

Manan los hombres de la ciudad hacia el Río; se vierten por las escalinatas como una lava lenta y escabrosa; extraviado cada uno en un sobresaltado ensueño de viandas humeantes y divinos visajes.

Consolación de los colores: el inquieto, el incierto, el tímido descendimiento de la muchedumbre por las escalinatas, se afirma e ilumina con las rojas trenzas de un turbante, los pliegues de un manto amarillo, los visos de un sarí violeta, el breve vuelo de un velo verde y la azorada palpitación de un gran lienzo blanco entregado al mudo furor del viento.


3

Ya estáis aquí, creyentes, en torno mío, poblando las escalinatas. Y va a ser posible abrir la audiencia, pues otras gentes de vuestra misma condición contradicha han venido de todos los rumbos: ora por sobre las sobresaltadas praderas marítimas; ora traspasando las montañas en que tienen sede sabios, santos y otros semejantes fantasmas; ora por los polvorientos caminos que el árbol niim sombrea con sus ramas caritativas y sus hojas sanatorias.

¡Nombrarlos, enumerarlos! Cada nombre será una nueva brasa y cada número otra ira.

Que nuestra condición se muestre en toda la majestad de su horror.

¡Censar, censar es mi retórica!

Vedlos aquí: venidos de todo foco de infección, de todo hogar de miseria, de la ubicua sede de la necesidad:

De Nagasaki e Hiroshima y Okinawa las madres frustradas, los hombres mutilados y los campesinos desposeídos;

de las islas de Sonda los caucheros de quienes nadie recogió la leche de su fatiga ni la resina de sus huesos;

de Indonesia las víctimas de los remotos especuladores del estaño;

de Turquía los aldeanos que devoran a ras del suelo, en apresurada competencia con las bestias, las hierbas amargas;

del Irak los supervivientes de las matanzas de Basrah, de Habanieh y de las islas letales;

de Ceilán las víctimas de los avisados especuladores del arroz;

del Irán los rehenes de la guerra cruda del petróleo y los habitantes famélicos de las cuevas de la prestigiosa Teherán, so el miraje de los palacios: como aquí;

de Argelia los macilentos próceres que roen con sus dientes de coco las cadenas del cainita;

de Egipto los fellahs que perdieron en el turbión de los siglos el crédito de su angustia y el débito de su cólera;

de Kenya los kikuyus engañados por las grandes fábricas del saber occidental; los masai empenachados con su propia belleza, pero ampollados por la consunción; los mau-mau exorcizándose a sí mismos en tenebroso ensueño de ira y reconciliación;

de Sur África los míseros viejos negros sollozando sobre el destino de sus hijos terroristas y de sus hijas prostitutas…

¡Crece, crece la audiencia!

Pues también de la orgullosa península minúscula derivan hasta aquí nuestros semejantes;

de Francia, la bien garnida, los mineros silicosos, los recogedores de remolacha, los galanes sin techo, los ancianos que abren la espita del gas y escuchan la silbante canción del gas como final melodía de su desamparo; las maquilladas marionetas mecanizadas de la prostitución; los obreros roídos por las hormigas de los dividendos;

de la España bronca, los cosecheros de aceitunas de Andalucía, los vascos de sellada furia, los asturianos cosidos de recuerdos como de cicatrices: todos los españoles humillados y ofendidos;

de la imperial Britania, los lémures humanos de los slums londinenses; los labriegos que revientan de fatiga y de hambre sobre los terrones de Irlanda; las viejas que vendimian el vino de su embriaguez en lagares de esperanzas fallidas y mancillados recuerdos; los marinos que buscan en los siete mares el olvido del hogar ingrato, y todos los que, ruborosos, se dicen a sí mismos, como Charlot: no hay miseria comparable a la de Londres;

de la Italia azul y miel, las mondadoras de arroz que son mondadoras de sus propios sueños; los pastores de Calabria que apacientan la negra ira; los vidrieros vénetos que traspasan el agonizante fuego de sus venas a las cintilantes copas que saciarán a otros labios; las niñas negociadas de Nápoles; los carusi de Sicilia, precozmente corrompidos por la explotación y contrahechos por la opresión; las muchachas vergonzantes de Roma a las que encontrará la muerte más blancas y temblorosas que una hoja de papel, más yertas que el alba del desahucio, y toda la innumera emigración desesperada;

de Grecia, toda Grecia, la traicionada y vilipendiada: el devorante chancro de nuestros vicios, nuestra más secreta vergüenza.

¡Qué numerosa audiencia!

¡Qué tumultuosa audiencia!

Y aún crecerá la audiencia sobre las escalinatas. Pues no ha finido el censo.

Del quieto país de muchos lagos y volcanes de agua, han venido los guatemaltecos tratando de revivir entre sus manos desposeídas un quetzal malherido;

de México —leucémico, agonizante— han llegado los agraristas engañados, los guerrilleros vendidos, los revolucionarios frustrados, los sindicalistas abozalados: toda la gente mexicana como un erizado bosque en marcha de cactus;

de otras naciones del Caribe, blancos y negros, mestizos, mulatos, zambos y cuarterones han venido, alzados todos ellos contra la sangrienta demencia que sirve de Celestina a los rijosos patrones del azúcar y el banano;

de las gélidas mesetas en que el guanaco curiosea, han venido otras víctimas de los remotos especuladores del estaño;

de Venezuela la rica, la riquísima, la mil veces rica, —inesperado centro de musicalia, sede de la más audaz arquitectura, lonja de artistas, mecenas estrellado (¡oh antifaz, oh irrisión!)—, de Venezuela humeante de petróleo, husmeante de pan, azul de hierro, lívida de hambruna, centelleante de brillantes, mate de malaria, han venido millones de pobres venezolanos y los millares de sombras que toman aquí, entre nosotros, vacaciones de los penales, presidios, cárceles, penitenciarías y bóvedas, en que pagan el planteamiento de un pleito: ¡el vuestro, el nuestro!

Que cada palabra mía fuese ahora como piedra de cien filos: llave inmisericorde que abra y destroce todo corazón. O como dentellada de lobo que tiene prisa por llegar a las vísceras palpitantes de su presa. Pues mi propia pobre entraña está llagada y desnuda viendo llegar a las escalinatas la delegación de mi pueblo: mis hermanos, mi más inmediata semejanza.

Helos ahí, entre taciturnos y atónitos; doblegados bajo la lluvia de su propia sangre y con el guijarro de un “¿por qué?” en la garganta.

Entenados de una despótica familia de próceres; libertos de una vanidosa casta feudal; hijos putativos de las cadenas; ahijados de sus propios explotadores; pupilos de los grandes empresarios; mesnada de los advertidos filántropos del paternalismo; catecúmenos de la iglesia cesárea; hombres de leva bajo las banderas de la demagogia; hombres de presa bajo los uniformes del poder; hombres de pena bajo los grandes cuadros estadísticos que registran la proliferación cancerosa de los valores bursátiles.

La resaca de remotas perversiones llegó e hinchió, como ponzoñosa esponja, el corazón de toda aquella casta codiciosa y paternalista. La cruz gamada volteó en el espacio y siendo ya signo de infamia en los países liberados, se trocó en ídolo devorador en la tierra colombiana, mi dulce y tremenda tierra. Para enrodar a los humildes y corroborar a los poderosos.

La concupiscencia del poder, primero; la codicia luego, engendraron la crueldad y abonaron el crimen. Una y otro abortaron ese feto: el terror. Burundún-Burundá enseñoreado de siervos y patronos.

A espaldas del tartamudo locuaz, del vaquero venido a más cuando se consagró matarife, del sordo a lo que no fuera reteñir de monedas y de la bestia militar que tuvo tantas estrellas como pezuñas —a espaldas del multifacético Burundún—, los especuladores del platino, del petróleo, del café, del hierro, del uranio y del mismo cielo azul hicieron de la sangrienta titeretada su agosto, ofreciendo como diversión a la agonía de un pueblo la alharaca de los engreídos cubileteros de la libertad condicionada y de la democracia de papel.

Pero ya están aquí las víctimas, con nosotros, sobre las escalinatas. Y tienen voz y voto y veto en nuestro pleito.

¡Crece, crece la audiencia!


4

Detrás de mí está el Río.

Lo siento correr sobre mis riñones y cómo los ciñe con su fluyente y yerta cadena de plomo, invitándome al lento viaje de la muerte, como a vosotros: seres de condición contradicha y de voluntad incierta.

Pero sigue la audiencia y prosigue la acusación.

Y te acuso, Río hipócrita. Con tus aguas de adobe desleído y de cañas podridas crees ocultar tus crímenes de inundador y saqueador de aldeas; con la mimosa sonrisa de tus breves ondas y los arrebatos de tus remolinos danzantes, procuras disimular el rapto de los niños y las mozas que bajaron de los pueblos sedientos para mirarse en tus sucias aguas.

Río-mito: estás ahí, a mis espaldas, con tu lengua salaz de Celestina, con el rumor canalla de tus vanas promesas. Todo burbujeante y espumeante de historias y misterios. Exhalando el vaho de muchos siglos. Sorbiendo y convirtiendo en onerosa tasa marítima la polvareda de las necias obras humanas.

Te acuso, sede de los grandes señores, cómplice de los grandes sacerdotes, alcantarilla de los grandes asesinos.

Millones de ojos desesperados, millones de manos sin empleo, millones de cuerpos enfermos, millones almas extraviadas te buscaron, te buscan; te siguieron, te siguen; se sumergieron, se sumergen en tus aguas, buscando en ellas la horrenda remisión de su miseria, el perdón de sus supuestos pecados y la garantía de nunca más volver a vivir sobre la tierra madrastra.

¡Oh blasfemia contra el mundo, la vida y el hombre!

Dicho esto, tengo algo más por decir.

En voz más baja, doblando la cabeza hacia el vientre, anudando mis rodillas con la liana entrecruzada de los brazos —en una repetición de la postura fetal y en una anticipación de momia india—, sin pensar pensando, pensándolo... que el Río-mito, que el Río-cómplice, que el Río-hipócrita y sagaz me empape con sus aguas. Pues sólo sintiendo su humedad, oliendo su legamoso, su hedor, conociendo sus tretas será verídico mi testimonio en esta audiencia.

Nacido de las más puras nieves, ¿por qué, Río, te prestaste a servir de vía de agua por la cual se vertiesen los cadáveres desmantelados de las viudas cuyos sexos picotean tus peces?

¿Por qué tras de regar los altos valles y las grandes llanuras en que los hombres siembran y procuran cosechar frutos de utilidad, te prestaste a evacuar los cadáveres de los niños macrocéfalos que abren y cierran sus pobres piernas raquíticas y los bejucos de sus brazos como compases yertamente regulados por tus grandes aguas caudales?

¿Por qué, después de dar limo propicio a la tierra en que amorosamente paren las mujeres, te prestaste a acarrear los cuerpos muertos de las altas muchachas cuyos senos, apenas en flor, fueron trocados por tu humedad en reblandecidas, trasparentes y fosforescentes anémonas de bajamar?

Más gris cuando desde las escalinatas te ofrendaban las cenizas de los cuerpos mordidos en vida por el hambre y calcinados por las llamas en la muerte. Y conservando siempre ese color de herrumbre que te dieron en el desesperado desperezamiento de los siglos los guerreros innumerables que, con un pequeño gemido humano o una gran blasfemia humana, se precipitaron a tus aguas: cubiertos todos ellos, como grandes escarabajos, por armaduras nieladas, por armaduras de mallas, por armaduras repujadas, por armaduras que ostentaban el relieve de medusas, furias y minervas, por armaduras empavonadas, trenzadas, bendecidas... ¡y todas ellas vanas!

¡Oh creyentes, el Río está aquí, y está con nosotros y está contra nosotros!

Pues tengo todavía tengo algo más por decir.

¡Qué tumulto de pueblos y qué confusión de razas en la longitud de tus riberas, Río de tan largo brazo y de tan numerosos dedos afluentes!

Desde los muy antiguos ariodravídicos que vinieron ya, ¡ay!, en son de guerra y de conquista para desposeer y avasallar a tribus que ni si quiera tienen fe de bautismo en los registros de la historia, hasta los señores de hoy que, para hacer una ablución hipócrita en tus aguas cómplices, descienden —sudorosos, lustrosos y obesos— por las escalinatas entre una doble fila de policías militares, idénticos estos con su casco blanco, con sus uniformes verde-caña y con sus amenazantes botas, a todos los que hoy vemos desplegados sobre la faz de la tierra contra la pobre condición humana. Esos señores que vimos hoy descender por las escalinatas con sus esposas, aún más gordas y de bellos ojos vacunos y con sus hijos ya envarados por el protocolo de la riqueza, y toda la poderosa familia descendiendo bajo un enorme parasol blanco que ostenta, repujadas en oro, las sentencias falsamente consoladoras y descaradamente admonitorias de la antigua fe: ausente en los señores pero pérfidamente mantenida en vosotros, ¡oh creyentes sobre las escalinatas!

A tus riberas, Río-mito, llegaron gentes arias, gentes macedónicas, gentes griegas, gentes pérsicas, gentes turcas y escitas; y los ghaznávidas de Mahmud el Mecenas; los uzbecos de Timur el Cojo; los tártaros de Baber el Letrado y los maharajatas de Aurangzeb el Cainita. Todos ellos, tras la atroz hecatombe, poniendo a relinchar sus caballos, a berrear sus meharíes, a trompetear sus elefantes sobre el limo engañoso de tus orillas.

Y, en otra vuelta de la rueda del tiempo, se bañaron en tus aguas o pasaron por ellas a la gran noche gentes de Francia, gentes lusitanas y las gentes de Britania, también ellas ofreciendo a las asas asesinas del Río sus cuellos quebrados y el esplendor inútil de sus corazas y uniformes, perforadas aquellas y deshilachados estos por la sierra dental de tus peces, impacientes de llegar a más suculenta vianda.

Cada invasión buscando y encontrando en tus aguas, en tu cauce, la más ancha y discreta vía para desembarazarse del feto de su propia codicia abortada: todas esas bocas blasfemantes de los reclutas invasores; todas esas muecas desdeñosas pero vergonzantes de los soldados del Imperio; ¡todas esas carnes malheridas, todos esos mutilados cadáveres de los defensores de la patria!

El fiscal de los hombres constata que cada uno de esos transitorios imperios edificó en tus riberas primero fortalezas, luego templos que las justificaran, finalmente palacios en que unos pocos señores —bajo el pabellón de las espadas y la aspersión de las bendiciones— se regodearan en su poder, jadearan en su vicio y loquearan en su hastío sobre la infinita miseria de sus semejantes.

¡Oh indecente complicidad del mito fluvial!

Para que la abominación fuese posible, por las escalinatas en cascada y por laberínticos albañales subterráneos, entregaron a tus ondas el anónimo pueblo que edificó en tus riberas, pero no al alcance de tus crecidas, Templos y Palacios.

Así hicieron de ti el furgón funerario de las gentes venidas del Tíbet con la cabeza calva y sus túnicas color de azafrán; de las gentes envueltas en los mantos blancos del Afgán; de las gentes de Han que subrayan su parla monosilábica con el revolar de sus anchas mangas, y de las gentes que ostentaban las rojas casacas senilmente amadas por la emperatriz Victoria... —llevando tú hasta el delta, hasta ese horrendo desaguadero de la muerte, toda una pálida cargazón de cadáveres.

Río manso en la hipocresía; Río cómplice en el silencio; ¡Río-mito por la vanidad! ¡Fabulosa serpiente sacralizada por cada una de las religiones que inventaron los poderosos para distraer el hambre de los humildes!

Y más aún diré, nutriendo cocodrilos en tus aguas bajas siempre so la vigilancia de buitres, milanos, alcatraces y otros aves voraces, continuas tu curso, que sería inocente, como toda cosa del mundo si no hubieses aceptado el feudo de los potentes y la bendición de los brujos.

Toda una historia se amotina por ello contra ti, ¡oh Río!

Y entonces menester es gritarlo:

¡Acusa, acusa la audiencia!

Pero también el hombre en cuclillas que soy yo, tu acusador y tu cantor; el hombre en cuclillas sobre las grandes losas de las escalinatas; el hombre rodeado por gentes de toda condición; el hombre obsedido por la belleza del mundo y agobiado por la infinita tristeza de la condición humana; el hombre que convoca esta audiencia; el hombre que echa sobre sus hombros el censo de la miseria; este pobre hombre sobresaltado por su propia audacia, tiene, oh Río, que bajar hasta tus aguas para decirte:

Bajo el sol implacablemente inocente en su carrera y su furor en sus eclipses y en sus nubosos rubores, sudas, oh Río, una neblina que los agoreros interpretan contra los hombres del común y en favor de los señores. Acariciando tus propias riberas a la manera de un viejo amante impotente, sollozas un canto de sollozo que tus altos padrinos interpretan como la irremisible condenación de sus feudatarios.

Sin repetir jamás lo que se mira en tus aguas, ni las palabras que se vociferan o murmullan o gimen sobre ellas, fluyes hacia el rizado mar, esperando hallar en su inmenso cáliz violeta una evasión, todavía otra muerte, ¡la propia tuya! Dispersando en el delta de tantos y más brazos que el Destructor Divino, los cadáveres que te envenenan y acongojan.

¡Pero no vas a hallar, oh Río, esa paz en el convulso seno del mar! Pues el piélago iracundo no quiere resignarse a continuar siendo la vagina en que se viertan los vicios e inmundicias de los defraudadores del hombre.

¡Pobres hombres!

¡Pobres dioses!

¡Pobre Río!

¡Acusa, acusa la audiencia!


5

Montada está la escena.

Plena la audiencia.

Aquí, sobre las escalinatas, frente a los Templos, bajo los Palacios y con el Río ciñendo mis lomos. Una gran audiencia humana que espera, sorbiéndose los labios amargos y restregando coléricamente uno contra otro los nudos de las rodillas, el proceso, la acusación y la condena de sus ubicuos verdugos.

La audiencia se reanuda y prosigue la acusación con este largo grito: ¡oh cándidos creyentes!, ¿no estáis consintiendo, acaso, mimando e idolatrando aquí mismo, ahora mismo, sobre las escalinatas, a los avisados delegatarios de vuestros verdugos?

Ved a estos altos simios de pelambre rubia, de cenicientas crines, de grisosas lanas e indecente trasero que ostenta la desolladura azulosa y lívida de las grandes heridas; vedlos pululando en torno vuestro, tratando de imitar el lenguaje humano con sus breves ladridos y sus horrendos balbuceos pueriles; mendigando, robando o exigiendo toda cosa; infatigables en la actividad codiciosa de sus largos dedos astutos, de sus engarfiadas uñas y de las rosadas palmas de sus manitas siempre aptas para convertir los votos depositados en las urnas en billetes depreciados para usura de los humildes, beneficio de los poderosos y cuantiosa comisión de los intermediarios prestímanos.

Ved a esa despreciable horda que pretende asemejarse al hombre, a nuestra condición. La horda que diezma las cosechas logradas con tan largo jadeo y tal angustia. La horda que casca con sus pequeños dientes aguzados y rechinantes el cacahuete del Erario. La horda que, después del ávido expolio, se diputa a sí misma para ir a chillar y gesticular bajo las cúpulas de los Templos y sobre las terrazas de los Palacios.

Ved a esos grandes monos hediondos a sudor de codicia, a orín de consentido vasallaje, tratando de treparse al árbol genealógico del hombre para triturar en sus más altas ramas, lo mismo que aquí, sobre las escalinatas y entre vosotros, las nueces que les tributa el creyente y mondar las frutas que el creyente les ofrece.

Ved que ni siquiera son la imagen un dios arbitrario, ni el portentoso híbrido de magia y realidad, ni tampoco los cancilleres de vuestra voluntad incierta. Sino apenas la caricatura del ser humano; los ridículos apoderados que lograron de vosotros mismos las cartas credenciales que les abriesen las artesonadas salas del Consejo, las yertas curules del Congreso, las secretas Cámaras Episcopales, los tufosos Cuartos de Banderas para llevar a ellos el yermo testimonio de las promesas incumplidas, los sucios papeles de las componendas clandestinas, la jadeante amenaza de las leyes represivas, el vitriolo de los impuestos y, desde luego, sus propias momias de irrisorios próceres.

¡Oh creyentes de baja condición, de voluble memoria y de voluntad incierta: la primera exigencia fiscal en esta audiencia es vuestra desdeñosa ignorancia y el definitivo exilio de esa horda que pretende asemejarse al hombre. El fiscal de esta audiencia os pide la proscripción ahora y para siempre de esa exigua tribu voraz, capaz de devorar en unas horas la cosecha sembrada, cuidada, saneada y recogida en las cuatro largas estaciones en las cuales levanta, amasa y cuece el hombre su pan escaso!

¡Fuera esa horda gesticulante, mendicante, amenazante, orante, blasfemante, gimiente, demente que es apenas, en sus trances y convulsiones, la mueca obscena de la condición humana!

¡No más simios!

¡No más símbolos!

¡Sólo el hombre!

¡Sólo nuestra condición!

¡Acusa, acusa la audiencia!


6

Debo también, oh creyentes, denunciar la estulticia, el abuso y el mito de las Vacas Sagradas que ambulan, torpes y lentas, por estas escalinatas.

No son aquí —como la novilla alcanzada y penetrada por el dios— criaturas de belleza, vida y amor. Sino arilo vacío, matriz estéril, cesta sin fondo de la ignorancia y la miseria, triste trasunto de la condición contradicha a que os han reducido los ubicuos verdugos que nuestra audiencia busca y acusa.

Vedlas aquí, sobre las escalinatas, vuestras Vacas Sagradas: con los cuernos en forma de lira pintados con el similor de los idólatras para disimular la carie interna; con los saltones ojos entelados por la tristeza vergonzante de las cataratas tejidas en una larga edad de hambre; plisado el cuello, neciamente engalanado con guirnaldas florales, plisado en la ausencia del bolo rumiable; exhibiendo en el lomo la humillación de la erosionada cordillera de los huesos; enjutos los ijares y, bajo el vientre pobre, la inútil ostentación de la ubre con sus cuatro grifos incapaces de ofrecer al hijo del hombre su leche solidaria de gran bestia doméstica. Desesperada, acaso, de que ese mismo hombre tema emplear contra ella la cuchilla para su sacrificio redentor de Ifigenia bovina.

Vedlas aquí, reducidas a la inutilidad de los vanos mitos; forzadas a ser los graves y ridículos símbolos de ese prolongado y también miope, triste y estéril rezongar de los filósofos que, evadidos de la condición humana, en sus polvorientas bibliotecas y en sus mentes —más desveladas, desaladas y desoladas que la misma miseria sacralizada de las bestias—, rumiaron y rumian las ideas puras reducidas a heno, los hechos vivos convertidos en paja, la verdad vital trocada en conserva como fruto para la invernada.

¡Vacas sagradas! ¡Filósofos de ayer, hoy y mañana: unas y otros disimulando las razones del hambre con la deglución de la sosa saliva del ideologismo; eludiendo siempre los hechos ineluctables de la vida, las cosas entrañables del hombre. Sólo para disputar los filósofos ante doncellas de anticipada menstruación literaria, ante iracundas Xantipas menopáusicas, ante adolescentes de sexo incierto y ante rijosos sofistas, su dudoso derecho a escribir textos tan secos como el heno, tan fútiles como la paja y tan horros de la leche caritativa como vosotras, Vacas Sagradas, que aquí, entre nosotros, sobre las escalinatas y bajo la ostentosa complacencia mecénica de Templos y Palacios, no lográis ser cosa distinta al agobiante, al agonizante, retrato de filósofos engañosos y de usureros mecenas!

Mas tengo aún por decir.

No por oportunamente renegadas por los padres putativos que las bautizaron con el agua del mito y la sal del símbolo, dejan de ser esas novillas y esas vacas la más exacta imagen de las sacras palabras vertidas sobre ellas por los arteros verborreantes.

Aquella vaca que estorba nuestra audiencia sobre las escalinatas, ¿no responde, acaso, al nombre de Democracia? Y esa otra que atrapa con sus vellosos belfos y roe con sus dientes cuadrados la túnica del demente, ¿no la bautizaron Libertad? ¿Y no pisotea al inválido y al niño la vaca cegatona que acude cuando la llaman Caridad? ¿Y no da testarazos testarudos en el hombro del hombre la vaquilla denominada Igualdad?

¡Todo un rebaño de vacuas ideologías babeando sobre vosotros! ¡Toda una manada de mentirosos conceptos vertiendo su estiércol chirle entre vosotros! ¡Toda una mugiente impedimenta retrasando vuestra marcha hacia el pan de cada día!

¡No más rumiantes!

¡No más falsarios de la razón!

¡Sólo hombres!

¡Sólo nuestra condición, hasta ahora contradicha!

¡Acusa, acusa la audiencia!


7

Y ya se lanza la carga, oh creyentes, contra los Templos.

Hasta ahora anduvimos bajo el engaño y el terror de innúmeros dioses incógnitos y adversos:

Todas aquellas galaxias y nebulosas de tan lenta o vertiginosa gravitación, interrogadas por el hombre y sin poder cosa distinta a traspasar al hombre su escamada subienda de estrellas, su fulgurante proliferación de astros y ese polvo sideral de los aerolitos que es el raudo testimonio de la inexorable cólera del cielo;

todas esas rocas retorcidas y esas piedras agujereadas ante las cuales hacían temerosas reverencias los hombres de endebles huesos;

todas esas hogueras que alelaban al hombre mismo que las encendía;

todos esos surtidores hirvientes, todas esas yertas lagunas, todas esas fuentes, todos esos ríos, y el Mar: veneración del agua por el hombre, espantado por el monzón, la inundación y el diluvio;

todo ese follaje de plumas agoreras, toda esa muda ritual y misteriosamente amenazante del plumaje;

toda esa sangre vertida en los circenses juegos holocáusticos; toda esa sangre resbalando por aquellas otras escalinatas de los aztecas; toda esa espesa ducha de sangre de los bautismos mítricos; toda esa sangre perlada sobre la piel de los derviches flagelantes; toda esa sangre bebida en el cáliz católico; toda esa sangre desatada en las degollinas de los Bandoleros de Dios; toda esa sangre freída en las hogueras de los inquisidores; ¡toda esa sangre exprimida y humeante en los lagares de los terribles dioses ignotos!

¡Y doblegados siempre vosotros bajo tal tormenta divina!

Con la planta de los pies desnuda y quemada por la arcilla de las más viejas edades, o desollada por cemento de las más nuevas ciudades, buscando ávidamente la consolación ultraterrena...

Hombre de siempre, hermano mío, lanzado desde el doble orbe testicular del padre hacia la noche lacerada del ovario materno: aferrándote allí y allí proliferando; creciendo allí en tal tibieza y tal ternura para irrumpir, llegada la hora, por el valle convulso de los muslos, con la frente blanda pero ya arrugada por la adivinación del difícil conato de vivir y perdurar entre las amenazas de los dioses y las exacciones de los Templos.

También tuvieron esos Templos un humilde comienzo. ¿Recordáis cómo al filo de los siglos y al hilo de vuestros sentimientos, comenzasteis por modelar esos túmulos de arcilla —a medida de un cadáver en cuclillas—, ante los cuales la piadosa familia quemaba luego pajuelas aromáticas, granos secos y cándidos juguetes de papel? ¿Esos túmulos contra los cuales se rascaban los búfalos; esos túmulos que servirían de punto de aproximación y de oteo a ciertas aves de rapiña?

Y otras veces, cavando con dedos y uñas en los altos farallones de arcilla y de pizarra burdos nidos para empollar en ellos vuestros ensueños y emplumar en ellos vuestras esperanzas. Y más tarde, ¿recordáis cómo hicisteis de esos modestos nichos el pequeño escenario en que mimaban su eterna ternura Rama y Sita; o pataleaba su pesada danza el alegre Ganesh, mi patrono; o el Buda de enorme ombligo oblicuo se regodeaba con la belleza del mundo y la variedad de la vida, repartiendo la contagiosa risa que sacudía todos los pliegues de su jocunda obesidad?

Dioses creados a semejanza del hombre, al dictado de su sed de alegría, idénticos a su eterno afán de amor.

¿Y qué sucedió luego, oh creyentes? ¿A dónde pasaron vuestros modestos lares, vuestros pequeños nichos aleteantes de cándidos plumones, vuestros nimios altares urdidos entre las raíces de los árboles más ilustres o esculpidos en las losas del torrente en la alta meseta andina?

¡Cuán prolongado y tenebroso engaño!

Hombres de toda condición en esta audiencia; hombres de toda opinión en ella; hombres de toda fe, de toda creencia, de toda parcialidad en nuestra audiencia; hombres de idéntica miseria bajo los pendones y los símbolos de los expoliadores: ved en qué se trocaron los nidos en que tratasteis de albergar el exceso de ternura de vuestra condición.

Todo este esplendor de cobre y de ladrillo; de piedra y de oro; de mármol y de plata; de olorosas maderas y lucientes cuarzos; toda esta enceguecedora sucesión de los Templos que sustentan a los Palacios aquí mismo, sobre las escalinatas, reflejándose orgullosamente en el sucio espejo cómplice del Río.

De la misma manera que vuestros verdugos supieron convertir en otros tantos símbolos engañosos al mono codicioso y olvidadizo, a la vaca estulta y mansa, al cocodrilo paciente y voraz, al elefante que puede ser tan iracundo como amoroso, también transformaron vuestros tiernos lares en estos Templos ostentosos que riegan sus bendiciones de fuego con las manos calcinadas de los shamanes pirolácricos; sus bendiciones de ceniza con los engarabitados dedos de los fakires; sus bendiciones de humo con las manos sudosas de los bonzos dopados con la más bella e idiota metafísica.

Escuchad bien esos gritos de pregoneros que se expanden desde el estrecho pasillo del alto minarete, anunciando —¡oh coimes de un burdel paradisíaco!— el revolar de las huríes a la llegada de los guerreros desjarretados, desventrados, degollados en la guerra santa y condenados luego al eterno deleite de las altas mozas, menos orgullosas de los racimos de sus senos, del escudo de su vientre y del delta de su sexo, que alucinadas por el goloso glogloteo de sus gimientes gargantas de grandes guacamayas blancas.

Y esos otros vendedores de bulas e indulgencias, vociferando su sagrada mercancía en el altozano de las iglesias, entre una muchedumbre de apestados, de leprosos, de inválidos de guerra, de siervos de la gleba, tasando el sello negro o rojo de sus títulos como papel de peaje para el purgatorio y la bienaventuranza ultraterrena.

Y los de más allá ofreciendo el nirvana a cambio del difícil e inútil suicidio de los sentidos; a trueque de la abdicación de la simple, hermosa y siempre contradicha condición humana.

Oíd bien cómo todos esos vendedores de póliza sólo os ofrecen una seguridad ultraterrena a cambio de vuestro sudor y vuestra sangre aquí en la tierra.

¡No más aras!

¡No más Templos!

¡Sólo campos!

¡Sólo aradas del hombre!

¡Acusa, acusa la audiencia!


8

¡La carga ahora contra los Palacios!

¡La carga sí contra esa crestería de mármoles varicosos, de oxidados cobres, de roídos ladrillos amarillos que aquí, sobre las escalinatas, sobre los Templos, frente al Río y a espaldas de la ciudad cuitada, impone a todos insolentemente sus falsos títulos de nobleza, ganados con la intriga usurera y el cohecho oportuno; con la traición ventajosa o la clandestina simonía, y todos ellos chorreantes de la sangre leucémica del pobre!

Miremos de nuevo el teatro de nuestra audiencia:

Las escalinatas establecidas como escenario ineludible;

el Río hipócrita sirviendo de foso de orquesta;

los Templos de bambalina;

los Palacios cegando a la audiencia con las candilejas de la especulación y los alternos semáforos del crédito y el rédito.

Y en tal teatro, los simios actuando de bufones, intermediarios y coimes; las Vacas Sagradas mugiendo su papel de grande farsantes inocentes y de vacuas entelequias engañosas. Y vosotros, hombres de la gran audiencia, condenados a ser el inmenso coro que repita y amplifique las arteras palabras del consueta invisible en el foso de los Palacios;

Y ahora tengo que decir: ¡Oh creyentes, en los Palacios ya no moran los grandes dementes que con la espuela, el látigo, el fuego y la rueda os sometían!

Pasaron los caudillos, los khanes, emperadores y gobernadores. Se fueron con las aguas del Río los príncipes y capitanes que llevaban en su carcaj flechas embriagadas de veneno y que no sabían dominar la sed de sangre de sus espadas devoradoras.

Tampoco Kasyapa el Fraticida dejó herederos que nos explicaran el inefable misterio de las damas de Sigiriya; ni canta ya en sus logias Lorenzo la fugitiva juventud; ni elabora en sus estancias el VI Conde de Derby quejas de amor perdidas; ni desde su cámara se mofa el de Saint-Simon de la alta ralea real; ni edifican Pedro en el Neva y Sawai Jaising en el Rajasthan las más bellas ciudades del mundo; no hay ya en los Palacios emperadores T´ang para coleccionar las más hermosas cerámicas, ni emperadores Yuan para leer los largos rollos de pintura; ni delira en sus terrazas Luis de Baviera; ni hay príncipes en Mónaco que distraigan sus ocios con la absorta contemplación de los magníficos monstruos submarinos.

Pasaron todos ellos y ahora están allí, en esos mismos Palacios, los gerentes ahítos de poder y de dólares; los planificadores de vuestro conformismo; los pequeños magos de las relaciones públicas; los pregoneros de la mentira que ya no se atreven a salir a las plazas públicas entre un destemplado reteñir de clarines y un desinflado resonar de tambores, sino que solapadamente y por mano ajena deslizan en la yerta madrugada, por la hendidura baja de las puertas, la voluminosa y cotidiana tergiversación de vuestra vida, fabricada en las grandes rotativas según sus propias conveniencias: unas veces ostentando el horror del crimen y la desatada violencia para aumentar el número de sus morbosos lectores; otras ocultando las raíces del mal para que perdure y fructifique su hipócrita traición a la condición humana. Y mintiendo siempre, mintiendo siempre, mintiendo siempre con la bendición de los Templos y la subvención de los Palacios.

No busquéis en estos eco alguno de vuestra angustia, ni correspondencia a vuestra necia lealtad. Ya ni siquiera son los símbolos de un insensato orgullo patrio. Pues ¿qué podrían deciros hoy las siglas de los grandes monopolios internacionales, de los poderosos carteles y los ubicuos trusts que acumulan riqueza y poder mientras una erosión incontenible roe las pequeñas monedas y los pringosos billetes de los pobres? ¿Y qué podrían deciros los nombres, secos como disparos, de los nuevos señores alojados en los Palacios y acolitados por la codicia de los mezquinos merde de Dieu? ¿Qué os dicen esos nombres? ¿Qué os dicen aquellas siglas? Sino que toda la historia memorable del hombre, toda la crónica convulsionada de su angustia y su agonía, han venido a parar en este engaño: los Palacios habitados por ellos; los Templos manejados por ellos; por ellos usufructuadas las escalinatas; por ellos sacralizado el Río; los Simios alquilados por ellos en sus diputaciones; las Vacas Sagradas arreadas por ellos para vuestro desconcierto y vuestro engaño.

¡No más Palacios!

¡Sólo casas!

¡Sólo hogares para el hombre!

¡Acusa, acusa la audiencia!


9

El hombre solo, el hombre en cuclillas sobre las escalinatas, el insensato que ha echado sobre sus hombros el censo de la miseria y el denuncio de sus promotores y usufructuarios, dicho todo esto y después de arder en la pira de la cólera, no puede esperar a que la audiencia dicte su fallo.

Pues ya están balbuciendo sus labios un tímido canto de amor; ya siente en sus entrañas la invasión de la ternura que le inspira la contradicha condición humana, la suya propia; ya está mirando las manos de los hombres y sintiendo la necesidad de cantar su maravilla.

¡No más cólera!

¡No más odio!

¡Sólo el amor, el viril amor del hombre por su especie y por su semejanza!

¡Disuelta está la audiencia!



Jorge Zalamea. El sueño de las escalinatas 


Théophile Gautier - Prólogo a “La novela de la momia”


"Tengo presentimiento de que encontraremos en el valle de Biban-El-Moluk una tumba sin profanar, decía a un joven inglés de tipo distinguido, un caballero de aspecto mucho más humilde, mientras se enjugaba con un gran pañuelo de hierbas la calva frente, en la que brillaba las gotas de sudor, como si fuese de porosa arcilla y estuviese llena de agua lo mismo que una gargolita de Tebas.
— ¡Osiris lo quiera! — respondió el joven lord al doctor alemán. — Es ésta una invocación que podemos permitirnos frente a la antigua "Diopolis magna". Sin embargo, muchas veces nos hemos equivocado y muchas se nos han adelantado los escudriñadores de tesoros.
—Una tumba que no habrán curioseado los reyes pastores, los medos de Cambises, los griegos, los romanos ni los árabes, y que nos entregue intactas sus riquezas y virgen su misterio — continuó el sabio con un entusiasmo que hacía se le alegrasen los ojos tras sus gafas azules.
—Y con ese asunto publicará usted una memoria de las más eruditas que le colocará, científicamente, a la altura de los Champollión, los Rosellini, los Wilkinson, los Lepsius y los Belzonis — agregó el joven lord.
—Y se la dedicaré, milord; y se la dedicaré; porque sin usted que me ha tratado con regia liberalidad, no hubiera podido corroborar mi teoría visitando los monumentos y hubiese muerto en mi pueblecillo alemán sin haber contemplado las maravillas de esta antigua comarca — respondió el sabio en tono conmovido.
Esta conversación se desarrollaba cerca del Nilo, a la entrada del valle de Biban-El-Moluk, entre lord Evandale, que montaba un caballo árabe y el doctor Rumphius, que modestamente cabalgaba en un asno, cuya descarnada grupa azotaba un "fellah", que así se llama a los labriegos egipcios. La "canga" en que vinieron los dos viajeros y que debía servirles de albergue durante su estancia, estaba amarrada en la otra orilla del Nilo, delante de la aldea de Luxor, con sus remos recogidos y sus grandes velas triangulares enrolladas en las vergas.
Después de haber consagrado algunos días a visitas y a estudiar las asombrosas ruinas de Tebas — gigantescos restos de un mundo desmesurado —, habían atravesado el río, en un "sandal", ligera embarcación usada en el país, y se dirigían hacia la estéril cordillera que guarda en su seno, en lo profundo de misteriosos hipogeos, los antiguos habitantes de los palacios que existieron en la otra margen del río.
Varios marineros acompañaban, a respetuosa distancia, a lord Evandale y al doctor Rumphius, mientras los demás guardaban la embarcación y fumaban tranquilamente sus pipas, echados en el puente del barco, a la sombra de los camarotes.
Lord Evandale era uno de esos jóvenes completamente irreprochables que se forman en la sociedad aristocrática inglesa. Iba a todas partes con la desdeñosa seguridad que hace sentir una gran fortuna hereditaria, un apellido ilustre que figura en el libro del "Peerage an Baronetage", esa segunda Biblia de Inglaterra, y una belleza de la que sólo podía decirse que era demasiado perfecta para un hombre. Su cabeza, de forma pura pero fría, parecía una copia de Meleagro o de Antinoo. El rosado color de sus labios y de sus mejillas simulaba estar producido por el carmín y los afeites; y sus cabellos de un rubio oscuro se rizaban naturalmente con toda la perfección con que un peluquero refinado o un hábil ayuda de cámara hubiese podido peinarlos, Sin embargo, la firme mirada de sus pupilas de color azul de acero, y el ligero movimiento de "sneer" que hacía sobresalir su labio inferior, corregían lo que el conjunto de sus facciones pudiese haber tenido de demasiado afeminado.
El joven lord era miembro del "Círculo de los Yates", y de vez en cuando se permitía el capricho de hacer una excursión en su ligero barco "Puck", construido con madera de teca, decorado como el gabinete de una dama y que conducía, una tripulación poco numerosa, pero compuesta de marinos escogidos.
El año anterior, lord Evandale había visitado Islandia, y en éste recorría Egipto, mientras su yate le aguardaba en la rada de Alejandría. Consigo llevó a un sabio, un médico, un naturalista, un dibujante y un fotógrafo, con el fin de que su excursión no resultase inútil. Era muy instruido y sus éxitos de sociedad no habían hecho olvidar sus triunfos en la Universidad de Cambridge.
Iba vestido con la corrección y el meticuloso aseo característicos de los ingleses, que van por los arenales del desierto tan elegantemente trajeados como cuando pasean por el muelle de Ramsgate o por las especiosas aceras del West-End. Su traje se componía de un paletó, chaleco y pantalón de cotí blanco que rechazaba los rayos solares; una estrecha corbata azul con motas blancas, y un sombrero de jipi-japa muy fino y adornado con velo de gasa, completaba su vestimenta.
El egiptólogo Rumphius conservaba en el ardoroso clima de Egipto el tradicional traje negro del sabio, con sus delanteros deformados, su cuello arrugado y sus botones ajados. El pantalón, harto usado, brillaba en algunas partes y dejaba ver la trama; junto a la rodilla derecha, un observador atento hubiera notado una serie de rayas obscuras que se destacaban del tono grisáceo del paño y que denotaban la costumbre que el sabio tenia de limpiar la pluma, demasiado cargada de tinta, en esa parte de su traje. La corbata de muselina, enrollada como una cuerda, flotaba alrededor de un cuello notable por el gran desarrollo de ese cartílago que el vulgo llama "la nuez".
Además de vestirse con descuido de sabio, nada tenia Rumphius de guapo. Algunos cabellos rojizos, entremezclados con canas, se agrupaban detrás de sus orejas y se encrespaban con el roce del cuello demasiado alto de la levita. Su cráneo, completamente calvo, brillaba como una bola de billar; la nariz era de prodigiosa longitud, y su punta esponjosa y bulbosa. Esa configuración de su cara combinada con los discos azules de las gafas, que ocupaban el sitio de los ojos, le daban una vaga apariencia de ibis, aun mayor por el hundimiento de los hombros, lo que constituía un aspecto muy propio para un descifrador de inscripciones y rollos jeroglíficos.
Al verle se le hubiera creído un dios ibiocéfalo, como los que se ven en los frescos fúnebres, confinado en el cuerpo de un sabio por una trasmigración especial.
El lord y el doctor se encaminaban hacia las rocas que, cortadas a pico, encierran el fúnebre valle de Bilan-El-Moluk —necrópolis real de la antigua Tebas, — sosteniendo la conversación de la que hemos citado algunas frases, cuando entró bruscamente en escena un nuevo personaje que salió, como un troglodita, por la negra boca de un sepulcro vacío. Estaba vestido de manera bastante teatral y se colocó ante los viajeros saludándoles con ese gracioso saludo propio de los orientales, humilde, cariñoso y digno al mismo tiempo.
Era un griego, contratista de excavaciones, mercader y fabricante de antigüedades, que vendía objetos nuevos cuando, necesitándolos, no los tenía antiguos. No tenía la apariencia del famélico y vulgar explotador de extranjeros; llevaba sombrero de fieltro rojo, del que pendía por detrás una larga borla de seda azul, y que dejaba ver, bajo el estrecho borde de un capote de tela cosida, unas sienes afeitadas que tenían el color de una barba recién rasurada. El color verdoso de su cara, las negras cejas, la nariz corva, los ojos de ave de rapiña, su gran bigote, su barbilla casi seccionada por un hoyuelo que parecía la cicatriz de un sablazo, le hubieran hecho parecer un auténtico bandolero si la rudeza de sus rasgos no estuviese atenuada por la fingida amenidad y la servil sonrisa del especulador que se halla frecuentemente en relación con el público.
Su traje estaba cuidadosamente compuesto y consistía en una chaqueta de color canela, ribeteada con seda del mismo color, polainas de paño parecido al de la chaqueta, chaleco blanco adornado con botones que simulaban flores de manzanilla, ancha faja roja y enormes gregüescos bombachos con numerosos pliegues.
Hacía tiempo que el griego observaba la canga anclada frente a Luxor. El tamaño de la lancha, el número de sus remeros, la magnificencia de la instalación y principalmente el pabellón inglés izado en la popa, le habían hecho olfatear, con su instinto mercantil, algún rico viajero cuya curiosidad científica podría explotar, y que no se satisfaría con las estatuillas de pasta azul o verde esmaltada, los escarabajos grabados, las estampas de banales jeroglíficos y demás pequeños objetos del arte egipcio. Seguía atentamente las idas y venidas de los viajeros en torno de las ruinas, y, seguro de que no dejarían de atravesar el río para visitar los hipogeos reales cuando hubiesen satisfecho su curiosidad, les esperaba en su terreno con la seguridad de sacarles algo.
El griego consideraba todo aquel recinto fúnebre como suyo, y maltrataba a los escudriñadores subalternos, a los que se les ocurría escarbar en los sepulcros.
Con la agudeza propia de los griegos, calculó rápidamente lo que podía sacar de lord Evandale, según su aspecto, y resolvió no engañarle, pensando que ganaría más con la verdad que con el engaño. Así, pues, renunció a hacer recorrer al noble inglés los hipogeos cien veces visitados, y desechó la idea de hacerle emprender excavaciones en los sitios en que ya sabía que nada podía encontrarse, por haber extraído y vendido él mismo cuanto de curioso hubiese en ellos.
Argyropoulos — que así se llamaba el griego, — al escudriñar los recodos del valle menos explorados que los demás, porque las excavaciones practicadas en esos sitios habían sido infructuosas, se había percatado de que en cierto sitio, detrás de unas rocas cuyo aspecto parecía natural, debía seguramente existir la entrada de una galería disimulada con especial cuidado, y que su gran experiencia en ese género de indagaciones le había permitido reconocer por mil indicios imperceptibles para ojos menos perspicaces que los suyos, tan penetrantes como los de los gipaetos posados en los entablamentos de los templos.
Hacía dos años que había hecho ese descubrimiento, y desde entonces se había propuesto no dirigir sus miradas ni sus pasos hacia aquel sitio, con el fin de no llamar la atención de los profanadores de sepulcros.
"¿Tiene intención su señoría de efectuar algunas excavaciones?", dijo el griego Argyropoulos en una especie de jerga cosmopolita, cuya extravagante sintaxis y grotescas consonancias no ensayaremos de describir, pero que podrán imaginar fácilmente los que hayan recorrido los puntos de Levante en que hacen escala los vapores y hayan tenido necesidad de recurrir a esos oragomanes políglotas que concluyen por no saber ningún idioma. Por suerte, tanto lord Evandale como su docto compañero, conocían todas las lenguas de donde Argyropoulos tomaba sus palabras. "Puedo poner a su disposición un centenar de intrépidos fellaes que, impulsados por el látigo y la fusta, escarbarán con las uñas hasta el centro de la tierra. Si le parece bien a su señoría, podríamos intentar el escombro de una esfinge enterrada, la desobstrucción de una nave, abrir un hipogeo..."
Al ver que el lord permanecía impasible ante esta tentadora enumeración, y que una escéptica sonrisa se dibujaba en los labios del sabio, Argyropoulos comprendió que no trataba con gente fácil de engañar y se decidió a vender al inglés el hallazgo de que hemos hecho mención y con el que contaba para redondear su fortunita y dotar a su hijo.
—Me parece que ustedes son verdaderos sabios y no vulgares viajeros, y que las curiosidades ordinarias no pueden seducirles — continuó en un inglés mucho menos mezclado de griego, de árabe y de italiano. — Les indicaré una sepultura que se ha librado hasta ahora de las investigaciones de los rebuscadores y que sólo yo conozco. Es un tesoro que he guardado cuidadosamente para quien fuese digno de él.
—Y a quien le hará usted pagar mucho —añadió sonriendo el joven lord.
—Mi franqueza me impide contradecir a su señoría. Efectivamente, espero obtener buen precio por mi descubrimiento; cada uno vive en el mundo como puede. Yo desentierro a los Faraones y los vendo a los extranjeros. Pero los Faraones van haciéndose raros, y no quedan ya para todo el mundo. Es un artículo muy solicitado, y hace mucho tiempo que no se fabrican más.
—En efecto — dijo el sabio, — hace bastantes siglos que los colcitas, las parasquitas y los tarischeutas dejaron el comercio y que los Memnomias, silenciosos barrios de muertos, fueron abandonados por los vivos.
Al oír esas palabras, el griego miró de medio lado al alemán; pero juzgando por lo deteriorado de su traje que no tenía voto en la cuestión, continuó, dirigiéndose al lord:
—Por un sepulcro de la más remota antigüedad, milord, un sepulcro que ninguna mano humana ha profanado desde hace más de tres mil años que hace que los sacerdotes amontonaron peñascos delante de su entrada, ¿sería mucho pedir mil guineas? Realmente es de balde, porque puede contener grandes cantidades de oro, collares de perlas y diamantes, pendientes de carbúnculo, sellos de zafiro, antiguos ídolos dé metales preciosos y monedas de las que se podría obtener buen beneficio.
— ¡Pillastre! y que bien ponderas tu mercancía — dijo Rumphius. — Pero usted sabe mejor que nadie que no se encuentra nada de eso en las sepulturas egipcias.
Argyropoulos, comprendiendo que trataba con gente lista, dejó su charlatanería, y encarándose con Evandale, le dijo: — ¿Y qué, milord, le conviene el trato? —Sean mil guineas—contestó el joven lord, —si la sepultura no ha sido abierta jamás, como usted dice; y ni un céntimo...si una sola piedra está movida por la palanca de los excavadores.
—Y con la condición de que nos llevaremos cuanto se encuentre en la tumba —añadió el prudente Rumphius.
—Acepto — dijo Argyropoulos con aire convencido; — su señoría puede ir preparando los cheques y el dinero.
—Mi querido señor Rumphius — dijo el lord a su acompañante, — el deseo que formulaba usted hace poco me parece próximo a realizarse; ese pícaro debe de estar seguro de lo que ofrece.
— ¡Dios lo quiera! — contestó el sabio haciendo subir y bajar el cuello de su levita con un movimiento dubitativo y escéptico. — ¡Son los griegos tan descarados mentirosos! "Cretae mendaces", dice el proverbio.
—Este debe ser seguramente un griego de tierra firme—añadió lord Evandale, — y me parece que ha dicho verdad por esta vez.
Como persona bien educada y que conoce los usos corteses, el director de las excavaciones precedía de unos pasos al lord y al sabio; andaba con paso seguro y decidido, como un hombre que está en su terreno.
Pronto llegaron al estrecho desfiladero que da entrada al valle de Biban-El-Moluk, y que parecía más bien una tajada hecha por la mano del hombre en la gruesa naturaleza de la montaña, que una abertura natural, como si el genio de la soledad hubiese querido hacer inaccesible esa mansión de la muerte.
En las verticales paredes de la roca cortada se distinguían vagamente restos informes de esculturas carcomidas por el tiempo que parecían asperezas de la roca y que simulaban los personajes primitivos de un bajo relieve medio borrado.
Al otro lado del desfiladero, el valle se ensanchaba un poco y presentaba el aspecto de la más melancólica desolación.
A ambos lados, el terreno se elevaba en escarpadas pendientes de enormes masas de rocas calizas, rugosas, leprosas, resquebrajadas, desmoronadas, pulverulentas, en plena descomposición bajo un sol implacable. Esas rocas semejaban osamentas calcinadas en una hoguera, que bostezaban con sus resquebrajaduras profundas el tedio de la eternidad, e imploraban por mil grietas la gota de agua que nunca cae.
Las escarpaduras se elevaban, casi verticalmente, a gran altura, y sus irregulares crestas, de un blanco grisáceo, se perfilaban sobre el fondo del cielo, de un color añil casi negro, como las deterioradas almenas de una gigantesca fortaleza en ruinas.
Los rayos del sol abrasaban una de las vertientes del fúnebre valle, y la otra estaba bañada por esa luz azulada y cruda que parece inverosímil en los países del Norte cuando los pintores la reproducen y que se perfila tan claramente como las sombras proyectadas en un plano arquitectónico.
El valle se prolonga formando codos unas veces, otras estrechándose en verdaderos desfiladeros, según que los bloques y los montecillos de la cordillera formaban entrantes o salientes. Por esa particularidad propia de los climas en que la atmósfera, enteramente seca, es de perfecta transparencia, no existía perspectiva aérea en ese teatro de desolación; todos los detalles, netos, áridos, se destacaban hasta en el último término, con una sequedad despiadada, y la distancia a que se hallaban sólo se adivinaba por la pequeñez relativa de sus dimensiones, como si la naturaleza cruel no hubiese querido ocultar ninguna miseria, ninguna tristeza de ese paraje descarnado, más muerto aunque los muertos allí sepultados.
La pared soleada reflejaba una luz cegadora como la que emana de los metales en fusión. Cada plano de la roca, metamorfoseado en ardoroso espejo, reflejaba la luz aún más caliente. Esas reverberaciones entrecruzadas, unidas a los ardorosos rayos que del cielo caían y que la tierra rechazaba, producían un calor de horno, y el pobre doctor alemán no se daba reposo secándose, con su pañuelo de hierbas, la cara, que tenía tan mojada como si la hubiese metido en el agua.
En todo el valle no se habría podido encontrar un puñado de tierra vegetal; ni una hierba, ni una zarza, ni un bejuco, ni siquiera un poco de musgo, interrumpía el tono uniformemente blanquecino de ese paisaje abrasado. Las grietas y las infructuosidades de aquellas rocas, no tenían bastante humedad para que la planta parasitaria más modesta pudiese desarrollar sus tiernas raíces. Aquello semejaba el montón de cenizas que hubiesen quedado de una cadena montañosa quemada en la época de las catástrofes cósmicas, en un gran incendio planetario; anchas listas negras, parecidas a cicatrices de cauterización se destacaban del fondo yesoso de las escarpaduras, completando la exactitud de esa comparación.
En esa devastación reinaba un silencio absoluto que ningún estremecimiento vital, ni un aleteo, ni zumbido de insecto, ni la huida de un lagarto o de un reptil, venían a interrumpir; hasta la cigarra, esa amiga de las soledades abrasadas por el sol, callaba su tenue canto.
Un polvo micáceo, brillante, parecido a arenisca molida, formaba el suelo, y acá y allá había algunos montículos que provenían de los pedazos de piedra arrancados en las profundidades de la montaña por el obstinado picachón de las generaciones que pasaron, y la piqueta de los obreros trogloditos que prepararon en la sombra la eterna mansión de los muertos. Las desmigajadas entrañas de la montaña habían producido otras montañas, amontonamiento inconsciente de pequeños fragmentos de roca, que tenían la apariencia de una pequeña cordillera natural.
En los costados de las rocas se abrían, acá y allá, unas bocas negras rodeadas de bloques de piedra en desorden, unos agujeros cuadrados con pilares esculpidos, y en cuyo dintel figuraban rollos misteriosos en los que aparecía, en medio de un gran disco amarillo, el escarabajo sagrado, el sol con cabeza de carnero y las diosas Isis y Nephtys arrodilladas o en pie. Eran las tumbas de los antiguos reyes de Tebas.
Argyropoulos no se detuvo en ellas, y condujo a los viajeros por una especie de rampa, que a primera vista sólo parecía una simple roza en la falda de la montaña, en la que había algunos montones de rocas rodadas, hasta una pequeña meseta, donde las rocas, aparentemente agrupadas al azar, presentaban sin embargo algo de simetría si bien se las consideraba.
Cuando el lord, acostumbrado a todas las proezas de la gimnasia, y el sabio, mucho menos ágil, consiguieron llegar hasta allí, Argyropoulos dijo con aire de triunfante satisfacción, señalando con su bastoncillo una enorme piedra: "Ahí es".
Argyropoulos llamó dando unas palmadas, y en seguida, saliendo de las grietas de las rocas, de los repliegues del valle, acudieron con presteza unos fellaes demacrados y harapientos que traían martillos, palancas, picachones, escalas y todos los útiles necesarios, y escalonaron la escarpada pendiente como una legión de negras hormigas. Los que no cabían en la pequeña meseta que ocupaban el contratista de las excavaciones, lord Evandale y el doctor Rumphius, se agarraban con las uñas y se apoyaban con los pies en las rugosidades de las rocas.
El griego indicó a tres de los más robustos que introdujeran sus palancas debajo de la masa mayor de rocas. Sus músculos sobresalían en sus flacos brazos como tirantes cuerdas, y hacían fuerza en la extremidad libre de la barra con todo el peso de sus cuerpos. Por fin, la masa se movió, vaciló durante un instante como un hombre embriagado, e impelida por los esfuerzos reunidos de Argyropoulos, lord Evandale, Rumphius y algunos árabes que habían conseguido encaramarse a la meseta, rodó, dando saltos, por la escarpadura. . Sucesivamente se quitaron otros dos bloques de menores dimensiones, y entonces pudo apreciarse la justeza de las previsiones del griego.
La entrada de una tumba, que evidentemente se había librado hasta entonces de las investigaciones de los rebuscadores de tesoros, apareció en toda su integridad.
Era una especie de pórtico practicado en la roca; en las paredes laterales, dos pilares acoplados lucían sus capiteles formados por cabezas de vaca, cuyos cuernos se retorcían en forma de medias lunas isíacas. La entrada era baja y tenía montantes que ostentaban largos paneles jeroglíficos, y encima aparecía un ancho cuadro emblemático. En el centro de un disco amarillo y junto al escarabajo, signo de las encarnaciones sucesivas, se veía el dios con cabeza de carnero, símbolo del sol poniente. Fuera del disco, Isis y Nephtys, personificaciones del principio y del fin, estaban arrodilladas, una pierna replegada bajo el muslo y la rodilla de la otra pierna a la altura del codo, según la postura egipcia, con los brazos extendidos hacía adelante con expresión de misteriosa extrañeza, y el cuerpo envuelto en un taparrabo sostenido por un cinturón, cuyos extremos pendían.
Detrás de una pared de piedra y adobes que pronto cedió al pico de los obreros, se descubrió la losa de piedra que formaba la puerta del monumento subterráneo.
El doctor alemán, familiarizado con los jeroglíficos, pudo leer fácilmente en el sello de arcilla que sellaba la losa, la divisa del calcita que vigilaba las mansiones fúnebres y que había, cerrado para siempre esa tumba, cuya situación sólo él hubiera podido encontrar en el mapa de las sepulturas que se conservaba en el colegio de sacerdotes.
—Empiezo a creer que el pájaro está en el nido—dijo al joven lord, el sabio entusiasmado. — Y rectifico la desfavorable opinión que manifesté sobre ese simpático griego.
—Quizá nos alegramos demasiado pronto — respondió lord Evandale, — aún podríamos experimentar la misma decepción que Belzoni cuando creyó ser el primero que penetraba en la tumba de Menephtha Seti, y después de recorrer un laberinto de pasillos, pozos y cámaras, encontró el sarcófago vacío y rota la tapa, porque los rebuscadores de tesoros habían llegado hasta la tumba por un sondeo practicado en otro punto de la montaña.
— ¡Oh! no — agregó el sabio. — La montaña es muy alta en este sitio, y el hipogeo está muy distante de los demás para que esos endemoniados topos hayan podido prolongar hasta aquí sus galerías.
Durante esta conversación, los obreros, estimulados por Argyropoulos, procuraban arrancar la losa de piedra que tapaba el orificio de la galería. Al remover la tierra en la parte inferior para introducir las palancas, porque el lord encargó que no se rompiese nada, encontraron multitud de figuritas, de varias pulgadas de altura, de barro esmaltado azul o verde, perfectamente hechas, monísimas estatuitas funerarias que allí habían puesto, como ofrendas, los parientes y los amigos, como nosotros depositamos coronas de flores en el umbral de nuestras capillas funerarias; pero nuestras flores se marchitan pronto; esos testimonios de antiguos dolores estaban intactos después de más de tres mil años, porque Egipto sólo hace cosas eternas.
Cuando por fin se abrió la puerta de piedra dando paso a la luz por primera vez después de treinta y cinco siglos, por la boca obscura de la galería se escapó una bocanada de aire caliente, como por la puerta de un horno. La luz que penetraba en el fúnebre pasadizo hizo brillar con vivo resplandor las pinturas de los jeroglíficos esculpidos a lo largo de las paredes en líneas perpendiculares y que reposaban sobre un zócalo azul. Una figura de color rojizo, con cabeza de gavilán cubierta con el "pschent" sostenía un disco que contenía el globo alado y que parecía velar en el umbral de la tumba como un portero de la eternidad.
Varios fellaes encendieron antorchas y precedieron a los dos viajeros, acompañados de Argyropoulos; las resinosas llamas lucían con dificultad en aquella atmósfera espesa, sofocante, concentrada durante tantos miles de años bajo la recalentada caliza de la montaña, en las galerías, los laberintos y las entrañas del hipogeo.
Rumphius jadeaba y chorreaba como un río; hasta el impasible Evandale enrojecía y notaba que se le humedecían las sienes; pero el griego, desecado desde hacía mucho tiempo por el ardoroso viento del desierto, no sudaba más que una momia.
La galería se dirigía directamente hacia el núcleo de la montaña, siguiendo un filón de caliza de uniformidad y pureza perfectas. En el fondo había otra puerta de piedra, sellada como la primera con un sello de arcilla y coronada por el globo con alas desplegadas, que demostraba que la sepultura no se había violado e indicaba la existencia de otra galería que penetraba más en lo interior de la montaña.
El calor era tan intenso, que el joven lord se quitó su paletó blanco, y el doctor su levita negra, y poco después el chaleco y la camisa. Al notar Argyropoulos que respiraban con dificultad, dijo algunas palabras al oído a un fellah, que salió corriendo y volvió al poco con dos grandes esponjas empapadas en agua fresca, que los dos viajeros se pusieron en la boca, según les aconsejó el griego, con el fin de respirar un aire mas fresco a través de los húmedos poros, como se hace en los baños rusos, cuando se deja salir mucho vapor.
Pronto cedió la nueva puerta, y a la vista de los viajeros apareció una escalera labrada en plena roca, que descendía rápidamente.
Sobre un fondo verde limitado por una línea azul se veían, a cada lado de la galería, teorías de figuras emblemáticas de colores tan bien conservadas y tan lozanas, como si el pincel del artista las hubiese pintado el día anterior. Esas figuritas aparecían un momento con el resplandor de las antorchas y después se desvanecían en la sombra como los fantasmas de un sueño.
Bandas de jeroglíficos dispuestos verticalmente como la escritura china, se desenvolvían por encima de los frescos y ofrecían a la sagacidad el sagrado misterio de su enigma.
En las porciones de pared que no estaban cubiertas por signos hieráticos, se destacaban un chacal acostado con las patas extendidas y las orejas levantadas y. una figura arrodillada, con una mitra en la cabeza y una mano apoyada sobre un aro, que parecían hacer centinela junto a una puerta cuyo dintel estaba adornado por dos rollos enlazados, sostenidos por dos mujeres vestidas con ceñidas pampanillas y que desplegaban el brazo como un ala.
—Pero ¿qué es esto? ¿Vamos a bajar hasta el centro de la tierra? — dijo el doctor, deteniéndose al final de la escalera, y viendo que la excavación continuaba prolongándose. — Tanto aumenta el calor, que me parece debemos estar cerca de la mansión de los condenados.
—Parece ser que se ha seguido la veta de caliza que penetra en la montaña, según la ley de las ondulaciones geológicas—respondió lord Evandale.
Después de la escalera había otra galería bastante inclinada. Las paredes estaban igualmente cubiertas por pinturas en que se distinguía vagamente una serie de escenas alegóricas, que sin duda explicaban los jeroglíficos inscritos debajo. Este friso se extendía por toda la longitud del pasillo, y debajo se veían figuritas en adoración ante el escarabajo sagrado y la serpiente simbólica coloreada de azur.
El fellah que llevaba la antorcha, al llegar al fondo de la galería retrocedió con un movimiento brusco. El camino se interrumpía súbitamente, y en el suelo se abría, cuadrada y negra, la boca de un pozo.
—Amo, hay un pozo — dijo el fellah, dirigiéndose a Argyropoulos; — ¿qué hay que hacer?
El griego pidió una antorcha, la sacudió para hacerla arder mejor y la echó en el pozo, inclinándose con precaución sobre el orificio. La antorcha cayó dando vueltas y silbando, y pronto se oyó un golpe seco seguido de un chisporroteo y de una bocanada de humo; después la llama se hizo viva y clara, y el pozo brilló en la oscuridad como el ojo sangriento de un cíclope.
—Imposible ser más ingenioso — dijo el joven lord; — estos laberintos interrumpidos por subterráneos calabozos debieran haber calmado el ímpetu de los ladrones y de los sabios.
—Pero no lo han conseguido — respondió el doctor; — unos buscaban el oro y los otros la verdad: las dos cosas más preciadas del mundo.
—Traed la cuerda de nudos — gritó Argyropoulos a sus árabes. —Vamos a explorar y sondear las paredes del pozo, porque la excavación debe prolongarse mucho más.
Al extremo de la cuerda se agarraron ocho o diez hombres para hacer contrapeso, y la otra extremidad se la dejó pender en el pozo.
Argyropoulos, con la agilidad de un mono o de un gimnasta profesional, se asió del cordel que pendía y se dejó caer hasta unos quince pies de profundidad, agarrándose con las manos, y golpeando con los talones las paredes del pozo. La roca respondía en todas partes con sonido sordo y macizo, y Argyropoulos descendió hasta el fondo y golpeó el suelo con el puño de su bastón, pero la roca no resonó.
Evandale y Rumphius, febriles de ansiosa curiosidad, se inclinaban sobre el borde del pozo, con riesgo de caerse de cabeza, y seguían con apasionado interés los experimentos del griego.
—Sujetad bien — gritó por fin Argyropoulos, cansado de la inutilidad de sus pesquisas; y asiéndose a la cuerda con las dos manos, empezó a subir.
La sombra de Argyropoulos, iluminado desde abajo por la antorcha que continuaba ardiendo en el fondo del pozo, se proyectaba en el techo y parecía la silueta de un ave disforme.
La curtida cara del griego expresaba viva contrariedad, y se mordía los labios debajo del bigote.
— ¡Ni indicios de el menor paso! —exclamó; — y sin embargo, la excavación no puede concluir aquí.
—A menos — dijo Rumphius, — que el egipcio que se había hecho preparar esta sepultura no haya muerto en algún "noma" lejano, en viaje o en la guerra, y entonces hayan abandonado las obras, de lo cual hay algunos ejemplos.
—Esperemos, que, a fuerza de buscar, encontraremos alguna salida secreta — agregó lord Evandale; — y si no, ensayaremos de hacer una galería transversal a través de la montaña.
— ¡Estos endemoniados egipcios eran tan astutos para ocultar sus madrigueras fúnebres! — refunfuñaba Argyropoulos; — no sabían qué inventar para desorientar a la pobre gente, y se diría que se reían por adelantado de la cara compungida de los rebuscadores.
Inclinándose sobre el fondo de la sima, el griego examinaba con su mirada, tan penetrante como la de un ave nocturna, las paredes de la pequeña cámara que formaba la parte superior del pozo. Sólo vio las figuras que representaban los personajes ordinarios de la psicostasia, el juez Osiris sentado en su trono, en la postura habitual, con el pedum en una mano y el látigo en la otra, y los dioses de la Verdad y la Justicia que llevaban el alma del difunto ante el tribunal del Amentí.
De repente, y como iluminado por una idea repentina, dio media vuelta. Su antigua experiencia de contratista de excavaciones le recordó un caso parecido, y además, el deseo de ganar las mil guineas del lord, estimulaba sus facultades. Cogió un picachón que un fellah tenía, y empezó a golpear a derecha e izquierda, andando hacia atrás, la superficie de la roca, con riesgo de estropear algunos jeroglíficos y de romper el pico o el elitro de un gavilán o de un escarabajo sagrado.
Por fin el muro respondió con sonido hueco a los golpes del martillo; y una exclamación de triunfo se escapó del pecho del griego, mientras sus ojos chispeaban.
El sabio y el lord aplaudieron.
—Cavad ahí — dijo Argyropoulos a sus hombres, después de recobrar su sangre fría.
Pronto se practicó una brecha suficientemente ancha para librar paso a un hombre. Una galería que, en lo interior de la montaña contorneaba el obstáculo del pozo opuesto a los profanadores, conducía a una sala cuadrada cuyo techo azul reposaba sobre cuatro macizos pilares, en los que estaban pintadas esas figuras de piel roja y con pampanilla blanca que se encuentran con tanta frecuencia en los frescos egipcios, dibujadas con el busto de frente y la cabeza de perfil.
Esta sala conducía a otra de techo algo mas elevado y sostenido únicamente por dos pilares. Diversas escenas, el bari místico, el toro Apis llevando la momia hacia las regiones de Occidente, el juicio del alma y la evaluación de las acciones del muerto en la balanza suprema, las ofrendas a las divinidades funerales, adornaban los pilares y la sala.
Todas esas figuras estaban esculpidas en bajo relieves aplastados, con trazo fuertemente pronunciado; pero el pincel del pintor no había concluido y completado la obra del cincel. Por lo cuidadoso y delicado del trabajo, podía juzgarse la importancia del personaje cuya tumba se había procurado ocultar a la curiosidad de los hombres.
Después de consagrar unos minutos al examen de esas tallas, dibujadas con toda la pureza del estilo egipcio de la época clásica, los exploradores se dieron cuenta de que la sala no tenía otra abertura y que habían llegado a una especie de callejón sin salida.
El aire se enrarecía, las antorchas ardían con dificultad en una atmósfera cuyo calor aumentaban ellas mismas, y su humo se replegaba formando nubes. El griego daba al diablo el hato y el garabato, como si con eso pudiese remediar algo, aunque nada remediaba. Se sondearon de nuevo las paredes sin obtener resultado; la montaña, espesa, compacta, no daba más que un sonido macizo por todas partes, y no se veía ningún indicio de puerta, pasillo o abertura.
El lord estaba visiblemente descorazonado, y el sabio dejaba caer los brazos flojamente. Argyropoulos, que temía perder los veinticinco mil francos, manifestaba la desesperación más irritada. Iba siendo necesario retroceder, porque el calor se hacía verdaderamente insoportable.
Los exploradores volvieron a la primera sala, y allí, el griego, que no podía resignarse a ver disiparse como el humo su sueño de oro, examinó con la más minuciosa atención el fuste de los pilares, para asegurarse si contenían algún artificio, o si ocultaban alguna trampa que podría descubrirse moviéndolos, pues en medio de su desesperación confundía la realidad de la arquitectura egipcia, con los quiméricos edificios de los cuentos árabes.
Los pilares estaban tallados en la roca, en el centro de la sala excavada, formaban cuerpo con ella, y hubiera sido necesario emplear la dinamita para moverlos.
— ¡Adiós esperanza!
—Sin embargo — dijo Rumphius, —no se habrán entretenido en hacer este dédalo porque sí. Debe de haber algún paso parecido al que rodea el pozo. Sin duda, el difunto tiene miedo de que le molesten los importunos y nos niega la entrada, pero insistiendo se entra en todas partes. Quizás alguna losa hábilmente disimulada y cuyas pinturas no pueden verse a causa del polvo que cubre el suelo, tapa el paso por donde puede descenderse, directa o indirectamente, hasta la cámara fúnebre.
—Tiene usted razón, querido doctor — agregó Evandale; —estos condenados egipcios unían las piedras como las bisagras de una trampa inglesa. Busquemos aún.
El griego encontró sensata la idea expuesta por el sabio, y se paseó e hizo pasear a sus fellaes por todos los rincones de la sala, golpeando con los talones, Por fin, cerca del tercer pilar, un sonido sordo llamó la atención del griego, quien se puso precipitadamente de rodillas para examinar el sitio, barriendo con harapos de albornoz, que le dio uno de sus árabes, el polvo impalpable, tamizado durante treinta y cinco siglos en la sombra y el silencio. Pronto se destacó una línea negra, fina y neta como un trazo hecho con regla en un dibujo de arquitectura, y que recortaba en el suelo una losa de forma oblonga.
— ¡Bien decía yo que el subterráneo no podía terminarse así! — exclamó el sabio entusiasmado.
—Tengo verdadero reparo en turbar el último sueño de ese pobre cuerpo desconocido que pensaba descansar tan en paz hasta la consumación de los siglos — dijo entonces lord Evandale con su extraña calma británica. — El huésped de esta mansión no necesita nuestra visita.
—Tanto más que falta un tercero para que la presentación sea cortés — respondió el doctor; — pero tranquilizaos, milord; he vivido bastante en tiempo de los Faraones para introduciros junto al ilustre personaje que habita este subterráneo.
Se introdujeron unas barras en la estrecha fisura, y después de algunos esfuerzos la losa cedió a la presión y se levantó. Una escalera de altos y derechos peldaños, que descendía en la oscuridad, se presentó ante los impacientes pies de los viajeros, que se abalanzaron todos juntos. Después de la escalera había una galería en pendiente, cuyas paredes estaban cubiertas de figuras y jeroglíficos. En el fondo de la galería aún había otros peldaños mas que conducían a un corredor de pequeña extensión, especie de vestíbulo que precedía a una sala del mismo estilo que la primera, pero más grande, y cuyo techo descansaba sobre seis pilares tallados en plena roca. La ornamentación de esta sala era más rica y los asuntos ordinarios de las pinturas fúnebres se multiplicaban en ella, sobre un fondo de color amarillo. A derecha e izquierda se abrían en la roca dos pequeñas criptas o cámaras que estaban llenas de figuritas funerales de barro esmaltado, de bronceo de madera de sicómoro.
— ¡Ya estamos en la antesala de la cámara en que debe estar el sarcófago! —exclamó Rumphius, dejando ver sus grises ojos, chispeantes de alegría por debajo de sus gafas que había levantado hasta la frente.
—Hasta ahora, el griego va cumpliendo su promesa — dijo Evandale; — somos los primeros seres vivientes que han penetrado aquí, desde que el muerto, sea quien sea, fue abandonado en esta tumba a la eternidad y lo desconocido.
— ¡Debe de ser un personaje poderoso! — agregó el doctor; — un rey, un hijo de rey por lo menos; ya os lo diré más adelante, cuando haya descifrado su rollo. Entremos primeramente en esta sala, la más hermosa, la más importante, la que los egipcios designaban con el nombre de "Sala dorada".
Lord Evandale iba el primero, precediendo de unos pasos al sabio, menos ágil o que quizá quería dejar, por deferencia, la virginidad del descubrimiento al nuevo lord.
En el momento de traspasar el umbral, el lord se inclinó como si hubiese visto alguna cosa inesperada, que le extrañase. A pesar de estar acostumbrado a no manifestar sus emociones, porque nada es mas contrario a las reglas de la gran pedantería que el reconocerse, por la sorpresa o la admiración, inferior a algo, el joven aristócrata no pudo retener un ¡oh! prolongado, y modulado de la manera más británica.
Veamos que era lo que había causado tal exclamación al "gentleman" más perfecto de los tres reinos unidos. En el fino polvo gris que enarenaba el suelo, se dibujaba netamente, con las marcas del pulgar, de los cuatro dedos y del calcáneo, la forma de un pie humano: el pie del último sacerdote o del último amigo que había salido, mil quinientos años antes de Jesucristo, después de haber rendido al muerto los honores póstumos. El polvo, tan eterno en Egipto como el granito, había moldeado ese paso y lo conservaba desde hacía más de treinta siglos, como los barros diluvianos endurecidos conservan la huella de los pies de los animales de los modelaron.
—Mire usted esta huella humana, cuya punta se dirige hacia la salida del hipogeo — dijo Evandale a Rumphius. — ¿En qué galería de la cordillera líbica reposa, petrificada por el betún, el cuerpo que la marcó?
— ¡Quién sabe! — respondió el sabio. — De todos modos, esta marca ligera que un soplo hubiese barrido, ha durado más que civilizaciones, que imperios, que las mismas religiones y que monumentos que se creían eternos. ¡La ceniza de Alejandro, hecha quizá con la piquera de un tonel de cerveza, como decía Hamlet, y el paso dé este egipcio desconocido, subsiste en el umbral de una tumba!
El lord y el doctor, impelidos por la curiosidad qué no les permitía largas reflexiones, penetraron en la sala, aunque teniendo cuidado de no borrar la milagrosa huella.
Al entrar en ella, el impasible Evandale experimentó singular impresión. Le pareció, según la expresión de Shakespeare, que "la rueda del tiempo se había desencajado"; la noción de la vida moderna se borró de su mente. Olvidó la Gran Bretaña, su propio nombre inscrito en el libro de oro de la nobleza, sus castillos del Lincolnshire y sus palacetes de West-End, de Hyde-Park y Piccadilly, los salones de la reina, el círculo de yates y cuanto constituía su existencia inglesa. Una mano invisible había invertido el reloj de arena de la eternidad y los siglos caídos poco a poco, como las horas, en la soledad y la noche, recomenzaban a contar. Era como si la historia no se hubiese efectuado. Moisés vivía, Faraón reinaba, y él, lord Evandale, estaba cohibido por no llevar el peinado acanalado, la gola de esmalte y la pampanilla estrecha ciñendo sus muslos, único traje adecuado para presentarse ante una momia real. Aunque el lugar nada tenía de siniestro, una especie de religioso terror le embargaba al violar ese palacio de la Muerte, con tanto cuidado preservado de los profanadores. Le parecía sacrílega e impía la tentativa que llevaban a cabo, y se decía: "¡Si el Faraón se levantara y me pegase con su cetro!" Durante un instante pensó en dejar caer el sudario medio levantado, sobre el cadáver de esa antigua civilización muerta; pero el doctor, dominado por su entusiasmo científico no hacía reflexiones y exclamaba con tonante voz:
— ¡Milord, milord, el sarcófago está intacto!
Esta frase hizo volver a lord Evandale a la realidad. Con eléctrico salto del pensamiento salvó los tres mil quinientos años a que su imaginación había remontado, y respondió:
— ¿De verdad, doctor, está intacto?
— ¡Felicidad inaudita! ¡Suerte maravillosa! ¡Hallazgo inestimable! —continuó diciendo el doctor en el colmo de su alegría de erudito.
Al ver el entusiasmo del doctor, Argyropoulos tuvo un remordimiento, el único de que era capaz: el de no haber pedido más que veinticinco mil francos. "He sido un tonto, pensó; este lord me ha robado; no me volverá a suceder". Y se prometió a sí mismo corregirse en lo porvenir.
Los fellaes encendieron varias antorchas para que los extranjeros disfrutasen del espectáculo. Era, efectivamente, extraño y magnífico. Las galerías y las salas que conducen a la cámara del sarcófago tienen los techos bajos, a una altura de 8 a 10 pies; pero el santuario donde arrancan esos dédalos tiene proporciones muy diferentes. Lord Evandale y Rumphius se quedaron estupefactos de admiración a pesar de estar acostumbrados a los esplendores fúnebres del arte egipcio.
Iluminada por las antorchas, la sala dorada resplandecía y los colores de los frescos brillaban con todo su esplendor, acaso por vez primera. Trozos de rojo, de azul, de verde, de blanco, con brillo nuevo, con virginal lozanía, con inaudita pureza, se destacaban de una especie de barniz de oro que servía de fondo a las pinturas y los jeroglíficos e impresionaban la vista antes de que se pudiesen discernir los asuntos que representaban.
Parecía, a primera vista, un tapiz inmenso de la más rica tela. La bóveda, cuya elevación era de treinta pies, semejaba un velario de azur bordado de palmitas amarillas. En las paredes, el globo simbólico desplegaba sus desmesuradas alas, y en torno suyo aparecían los rollos reales. Más allá, Isis y Nephtys sacudían sus brazos franjados de plumas y que parecían nacientes alas. Los "uroeus" ahuecaban sus azules pechos, los escarabajos procuraban desplegar sus élitros, los dioses con cabeza de chacal enderezaban las orejas, afilaban su pico de gavilán, fruncían su hocico de cinocéfalo, hundían entre los hombros su cuello de buitre o de serpiente, como si estuviesen dotados de vida. Místicos baris pasaban en sus trineos arrastrados por figuras en acompasadas posturas, con angulosos gestos, o flotaban sobre las aguas, simétricamente onduladas, conducidas por remos medio desnudos. Dolientes mujeres, arrodilladas y con la mano puesta sobre la cabeza en señal de duelo, se volvían hacia el catafalco, mientras que los sacerdotes de afeitadas cabezas, con una piel de leopardo sobre el hombro, quemaban perfumes en el extremo de una espátula terminada por una manecilla que sostenía una copa, ante los muertos divinizados. Otros personajes ofrecían flores o capullos de loto, plantas bulbosas, volátiles, cuartos de antílope y cantimploras de licores, a los fúnebres genios. Justicias acéfalas conducían las almas ante Osiris es, que tenían los brazos en rígidas posturas, como sujetos por una camisa de fuerza, y estaban rodeados por los cuarenta y dos jueces del Amentí, sentados en sendas sillas y en dos filas, y cuyas cabezas, tomadas de todos los reinos de la zoología, sostenían plumas de avestruz en equilibrio.
Todas esas figuras estaban dibujadas con un trazo profundamente marcado en la caliza y matizadas con los colores más vivos; tenían ese movimiento fijado, esa misteriosa intensidad del arte egipcio contrariada por las reglas sacerdotales y que recuerdan a un hombre amordazado que procura hacer comprender su secreto.
En el centro de la sala estaba el sarcófago, macizo y grandioso, labrado en un enorme bloque de basalto negro, y cubierto con una tapa de la misma piedra y de forma alomada. Las cuatro caras del fúnebre monolito, estaban cubiertas de figuras y jeroglíficos tan finamente labrados como la talla de una sortija de piedras preciosas, a pesar de que los egipcios desconocían el hierro y de que el grano de basalto es capaz de desgastar el acero más duro. La imaginación es impotente para adivinar por qué procedimiento conseguía escribir en el granito y el pórfido ese pueblo maravilloso, con la misma facilidad que con un punzón en tablillas de cera.
Sobre los ángulos del sarcófago había cuatro jarrones de alabastro oriental, de puras y elegantes formas, cuyas esculpidas tapas representaban la cabeza de hombre de Amset, la de cinocéfalo de Hapi, la de chacal de Sumautf y la de gavilán de Kebsnif; eran los jarrones que contenían las vísceras de la momia que en el sarcófago yacía. En la cabecera de la tumba había una efigie de Osiris, con la barba trenzada, que parecía velar él sueño del muerto. A cada lado del mausoleo se erguían dos estatuas pintadas de mujer, sosteniendo con una mano una caja cuadrada sobre la cabeza y con la otra, apoyada al costado, un vaso para libar. Un de esas estatuas estaba vestida con una sencilla falda blanca que se aplicaba sobre las caderas y estaba sostenida por tirantes cruzados; la otra, más ricamente trajeada estaba como metida en una especie de saco cubierto de conchas, alternativamente rojas y verdes. Junto a la primera se veían tres jarras primitivamente llenas de agua del Nilo, que al evaporarse había dejado sus posos, y, un plato que contenía una pasta alimenticia desecada. Al lado de la otra estatua se encontraban dos navíos en miniatura, parecidos a los buques que se fabrican en los puertos de mar, que recordaban exactamente el uno, hasta los menores detalles de las barcas en que se trasportaba el cuerpo desde Diopolis hasta los Memnomia, y el otro la nave simbólica que conducía el alma a las regiones de Occidente. No se había olvidado ningún detalle, ni los mástiles, ni el timón formado por un largo remo, ni el piloto y los remeros, ni la momia rodeada de plañideras y acostada bajo el puente en un lecho con patas de león, ni siquiera las figuras alegóricas de las fúnebres divinidades desempeñando sus sagradas funciones. Las barcas y las figurillas estaban pintadas con vivos colores, y en los dos costados de la proa, que tenía, como la popa, forma de pico de pájaro, se veía el gran ojo asirio agrandado por el afeite de antimonio. Una calavera de vaca y huesos de buey que estaban esparcidos por el suelo, demostraban que se había sacrificado una víctima para asumir las contrariedades que hubiesen podido turbar el reposo del muerto. Sobre el sarcófago había colocados unos cofrecillos pintados y cubiertos de jeroglíficos. Mesitas de caña sostenían aún las ofrendas fúnebres. Todo, en ese palacio de la Muerte, estaba intacto desde el día en que la momia, encerrada en su caja de cartón y en sus dos féretros, había sido depositada sobre su lecho de basalto. El gusano sepulcral, que tan fácilmente traspasa los ataúdes mejor construidos, se había vuelto atrás, rechazado por los fuertes perfumes del betún y las pastas aromáticas.
— ¿Hay que abrir el sarcófago? — interrogó Argyropoulos, después de dar tiempo para que lord Evandale y Rumphius pudiesen admirar los esplendores de la sala dorada.
— ¡Claro que sí! — respondió el joven lord; — pero tened cuidado con no descantear la tapa al introducir las palancas en la juntura, porque quiero llevarme este sarcófago y regalarlo al Museo Británico.
Toda la cuadrilla reunió sus esfuerzos para levantar el monolito; con gran precaución se introdujeron cuñas de madera, y después de varios minutos de trabajo, consiguióse mover la enorme piedra y resbalarla sobre los tarugos preparados al efecto.
Al abrir el sarcófago, se vio el primer féretro herméticamente cerrado. Era una especie de cofre adornado con pinturas y dorados que representaban como una nave con dibujos simétricos, rombos, cuadriculados, palmitas y líneas de jeroglíficos. Se levantó la tapa y Rumphius que estaba inclinado sobre el sarcófago, profirió un grito de sorpresa cuando descubrió el contenido del ataúd: " ¡Una mujer! ¡Una mujer!" exclamó al reconocer el sexo de la momia por la carencia de la barba osírica y por la forma del ataúd de cartón.
También el griego pareció extrañado. Su experiencia de excavador le permitía comprender lo insólito del hallazgo. El valle de Biban-El-Moluk es el San Dionisio de la antigua Tebas, y sólo contiene tumbas de reyes. La necrópolis de las reinas esta situada más lejos, en otra cañada de la montaña. Las tumbas de las reinas son mucho más sencillas y se componen ordinariamente de dos o de tres galerías y una sala o dos. En Oriente, las mujeres se consideraron siempre, hasta después de muertas, como inferiores a los hombres. La mayoría de estas tumbas femeninas fueron violadas en épocas muy antiguas y sirvieron de receptáculo a deformes momias toscamente embalsamadas, en las que aún pueden verse señales del spray de elefantiasis.
¿En virtud de qué milagro, de qué singularidad, de qué substitución, ocupaba ese féretro femenino un sarcófago real, en medio de aquel eréptico palacio, digno del más poderoso y más ilustre Faraón?
—Esto contraría todas mis nociones y todas mis teorías — dijo el doctor al lord inglés, —y destruye los sistemas mejor basados sobre los ritos funerales egipcios, tan exactamente observados durante miles de años. Tropezamos, sin duda, con algún punto oscuro, con algún perdido misterio de la historia. Ha habido una mujer que escaló el trono de los Faraones y «gobernó Egipto; se llamaba Tahoser, según indican los rollos, grabados sobre otras inscripciones más antiguas, y usurpó la tumba como el trono, o acaso alguna ambiciosa, cuyo recuerdo no ha conservado la historia, ha renovado su tentativa.
—Nadie está en mejores condiciones que usted para resolver ese difícil problema — añadió lord Evandale. — Vamos a trasladar esta caja llena de secretos a nuestra canga, y allí examinará usted con toda comodidad ese documento histórico y adivinará seguramente el enigma que indican esos gavilanes, esos escarabajos, esas figuras arrodilladas, esas líneas estremecidas y esas manos en forma de copátulo que lee usted con tanta facilidad como el gran Champollion”.
Dirigidos por Argyropoulos, los fellaes levantaron el enorme cofre y lo cargaron sobre sus hombros. La momia rehizo en sentido inverso el paseo fúnebre que efectuara en tiempos de Moisés, en un bori pintado y dorado, precedida de largo cortejo. Se la embarcó en el sandal en el que habían venido los viajeros, y pronto llegó a la canga que estaba amarrada en la otra orilla del Nilo, donde se la colocó en un camarote bastante parecido — las formas cambian poco en Egipto — al interior de la barca funeral.
Cuando Argyropoulos hubo ordenado alrededor de la caja todos los objetos que junto a ella se encontraron, permaneció de pie, respetuosamente, en la puerta del camarote, como si esperase. Lord Evandale lo comprendió e hizo que su ayuda de cámara le entregase los veinticinco mil francos.
El féretro, abierto, colocado sobre los tarugos en el centro del camarote, brillaba con igual resplandor que si los colores de sus adornos hubiesen sido pintados la víspera y encuadraba la momia colocada en el ataúd de cartón que era de una riqueza y un trabajo notables.
Nunca el Egipto antiguo había fajado más cuidadosamente a uno de sus hijos para el sueño eterno. Aunque ninguna forma se manifestaba en ese enfundado Herma fúnebre, del que sólo se veían la cabeza y los hombros, fácilmente se adivinaba un cuerpo joven y gracioso bajo la gruesa envoltura. La máscara dorada, con sus grandes ojos con ojeras negras y abrillantados con esmalte, la nariz de delicadas aletas, los redondeados pómulos, los labios entreabiertos sonriendo con esa indescriptible sonrisa de la esfinge, la barbilla algo corta pero de forma extremadamente delicada, presentaba el tipo más puro del ideal egipcio, y denotaba en mil pequeños detalles característicos que el arte no inventa la fisonomía individual de un retrato.
Multitud de finas trenzas que parecían cuerdecitas y estaban peinadas con raya en medio, caían a cada lado de la cara en frondosas masas. De la nuca partía un tallo de loto que se redondeaba encima de la cabeza y venía a abrir su azulado cáliz sobre el oso mate de la frente, completando, con el cono funeral, ese peinado tan rico como elegante.
Ancha gola compuesta de finos esmaltes rayados con listas de oro, rodeaba la base del cuello y bajaba en varias vueltas dejando entrever el contorno de dos senos firmes y puros como dos copas de oro.
Sobre el pecho, dibujando su monstruosa configuración simbólica, se veía el ave sagrada con cabeza de carnero, sosteniendo, entre sus verdes cuernos, el rojo disco del sol occidental y apoyado en dos serpientes con "pschents" en la cabeza. Debajo, en el espacio que dejaban libre las franjas trasversales rayadas de vivos colores que representaban las vendas, se veía el gavilán de Phre, coronado por un globo con las alas desplegadas, el cuerpo tachonado por simétricas plumas y la cola extendida en forma de abanico, sosteniendo en cada una de sus garras el misterioso Tau, emblema de la inmortalidad.
Dioses funerales, con caras verdes y hocicos de mono o de chacal presentaban, con un gesto hieráticamente rígido, el látigo, el pedum y el cetro. El ojo osirio con ojera de antimonio dilataba su encarnada pupila; celestiales víboras se cebaban en sagrados discos; simbólicas figuras alargaban los brazos cubiertos de plumas que semejaban listones de persiana, y las dos diosas del principio y el fin, con los cabellos empolvados con polvo, azul, el busto desnudo hasta por debajo del seno y el resto del cuerpo metido en estrecha falda, se arrodillaban a la moda egipcia, sobre almohadones rojos y verdes adornados con grandes borlas.
De la cintura partía una banda de jeroglíficos que se prolongaba hasta los pies y contenía sin duda algunas fórmulas del ritual fúnebre o acaso el nombre y calidad de la difunta, problema que más tarde resolvería Rumphius.
Todas esas pinturas, con el estilo de su dibujo, la valentía de la línea, la energía del colorido, denotaban de manera evidente para los iniciados, que pertenecían al mejor período del arte egipcio.
Después de contemplar esta primera envoltura, el sabio y el lord sacaron el ataúd de cartón y lo apoyaron contra la pared.
¡Extraño aspecto el de ese maniquí con careta dorada, ¡puesto en pie con falsa actitud de vida por impía curiosidad, después de haber permanecido durante tanto tiempo en la postura horizontal de la muerte, sobre un lecho de basalto, en las entrañas de una montaña! ¡El alma de la difunta que confiaba en su eterno reposo y que tantas precauciones tomó para preservar sus restos de toda profanación, debió entristecerse más allá de los mundos, en el ciclo de sus viajes y de sus metamorfosis!
Rumphius, previsto de un cortafrío y un martillo para desencajar la envoltura de cartón de la momia, parecía uno de esos fúnebres genios de faz bestial que se ven en las pinturas de los hipogeos, rodeando a los muertos para ejecutar algún rito horrible y misterioso. Lord Evandale, tranquilo y atento, recordaba con su puro perfil al divino Osiris esperando al alma para juzgarla, y si se quisiera extender la comparación podría decirse que su bastoncillo semejaba el cetro que el dios tiene en la mano.
Cuando terminó la operación, que fue bastante larga, porque Rumphius no quería estropear los dorados, la caja se dividió en dos partes como un molde que se abre, y apareció la momia con todo el resplandor de su fúnebre tocado, vestida coquetamente como si hubiese querido seducir a los genios del imperio subterráneo.
Al abrir la caja de cartón se esparció por el camarote un vago y delicioso olor de plantas aromáticas, de licor de cedro, de polvo de sándalo, de mirra y cinamona, porque no se había impregnado y endurecido el cuerpo en ese betún negro que petrifica los cadáveres vulgares, sino que parecía que todo el arte de los embalsamadores, antiguos habitantes de los Memnonia, se había agotado por conservar esos preciosos restos mortales.
Bajo un entrelazamiento de estrechas cintas de fina tela de hilo, se adivinaban vagamente los rasgos de la cara; esas cintas tenían un bonito color leonado, que les habían comunicado los bálsamos de que fueron impregnadas. Del pecho cala una red de tubitos de cristal azul, parecidos a los abalorios con que se adornan las basquiñas españolas, cuyas mallas se reunían con pequeños granitos dorados y se prolongaban hasta las piernas envolviendo a la muerte en un sudario de perlas digno de una reina. En el borde superior de la red brillaban las estatuas de los cuatro dioses del Amentí, de oro repujado, y ese sudario se terminaba en la parte interior con una franja de adornos de gusto depurado. Entre las figuritas de los dioses fúnebres había unas plaquitas de oro, y encima extendían sus doradas alas unos escarabajos de lapislázuli.
Sobre la cabeza de la momia habían colocado un espejo de metal pulido como si se hubiese querido facilitar al alma de la muerte el medio para contemplar el espectro de su belleza durante la interminable noche del sepulcro. Junto al espejo se encontraba un cofrecillo de barro esmaltado, preciosamente decorado y que contenía un collar compuesto de anillos de marfil, que alternaban con perlas de oro, de lapislázuli y de cornalina. A lo largo del cuerpo se había colocado la estrecha cubeta cuadrada de madera de sándalo, en que la muerta efectuaba sus perfumadas abluciones cuando aun vivía.
Pegados al fondo del ataúd, lo mismo que la momia, con una capa de natrón, había tres jarrones de alabastro, dos de los cuales contenían bálsamos que aun conservaban algún perfume y el tercero polvos de antimonio, y una espatulita para colorear los bordes de los párpados y prolongar su ángulo exterior, según la antigua moda egipcia que aún practican las mujeres orientales.
— ¡Qué costumbre más conmovedora!— exclamó el doctor Rumphius entusiasmado al ver esos tesoros. — ¡Enterrar con una joven bonita su monísimo arsenal de tocador! Porque seguramente es una joven lo que envuelven estas vendas de hilo, amarilleadas por el tiempo y los perfumes. Si se nos compara con los egipcios, somos unos incultos que, dejándonos llevar por una existencia brutal, no tenemos el delicado concepto de la muerte. ¡Cuánta ternura, cuánta pena, cuánto amor revelan estas infinitas precauciones, estos inútiles cuidados que nadie verá nunca, estas caricias a un cuerpo insensible, esta lucha para impedir la destrucción de una forma adorda y devolverla intacta a su alma el día de la reunión suprema!
—Acaso esta civilización nuestra que creemos culminante, no es más que una profunda decadencia que no conserva ni siquiera el recuerdo de las gigantescas sociedades que pasaron — respondió lord Evandale pensativo. — ¡Estamos estúpidamente ufanos de algunos ingeniosos mecanismos recientemente inventados y no pensamos en los colosales esplendores, en las enormidades irrealizables para cualquier otro pueblo, del antiguo país de los Faraones. Tenemos el vapor; pero el vapor es menos poderoso que el pensamiento que fue capaz de elevar las pirámides, perforar los hipogeos, esculpir las montañas en forma de esfinges y de obeliscos, techar las salas con bloques únicos que todos nuestros modernos aparatos no podrían mover y labrar capillas monolíticas, y que comprendió el concepto de, la eternidad hasta el punto de saber defender contra la nada los frágiles restos humanos!
—Los egipcios—añadió Rumphius sonriendo, — eran prodigiosos arquitectos, maravillosos artistas, sabios profundos. Los sacerdotes de Memphis y de Tebas hubiesen aventajado a nuestros eruditos de Alemania, y su simbolismo era mucho más profundo que el de Kreuzer. Pero ya conseguiremos descifrar sus enigmas y arrancarles su secreto. El gran Champollión nos ha enseñado su alfabeto y leeremos fácilmente sus libros de granito. Mientras tanto, desnudemos a esta beldad, más de treinta veces centenaria, con la mayor delicadeza posible.
— ¡Pobre lady! — murmuró el joven lord. — ¡Ojos profanos van a contemplar esos encantos misteriosos que quizás no llegó a conocer el amor! ¡Ah, sí! ¡Con un pretexto científico, somos tan bárbaros como los persas de Cambises! ¡Y si no temiese entregar a la desesperación a este buen sabio, yo te encerraría en tu triple caja de féretros, sin haber levantado tú último velo!
Rumphius sacó de la caja de cartón aquella momia que no pesaba más que el cuerpo de un niño, y empezó a desfajarla con el cuidado y la habilidad con que una madre desnuda a un niño de pecho. Empezó por deshacer la envoltura de tela cosida, impregnada de vino de palmera, y levantar las anchas vendas que fajaban el cuerpo de trecho en trecho. Después cogió el extremo de una fajita estrecha que estaba enrollada en los miembros de la joven egipcia y la enrolló sobre sí mismo con la destreza de un torischeuta de la ciudad fúnebre, despegándola en todas sus vueltas y sus circunvalaciones. A medida que avanzaba la operación, aparecía la momia más esbelta y más pura, como la estatua que un escultor desbasta en un bloque de mármol. Cuando concluyó de enrollar esa venda, se encontró con otra más estrecha y que oprimía aún más las formas. Esta nueva venda era de un tejido tan fino, de trama tan homogénea, que se la hubiese podido comparar con la batista y la muselina modernas. Se amoldaba exactamente a los contornos, ciñendo los dedos de las manos y los pies, modelando, como un antifaz, los rasgos de la cara, que era casi visible a través del fino tejido. Los bálsamos en que se había humedecido esta venda la habían puesto como almidonada, y cuando el doctor la despegaba, producía un ruidillo seco como el de un papel que se arruga o se rasga.
Sólo quedaba una vuelta por despegar, y el doctor, a pesar de estar acostumbrado a esta clase de operaciones, suspendió un momento su labor, bien por una especie de respeto hacia los pudores de la muerte, o quizá por ese sentimiento que nos impide abrir una carta o una puerta o levantar el velo que oculta el misterio que ansiamos conocer. Rumphius achacó ese momento de descanso al cansancio y, en efecto, el sudor chorreaba por su frente sin que se ocupase de secárselo con su famoso pañuelo de hierbas; pero para nada influyó el cansancio.
La muerte se trasparentaba bajo la tela, tan fina como una gasa, y a su través se veían brillar confusamente algunos dorados.
Cuando se hubo quitado el último obstáculo, apareció la joven en la casta desnudez de sus bellas formas, conservando, a pesar de tantos siglos, toda la redondez de sus contornos, toda la flexible gracia de sus puras líneas.
Su postura, poco frecuente en las momias, era la de la Venus de Médicis, como si los embalsamadores hubiesen querido quitar a ese cuerpo la triste actitud de la muerte y dulcificar la rígida postura de la muerta. Una de sus manos, medio velaba su pecho virginal, y la otra tapaba bellezas misteriosas, como si el pudor de la muerta no se hubiese tranquilizado con las sombras del sepulcro.
Un grito de admiración se escapó al mismo tiempo de los labios de Rumphius y de lord Evandale al ver esa maravilla.
Ninguna estatua griega o romana tuvo líneas más elegantes. Los caracteres particulares al ideal egipcio daban a ese hermoso cuerpo, tan milagrosamente conservado, una esbeltez y una ligereza que no tienen los mármoles antiguos. La exigüidad de las manos con sus adelgazados dedos, la distinción de los pies, cuyos dedos se terminaban en uñas brillantes como el ágata, la delicadeza del talle, el perfil del seno pequeño y vuelto como la punta de un "tatbebs", bajo la hoja de oro que lo envolvía, el poco saliente contorno de la cadera, la pierna un poco larga con los maléolos delicadamente modelados, todo recordaba la gracia de las tocadoras y bailarinas que figuran en los frescos que representan banquetes fúnebres en los hipogeos de Tebas. Esta forma de una gracia infantil, pero ya con todas las perfecciones de la mujer, es la que expresa el arte egipcio con tan tierna delicadeza, lo mismo en las pinturas de las galerías, trazadas rápidamente, que cuando pacientemente esculpe el basalto.
Las momias, impregnadas de betún y natrón, parecen generalmente negros simulacros tallados en ébano; la disolución no puede atacarlas, pero les falta la apariencia de la vida; los cadáveres no se han convertido en el polvo de que se formaron, pero se han petrificado en una forma horrorosa que no puede contemplarse sin temor y sin asco.
Pero este cuerpo estaba preparado por procedimientos más perfeccionados, más largos y costosos, y la momia había conservado la elasticidad de la carne, la delicadeza de la epidermis y casi el color natural. La piel, morena clara, tenía el rubio matiz de un bronce florentino nuevo, y ese tono de ámbar que se admira en los cuadros de Giorgine y del Ticiano, cargados de barniz, no debía de diferenciarse mucho del color que la joven egipcia tuviese en vida.
La cabeza más parecía dormida que muerta; los párpados, adornados aún con sus largas pestañas, dejaban brillar entre las líneas de antimonio, unos ojos de esmalte que tenían los húmedos destellos de la vida, y hubiérase dicho que iban a sacudir su sueño de treinta siglos, como si se levantasen de un momento de reposo. La nariz era fina y delgada y conservaba sus puras aristas; ninguna depresión deformaba los carrillos, que eran tan redondos como los costados de un jarrón; la boca, ligeramente encarnada, había conservado sus imperceptibles pliegues, y en los labios, voluptuosamente modelados, erraba una melancolía y misteriosa sonrisa, llena de dulzura, de tristeza y de encanto: la tierna resignada sonrisa que pliega en tan delicioso gesto las bocas de las adorables cabezas que coronan los jarrones cnopeanos del Museo del Louvre.
Alrededor de la frente, que era tersa y baja como exigen las leyes de la belleza antigua, se agrupaban los cabellos negros como el azabache, separados y trenzados en innumerables cordelitos que caían sobre cada hombro. Veinte alfileres de oro, prendidos en las trenzas como las flores en un peinado de baile, estrellaban con brillantes puntitos la sombría y abundante cabellera, que parecía postiza por lo muy abundante. Dos grandes pendientes, en forma de discos y que parecían pequeñas adargas, hacían temblar su amarillenta luz junto a los morenos carrillos. El cuello de la presumida momia estaba rodeado de un magnífico collar, compuesto de tres vueltas de divinidades y amuletos de oro y pedrería, y sobre el pecho se destacaban otros dos collares cuyas perlas y rosetas de lapislázuli, oro y cornalina, alternaban simétricamente con el gusto mas depurado. Un cinturón de un dibujo parecido ceñía la esbelta cintura con un círculo de oro y piedras dé colores. Un brazalete de dos vueltas, de perlas de oro y cornalina rodeaba la muñeca izquierda y en el índice de la misma mano brillaba un escarabajo chiquitín, de oro, engarzado en una sortija y fijado por un hilillo de oro cuidadosamente hilado.
¡Encontrarse frente a un ser humano que vivía en la época en que la Historia empezaba a balbucir; recoger los cuentos de la tradición frente a una bella contemporánea de Moisés que aun conserva las exquisitas formas de su juventud; tocar esa dulce manita impregnada de perfumes que acaso habría besado un Faraón; tropezar ligeramente esos cabellos más duraderos que imperios, más sólidos que monumentos de granito! ¡Que sensación más extraña!
Al contemplar la hermosa muerta, el joven lord experimentó ese deseo retrospectivo que inspira frecuentemente la vista de una estatua o un cuadro que representan una mujer de lo pasado, célebre por su hermosura. Le pareció que si hubiese vivido tres mil quinientos años antes habría amado esa beldad que la muerte no había querido destruir, y quizá su pensamiento llegó hasta el alma inquieta que erraba tal vez en torno de sus profanados restos.
El docto Rumphius, mucho menos poético, procedía a inventariar las joyas, sin quitarlas de su sitio, porque Evandale no quiso que se arrancase a la momia este ligero y último consuelo. Quitarle las joyas a una mujer, aun después de muerta, es matarla por segunda vez.
De repente, un rollo de papiros que estaba oculto entre el costado y el brazo de la momia, llamó la atención del doctor.
— ¡Ah! — Exclamó; — esto debe ser un ejemplar de los ritos funerales que se colocaban en el último féretro, escrito con mayor o menor cuidado, según la fortuna o la importancia del personaje. — Y empezó a desenrollar la frágil banda de papiro con grandes precauciones. En cuanto vio las primeras líneas, Rumphius pareció perplejo; no reconocía los signos y las figuras ordinarias de los ritos; en vano buscó en el sitio acostumbrado, las viñetas que representaban los funerales y el fúnebre convoy que generalmente sirven de frontispicio a ese papiro. Tampoco encontró la letanía de los cien nombres de Osiris ni el pasaporte, ni la súplica a los dioses del Amentí. Dibujos de un carácter especial anunciaban escenas muy diferentes, relacionadas con la vida humana y no con el viaje del alma fuera del mundo. Había caracteres rojos que parecían indicar capítulos o párrafos, y que resaltaban sobre el resto del texto, escrito en negro y llamaban la atención del lector en los episodios interesantes. Al principio había una inscripción que debía contener el título de la obra y el nombre del escriba que la había redactado o copiado; por lo menos esto es lo que creyó descubrir a primera vista la sagaz intuición del doctor. —Milord, decididamente hemos hecho un gran negocio — dijo Rumphius a Evandale, haciéndole observar las diferencias que presentaba el papiros sobre los rituales ordinarios. — Es la primera vez que se encuentra un manuscrito egipcio que contenga otra cosa que fórmulas hieráticas. Pero yo lo descifraré aunque me cueste perder la vista, aunque tenga que barrer mi mesa con mi barba sin afeitar. ¡Sí; yo arrancaré tu secreto, Egipto misterioso, yo conoceré tu historia, hermosa muerta, porque este papiro que oprimías con el brazo contra tu corazón, debe de contenerla! ¡Y así me cubriré de gloria, me igualaré con Champollión y haré que Lepsius se muera de envidia!
El doctor y el lord retornaron a Europa.
La momia, envuelta en todas sus vendas y colocada en sus tres féretros yace en el parque de lord Evandale, en Lincolnshire, en el sarcófago de basalto que, con grandes gastos, hizo traer desde Biban-El-Moluk, y que no ha regalado al Museo Británico.
Algunas veces, el lord se apoya en el sarcófago, parece meditar profundamente y suspira...
Después de tres años de persistentes estudios, Rumphius ha conseguido descifrar el misterioso papiro, exceptuando algunos pasajes alterados o que presentan signos desconocidos; y su traducción latina, que hemos vertido al francés, es lo que vais a leer con el nombre de: La novela de la momia.


Gautier, Théophile - La novela de la momia. Versión castellana de Manuel Ferrer de Franganillo.



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