OSWALD SPENGLER – El ciclo vital de las culturas


Oswald Spengler (1880-1936)

Las culturas son organismos. La historia universal es su biografía. La gran historia de la cultura china o de la cultura antigua es morfológicamente el correlato exacto de la pequeña historia de un individuo, de un animal, de un árbol o de una flor. Esto, para la visión fáustica, no es una exigencia, sino una experiencia. Si queremos conocer la forma interna que por doquiera se repite, podemos valernos del método que ha elaborado hace tiempo la morfología comparada de las plantas y los animales. El contenido de toda historia humana se agota en el sino de las culturas particulares, que se suceden unas a otras, que crecen unas junto a otras, que se tocan, se dan sombra y se oprimen unas a otras. Y si hacemos desfilar ante el espíritu las formas de esas culturas, que hasta ahora han permanecido escondidas bajo el manto de una "historia de la humanidad", concebida como trivial sucesión de hechos, conseguiremos sin duda descubrir en su pureza y esencia la protoforma de toda cultura, que, como ideal, sirve de fundamento a todas las culturas particulares.

Distingo por una parte la idea de una cultura, esto es, el conjunto de sus interiores posibilidades y, por otra parte, la manifestación sensible de esa cultura en el cuadro de la historia, esto es, su realización cumplida. Es la misma relación que mantiene el alma con el cuerpo vivo, su expresión en el mundo luminoso de nuestros ojos. La historia de una cultura es la realización progresiva de sus posibilidades. El cumplimiento equivale al término. En la misma relación se halla el alma apolínea –que quizá algunos de nosotros puedan sentir y vivir de nuevo con su desenvolvimiento en la realidad, es decir, con ese conjunto que se llama "Antigüedad", cuyos restos, accesibles a la contemplación y al estudio inteligente investigan e! arqueólogo, el filólogo, el estético, el historiador.

La cultura es el protofenómeno de toda la historia universal, pasada y futura. Esta idea del protofenómeno, tan profunda como mal apreciada; esta idea que Goethe descubrió en su "naturaleza viviente" y que le sirvió de base para sus investigaciones morfológicas, debemos aplicarla aquí, en su sentido más exacto, a todas las formaciones de la historia humana, a las que han llegado a perfecta madurez como a las fenecidas en flor, a las muertas a medio desarrollo como a las ahogadas en germen. Es éste un método del sentimiento, no del análisis. "Lo mi, alto a que puede llegar el hombre es la admiración; y cuando el protofenómeno se la provoca, debe darse por satisfecho, que más arriba no puede subir; y no busque más, que aquí está el límite," Un protofenómeno es aquel en que se nos aparece en toda su pureza la idea de! devenir. Coethe pudo contemplar claramente, con los ojos del espíritu, la idea de la protoplanta en la figura de una planta cualquiera, hija del azar y hasta de una planta posible.

Era ésta una visión de las cosas que Leibniz hubiera entendido. El siglo de Darwin ha permanecido alejado de este punto de vista.

Pero aún falta una concepción de la historia que esté totalmente libre de los métodos darwinistas, es decir, de la física sistemática, de la física edificada sobre el principio de causalidad. Nunca se ha hablado todavía de una fisiognómica rigurosa y clara, perfectamente consciente de sus recursos y de sus límites. Sus métodos estaban aún por descubrir. Éste es el gran problema del siglo XX: poner cuidadosamente de manifiesto la estructura de las unidades orgánicas, por las cuales y en las cuales se desenvuelve la historia universal; distinguir lo que morfológicamente es necesario y esencial de aquello que sólo es contingente; comprender la expresión, el cariz de los acontecimientos e interpretar su lengua [e. El oleaje uniforme de las innumerables generaciones estremece la amplia superficie. Refulgentes destellos surcan los ámbitos. Inciertas luces se agitan temblorosas, enturbiando el claro espejo; se confunden, brillan y desaparecen. Las hemos llamado razas, pueblos, tribus. Reúnen una serie de generaciones en un limitado círculo de la superficie histórica, y cuando se extingue en ellas la fuerza creadora –fuerza muy variable, que prefija a esos fenómenos una duración y plasticidad también muy variables– extínguense asimismo los caracteres fisiognómicos, lingüísticos. espirituales, y la concreción histórica vuelve a disolverse en el caos de las generaciones. Arios, mongoles, germanos, celtas, partos, francos, cartagineses, bereberes, bantúes. son nombres que aplicamos a muy distintas formaciones de este orden.

Sobre esta superficie describen las grandes culturas sus círculos majestuosos. Emergen de pronto, extienden a lo lejos sus magníficas curvas, debilítanse luego y desaparecen. Y el espejo del agua sigue terso, solitario, adormecido.

Una cultura nace cuando un alma grande despierta de su estado primario y se desprende del eterno infantilismo humano; cuando una forma surge de lo informe; cuando algo limitado y efímero emerge de lo ilimitado y perdurable. Florece entonces sobre el suelo de una comarca, a la cual permanece adherida como una planta. Una cultura muere, cuando ese alma ha realizado la suma de sus posibilidades, en forma de pueblos, lenguas, dogmas, artes, estados, ciencias, y torna a sumergirse en la espiritualidad primitiva. Pero su existencia vivaz, esa serie de grandes épocas, cuyo riguroso diseño señala el progresivo cumplimiento de su destino, es una lucha íntima, profunda, apasionada, por afirmar la idea contra las potencias del caos en lo exterior y contra la inconsciencia interior adonde han ido éstas a refugiarse coléricas. No sólo el artista lucha contra la resistencia de la materia y el aniquilamiento de la idea. Toda cultura se halla en una profunda relación simbólica y casi mística con la extensión, con el espacio, en el cual y por el cual quiere realizarse. Cuando el término ha sido alcanzado, cuando la idea, la muchedumbre de las posibilidades interiores se ha cumplido y realizado exteriormente, entonces, de pronto, la cultura se anquilosa y muere; su sangre se cuaja, sus fuerzas se agotan; se transforma en civilización. Esto es lo que sentirnos y comprendemos en las palabras Egipticismo, Bizantinismo, Mandarinismo. Y el cadáver gigantesco, tronco reseco y sin savia, puede permanecer erecto en el bosque siglos y siglos, alzando sus ramas muertas al cielo. Tal es el caso de China, de la India, del mundo del Islam. La civilización antigua de la época imperial se erguía gigantesca, con aparente riqueza y fuerza juvenil; pero en realidad lo que hacía era privar de aire y de luz a la joven cultura arábiga de Oriente.

Éste es el sentido de todas las decadencias en la historia –cumplimiento interior y exterior, acabamiento que inevitablemente sobreviene a toda cultura viva–. La de más limpios contornos se halla ante nuestros ojos; es la "decadencia de la antigüedad". Y ya hoy podemos rastrear claramente en nosotros y en torno a nosotros los primeros síntomas de la decadencia propia, de la "decadencia de Occidente", acontecimiento que por su transcurso y duración coincide plenamente con la decadencia de la Antigüedad y se sitúa en los primeros siglos del próximo milenio.

Toda cultura pasa por los mismos estadios que el individuo, Tiene su niñez, su juventud, su virilidad, su vejez. En el orto del románico y del gótico se manifiesta un alma joven, tímida, henchida de presentimientos. Esta niñez del alma se expresa también, y con muy parecidos tonos, en el dórico de la época homérica, en el arte cristiano primitivo, esto es, arábigoprimitivo, y en las obras del Antiguo Imperio egipcio, que comienza con la cuarta dinastía. Cuando una cultura se acerca al mediodía ele su vida, su lenguaje de formas, al fin conquistado, se hace cada vez más viril, más áspero, más continente, más saturado, más convencido y lleno del sentimiento de su propia fuerza, más claro en sus rasgos. En los comienzos, todo es aún vago, confuso, vacilante, lleno a un tiempo de anhelo y de terror pueriles. Considérese la ornamentación de las portadas en las iglesias románico–góticas de Sajonia y del sur de Francia. Piénsese en las catacumbas cristianas, en los vasos de estilo Dipylon. Pero luego, cuando ya el alma tiene conciencia de haber llegado a la plenitud de sus fuerzas plásticas, por ejemplo en la época en que comienza el Imperio Medio, en el tiempo de los Pisistrátidas, de Justiniano I, de la Contrarreforma, entonces todos los detalles de la expresión aparecen seleccionados, rigurosos, mesurados, llenos de admirable ligereza y como inevitables. Entonces surgen, por doquiera esos momentos de brillante perfección, en que se producen la cabeza de Amenemhet III (la esfinge del Hycso de Tanis), la bóveda de Santa Sofía, los cuadros del Tiziano. Luego vienen ya otras obras más tiernas, casi quebradizas, acariciadas por las suaves melancolías del otoño: la Afrodita de Cnido, las Corés del Erecteion, los arabescos de los arcos de herradura, el torreón de Dresde, Watteau, Mazan. Por último, en la senectud de la civilización incipiente extínguese el fuego del alma. La fuerza, que declina, se atreve aún, con éxito mediano –es el clasicismo que encontramos en toda cultura moribunda–, a acometer una creación magna; el alma piensa otra vez –es el romanticismo– con melancólica añoranza, en su niñez pasada, Al fin, rendida, hastiada y fría, pierde el gozo de vivir y anhela –como en la época romana alejarse de la luz milenaria y sumergirse de nuevo en la negrura mística de los estadios primitivos, en el seno materno, en la tumba.

El concepto de lo que dura la vida de un hombre, de una mariposa, de un roble o de una hierba, tiene un valor determinado, independiente de las contingencias del sino individual. Diez años son en la vida de los hombres un trecho que significa aproximadamente )0 mismo para todos; la metamorfosis de los insectos en algunos casos se verifica en un número de días exactamente prefijado. Los romanos asociaban a sus conceptos de pueritia, adolescencia, juventus, virilitas, senectus, una representación casi matemática. Lo que dura una generación ––de cualesquiera seres– tiene una significación casi mística. Estas relaciones pueden aplicarse también a las culturas, en un sentido que nadie, hasta ahora, ha sospechado. Toda cultura, toda época primitiva, todo florecimiento, toda decadencia, y cada una de sus fases y periodos necesarios, posee una duración fija, siempre la misma y que siempre se repite COI/ la insistencia de un símbolo.

¿Qué significan esos periodos de cincuenta años que en todas las culturas constituyen el ritmo del acontecer político, espiritual, artístico? ¿Qué significan esos periodos de trescientos años que duran el barroco, el jónico, las grandes matemáticas, la plástica ática, el mosaico, el contrapunto, la mecánica de Galileo? ¿Qué significa esa duración ideal de un milenio que tiene una cultura, comparada con la del individuo, "cuya vida dura unos setenta años"?

Así como las hojas, las flores, las ramas, los frutos expresan por su aspecto, forma y posición una determinada especie vegetal, así también las formaciones religiosas, científicas, políticas, económicas, expresan una cultura. Lo que para la individualidad de Goethe significan la serie de sus varias manifestaciones en el Fausto, en la teoría de los colores, en el zorro Reinecke, en el Tasso, en el Werther, en el Viaje a Italia, en el amor a Federica, en e! Diván y en las Elegías romanas, eso mismo significan, para la individualidad de la cultura antigua, las guerras médicas, la tragedia ática, la Polis, el movimiento dionisiaco, la tiranía, la columna jónica, la geometría de Euclides, la legión romana, los combates de gladiadores y el panem et circenses de la época imperial.

En este sentido, la existencia de todo individuo algo significativo reproduce, con profunda necesidad, todas las épocas de la cultura a que pertenece. En cada uno de nosotros despierta la vida interior –momento decisivo a partir de! cual sabe uno que tiene un yo– en el punto y manera en que antaño despertó el alma de la cultura toda. Cada uno de nosotros, hombres de Occidente, revive de niño, en los ensueños despiertos y en los juegos infantiles, su época gótica, su catedral, su castillo, su leyenda heroica, el Dieu le veut de las Cruzadas y el dolor del mozo Parsifal. Todos los muchachos griegos tuvieron su edad homérica y su Maratón. En el Werther, de Goethe, imagen de una juventud que todo hombre fáustico, pero ningún antiguo, conoce, resurge el tiempo del Petrarca y de los minnesinger. Cuando Goethe bosquejó su primer Fausto, era Parsifal, Cuando terminó la primera parte, era Hamlet. Sólo en la segunda parte fue ya el hombre de mundo del siglo XIX, que comprendía a Byron. La senectud misma de la Antigüedad, esos caprichosos e infecundos siglos del helenismo final, esa "segunda niñez" de una inteligencia cansada y desengañada, puede estudiarse en pequeño en más de uno de los grandes ancianos de la Antigüedad. En Las Bacantes, de Eurípides, se anticipa no poco de aquella vitalidad que luego se manifiesta en la época imperial; en el Timeo, de Platón, puede vislumbrarse algo de aquel sincretismo religioso que aparece en esa misma época imperial. Y el segundo Fausto de Goethe, como el Parsifal, de Wagner, nos indican de antemano la forma que ha de tener nuestra alma en los próximos, últimos, siglos creadores.

La biología llama homología de los órganos a su equivalencia morfológica, por oposición a la analogía de los órganos, con que designa la equivalencia funcional. Goethe ha forjado aquel concepto importantísimo y tan fecundo, que le condujo a descubrir en el hombre el os intermaxillare; Owen le ha dado una fórmula estrictamente científica. Introduzco también ese concepto en el método histórico.

Es sabido que a cada parte del cráneo humano corresponden exactamente otras partes de los vertebrados, hasta los peces; las aletas pectorales de los peces y los pies, las alas y las manos de los vertebrados terrestres son órganos homólogos, aun cuando hayan perdido hasta la más leve sombra de semejanza. Los pulmones de los vertebrados terrestres y la vejiga natatoria de los peces son homólogos; en cambio los pulmones y las branquias son análogos –con respecto a su función. Manifiéstase en estas observaciones un talento morfológico profundo, adquirido por medio de una severa educación de la mirada y que la historiografía moderna, con sus comparaciones superficiales –Cristo con Buda, Arquímedes con Galileo, César con Wallenstein, las pequeñas ciudades alemanas con las griegas–, desconoce por completo. En el curso de este libro veremos a qué inauditas perspectivas puede llegar la visión histórica, cuando se comprenda y se afine esta nueva y honda manera de concebir los fenómenos históricos. Son Formaciones homólogas, para no citar otras muchas, la plástica griega y la música instrumental de Occidente, las pirámides de la cuarta dinastía y las catedrales góticas, el budismo indio y el estoicismo romano (el budismo y el cristianismo no son ni siquiera análogos), las épocas de los "Estados luchando", en China, de los Hyrsos y de las guerras púnicas, la de Pericles y la de los Omeyas, la del Rig–Veda, la de Plotino y la de Dante. Son homólogos el movimiento dionisiaco y el Renacimiento: en cambio el movimiento dionisiaco y la Reforma son análogos. Para nosotros –Nietzsche lo ha sentido muy bien– “Wagner compendia la modernidad” Por consiguiente, tiene que haber algo correspondiente para la modernidad "antigua", Es el arte de Pérgamo.

De la homología de los fenómenos históricos se deriva un concepto completamente nuevo. Llamo correspondientes a dos hechos históricos que, cada uno en su cultura, se producen en la misma –relativa– posición y tienen, por lo tanto, una significación exactamente pareja. Ya se ha visto cómo el desarrollo de la matemática antigua y el de la occidental se verifican con entera congruencia. Hubiéramos podido citar como correspondientes a Pitágoras y Descartes, a Archytas y Laplace, a Arquímedes y Gauss. Correspóndense el nacimiento del jónico y el del barroco. Polignoto y Rembrandt, Policleto y Bach son también correspondientes. Con exacta correspondencia se presenta en todas las culturas su Reforma. su Puritanismo y, sobre todo. el momento en que la cultura pasa a ser civilización. En la Antigüedad ese momento va unido a los nombres de Filipo y Alejandro; en el Occidente, el suceso correspondiente aparece bajo la forma de la Revolución y Napoleón. Alejandría, Bagdad y Washington fueron construidas en épocas correspondientes. Correspóndense la moneda antigua y nuestra contabilidad por partida doble, la primera tiranía y la Fronda, Augusto y Chihoangti, Aníbal y la Guerra Mundial.

Todas las grandes creaciones y formas de la religión, del arte, de la política. de la sociedad, de la economía, de la ciencia, en todas las culturas, nacen, llegan a su plenitud y se extinguen en épocas correspondientes: la estructura interna de cualquiera de ellas coincide exactamente con la de todas las demás; no hay en el cuadro histórico de una cultura un solo fenómeno de honda significación fisiognómica, cuyo correlato no pueda encontrarse en las demás culturas. En una forma característica y en un punto determinado.


• De Oswald Spengler, La decadencia de Occidente, Espasa–Calpe, Madrid, 1944. páginas 166–172.




GEORGES DUBY - Leonor de Aquitania




Bajo la cúpula central de la iglesia de Fontevraud -en la Francia del siglo XII era una de las abadías de mujeres más vastas y más prestigiosas-se ven en la actualidad cuatro estatuas yacentes, vestigios de antiguos monumentos funerarios. Tres de esas estatuas están talladas en caliza blanda: la de Enrique Plantagenet, conde de Anjou y del Maine por sus antepasados paternos, duque de Normandia y rey de Inglaterra por sus antepasados maternos; la de su hijo y sucesor Ricardo Corazón de León; la de Isabel de Angulema, segunda mujer de Juan sin Tierra, hermano de Ricardo, que se convirtió en rey en 1199. La cuarta efigie, en madera pintada, representa a Leonor, heredera del duque de Aquitania, esposa de Enrique, madre de Ricardo y de Juan, que murió el 31 de marzo de 1204 en Fontevraud donde había terminado tomando el velo.
El cuerpo de esa mujer está tendido sobre la losa, de la misma forma que había estado expuesto en el lecho de parada durante la ceremonia de los funerales. Está envuelto en su totalidad en los pliegues del vestido. Un griñón encierra el rostro, cuyos rasgos son de una pureza perfecta. Los ojos están cerrados. Las manos sostienen un libro abierto. Ante este cuerpo, ante este rostro, la imaginación puede darse rienda suelta. Pero de ese cuerpo y de ese rostro cuando estaban vivos, la estatua yacente, admirable, no dice nada verdadero. Leonor había muerto hacía ya años cuando fue modelada. ¿Había visto el escultor con sus propios ojos alguna vez a la reina? De hecho, eso importaba poco: en esa época, el arte funerario no se preocupaba por el parecido. En su plena serenidad, esta figura no pretendía reproducir lo que la mirada había podido descubrir sobre el catafalco, el cuerpo, el rostro de una mujer de ochenta años que se había batido duramente contra la vida. El artista había recibido el encargo de mostrar aquello en lo que se convertirían el día de la resurrección de los muertos ese cuerpo y ese rostro en toda su plenitud. Por tanto, nadie podrá nunca medir el poder de seducción de que la heredera del ducado de Aquitania estaba investida cuando, en 1137, fue entregada a su primer marido, el rey Luis VII de Francia.
Ella tenía entonces unos trece años, él dieciséis. «Ardía con un amor ardiente por la jovencita.» Es al menos lo que cuenta, medio siglo más tarde, Guillaume de Newburgh, uno de aquellos monjes de Inglaterra que recomponían en ese momento, con gran habilidad, la serie de sucesos del tiempo pasado. Guillaume añade: «el deseo del joven capeta fue encerrado en una tupida red»; «Nada sorprendente, tan vivos eran los encantos corporales con que Leonor estaba agraciada». Lambert de Watreloos, cronista, también los juzgaba de altísima calidad. Pero ¿qué valen en realidad tales elogios? Las conveniencias obligaban a los escritores de esa época a celebrar la belleza de todas las princesas, incluso de las menos agraciadas. Además, hacia 1190, en todas las cortes Leonor era la heroína de una leyenda escandalosa. Quien tuviera que hablar de ella se hallaba inclinado de forma natural a dotar de una excepcional capacidad de embrujamiento a los atractivos que en el pasado había empleado.
Esa leyenda tiene una vida larga. Hoy todavía algunos autores de novelas históricas quedan encantados con ella y conozco incluso historiadores muy serios cuya imaginación aún inflama, extraviándola. Desde el romanticismo, Leonor ha sido representada unas veces como tierna víctima de la crueldad fría de un primer esposo, insuficiente y limitado, de un segundo esposo, brutal y voluble; otras como mujer libre, dueña de su cuerpo, que se enfrenta a los sacerdotes y desprecia la moral de los mojigatos, portaestandarte de una cultura brillante, alegre e injustamente ahogada, la de Occitania, frente al salvajismo gazmoño y la opresión del Norte, pero siempre enloqueciendo a los hombres, frívola, pulposa y burlándose de ellos. ¿No pasa en las obras más austeras por la «reina de los trovadores», por su complaciente inspiradora? ¿No toman muchos por verdad manifiesta lo que André le Chapelain dice de ella, en tono de burla, en su Tratado del amor, las sentencias ridículas que él inventa y que le atribuye? Por ejemplo, esa cuya feroz ironía tanto gustaba a los lectores entonces: «Nadie puede alegar legítimamente el estado conyugal para sustraerse al amor». Juegos del amor cortés. Poco falta para que adjudiquen a Leonor su invención. En cualquier caso, esas materias galantes se difundieron gracias a ella a través de Europa desde su Aquítania natal. A decir verdad, son excusables los juicios errados de los eruditos modernos. El recuerdo de esta mujer se deformó desde muy pronto. No hacía cincuenta años que había muerto cuando ya la biografía imaginaria de Bernard de Ventadour la convertía en amante de este grandísimo poeta. Cuando el predicador Étienne de Bourbon censura los placeres culpables que procura el tacto, poma como ejemplo a la perversa Leonor: cierto día, encontrando de su gusto las manos del viejo profesor Gilbert de la Porrée, le habría invitado a acariciarle con sus dedos las caderas. En cuanto al Ménestrel de Reims -es de sobra conocida la fuerte inclinación de este amable cuentista a fabular para agradar a sus oyentes, pero aquí utilizaba palabras de quienes, cada vez más numerosos, contaban que la reina de Francia había llegado al punto de entregar su cuerpo a los sarracenos durante la cruzada-, le prestaba un idilio con el más ilustre de esos infieles, con Saladino. Dice el Ménestrel de Reims que se disponía a escapar con él, y que ya tenía puesto un pie en el barco cuando su marido, Luis VII, consiguió pescarla. No sólo veleidosa, por entregar su cuerpo de bautizada al infiel. Traidora no sólo a su marido sino a Dios. El colmo de la desvergüenza.
En el siglo XlII se inventaban esas fantasías a partir de los chismes que se habían divulgado, en vida, a propósito de la reina que iba envejeciendo. Algunos fueron recogidos en nueve de las obras históricas compuestas entre 1180 y los años 1200 que han llegado hasta nosotros y que nos suministran poco más o menos cuanto se sabe de ella. Cinco tienen por autores a ingleses, porque era en Inglaterra donde entonces se escribía la buena historia. Todas son obra de gentes de Iglesia, monjes o canónigos, y todas presentan a Leonor bajo una luz desfavorable. y ello por cuatro razones. La primera, fundamental, es que se trata de una mujer. Para esos hombres, la mujer es una criatura esencialmente mala por quien penetra el pecado en el mundo, con todo el desorden que en él se ve. Segunda razón: la Duquesa de Aquitania tenía por abuelo al famoso Guillermo IX. Este príncipe, de quien la tradición ha hecho el más antiguo de los trovadores, también había excitado en su tiempo la imaginación de los cronistas. Éstos denunciaron el poco caso que hacía de la moral eclesiástica, la libertad de sus costumbres y su excesiva propensión a la frivolidad, evocando esa especie de harén donde, como parodia de ' un monasterio de monjas, había mantenido para placer propio a una compañía de hermosas doncellas, Por último, y sobre todo, había otros dos hechos que condenaban a Leonor. En dos ocasiones, liberándose de la sumisión que las jerarquías instituidas por la voluntad divina imponen a las esposas, había cometido faltas graves. La primera vez, pidiendo y obteniendo el divorcio. La segunda, sacudiendo la tutela de su marido y levantando contra él a sus hijos.
El divorcio, seguido inmediatamente por un nuevo matrimonio, fue en 1152 el gran asunto europeo. Cuando llega en su crónica a esa fecha, el monje cisterciense Aubry des Trois Fontaines relata en ese año este único acontecimiento. De forma lacónica, y por tanto con mayor fuerza: Enrique de Inglaterra toma por esposa a aquella de la que el rey de Francia acababa de librarse, escribe: «Luis la había dejado, a causa de la incontinencia de esa mujer, que no se comportaba como una reina, sino más bien como una puta». Tales traslados de esposas del lecho de un marido al de otro no dejaban de producirse frecuentemente entre la alta aristocracia. Que éste haya tenido tal resonancia es fácil de explicar. En la Europa cuya unidad se identificaba entonces a la de la cristiandad latina y que, por consiguiente, el papa pretendía dirigir, movilizar para la cruzada y, por ello, mantener en paz preservando el equilibrio entre los Estados, esos Estados empezaban a reforzarse aprovechando el vivísimo impulso de crecimiento que arrastraba entonces a Occidente. Tal era el caso de los dos grandes principados rivales, aquellos cuyos amos eran el rey de Francia y el rey de Inglaterra. No obstante, en el seno de estructuras políticas todavía muy borrosas, el destino de esas formaciones políticas dependía en grandísima medida de las devoluciones sucesorias y de las alianzas, es decir del matrimonio del heredero. Y Leonor era heredera de un tercer Estado, cierto que de menor envergadura, aunque considerable, la Aquitania, una provincia extendida entre Poitiers y Burdeos, con vistas sobre Toulouse. Al cambiar de marido, Leonor se llevaba consigo sus derechos sobre el ducado. Por otro lado, a mediados del siglo XlI la Iglesia acababa de hacer del matrimonio uno de los siete sacramentos, a fin de asegurarse su control. Imponía al mismo tiempo no romper nunca la unión conyugal y, de forma contradictoria, romperla inmediatamente en caso de incesto, es decir, si resultaba que los cónyuges eran parientes más acá del séptimo grado. En la aristocracia, lo eran todos. Lo cual permitía a la autoridad eclesiástica, y de hecho al papa cuando se trataba del matrimonio de reyes, intervenir a capricho para atar o desatar y convertirse de este modo en dueño del gran juego político.
Muy a destiempo, el Ménestrel de Reims relata de esta forma lo que decidió el divorcio. Cuenta que Luis VII «tomó consejo de todos sus barones sobre lo que haría de la reina y les expuso cómo se había comportado la mujer». «A fe, le dijeron los barones, que el mejor consejo que os damos es que la dejéis marcharse, porque es un diablo, y si la conserváis durante más tiempo, creemos que os hará morir. y por encima de todo, no tenéis hijo de ella.» Diabolismo, esterilidad: en verdad que eran dos faltas mayores, y el marido tomando la iniciativa.
Sin embargo, Juan de Salisbury, representante del renacimiento humanista del siglo XII, lúcido y perfectamente informado, es testigo mejor. Escribía mucho antes, sólo ocho años después del acontecimiento, en 1160. En 1149 se había encontrado junto al papa Eugenio III cuando éste acogió a Luis VII y a su mujer en Frascati, porque Roma estaba entonces en manos de Arnaud de Brescia, otro intelectual de primera magnitud, pero contestatario. La pareja volvía de Oriente. El rey de Francia, que había dirigido la segunda cruzada, se había llevado consigo a Leonor. Tras el fracaso de la expedición y las dificultades consiguientes para los asentamientos latinos en Tierra Santa, las gentes de Iglesia se preguntaban por las causas de tales sinsabores y pretendían que derivaban precisamente de allí: «Preso de una pasión vehemente por su esposa», dice Guillaume de Newburgh (y para explicarlo insiste en los atractivos físicos de la reina), Luis VII, celoso, «consideró que no debía dejarla detrás de él, y que convenía que la reina le acompañase al combate». Daba mal ejemplo. «Muchos nobles le imitaron, y como las damas no podían prescindir de azafatas de compañía», el ejército de Cristo, que hubiera debido presentar la imagen de la castidad civil, se llenó de mujeres, y por tanto invadido de liviandades. Dios se irritó por ello.
De hecho, en el transcurso del viaje las cosas habían ido a peor. En Antioquía, en marzo de 1148, Leonor había encontrado a Raimundo, hermano de su padre y amo de la ciudad. El tío y la sobrina se entendieron bien, demasiado bien incluso a ojos del marido, que se inquietó y precipitó la salida hacia Jerusalén. Leonor se negó a seguirle. Se la llevó a la fuerza. Si creemos a Guillaume, arzobispo de Tiro, que redactaba su obra histórica, bien es verdad, treinta años más tarde, en un momento en que la leyenda estaba en pleno florecimiento, pero, no lo olvidemos, con la reina aún viva, y que además era el mejor situado para recoger los ecos del caso, las relaciones entre Raimundo y Leonor habrían llegado muy lejos. Para retener al rey o utilizar su ejército para su propia política, el príncipe de Antioquía habría proyectado robarle, «mediante la violencia o mediante la intriga», a su mujer. Según el historiador, ésta se mostraba conforme. En efecto, dice Guillaume, «ella era una de esas locas mujeres; de conducta imprudente, como ya se había visto y como debía verse más tarde por su comportamiento, se burló, contra la dignidad real, de la ley del matrimonio y no respetó el lecho conyugal», Aquí se expresa con menos crudeza la acusación lanzada por Aubry des Trois Fontaines: Leonor carecía de' esa contención que tan bien sienta a las esposas, sobre todo a las esposas de los reyes, y que contrarresta su inclinación natural a la lujuria.
En cuanto a Juan de Salisbury, habla únicamente de una falta, aunque ampliamente suficiente, la rebelión. Resistiéndose a su marido, es decir a su amo, Leonor exigió en Antioquía separarse de él. Reivindicación evidentemente intolerable: si comúnmente se admitía que un hombre repudiase a su mujer de la misma forma que se desembarazaba de un mal servidor, la inversa parecía escandaloso. Para divorciarse, la reina invocaba el mejor de los pretextos, la consanguinidad. Declaraba que ella y él eran parientes en cuarto grado, cosa cierta, y que, hundidos en el pecado, evidentemente no podían seguir más tiempo juntos. Revelación extraña en verdad: durante los once años que llevaban casados nadie había dicho nada sobre ese parentesco, claro como la luz del día. Luis era piadoso, se sintió turbado y, «aunque amase a la reina con un amor inmoderado», se disponía a dejarla irse. Uno de sus consejeros, al que Leonor no amaba y que no la amaba, habría frenado su resolución con el siguiente argumento: «[Qué oprobio para el reino de Francia si se llegase a saber que el rey se había dejado robar la mujer o que ella le había abandonado!», Desde París, el abate Suger, el mentor de Luis VII, daba el mismo consejo: frenar el rencor y aguantar en espera del final del viaje.
Los dos cónyuges vivían en medio de sus desavenencias cuando, de regreso de la peregrinación de Jerusalén, fueron recibidos por el papa. Este se esforzó por reconciliarlos. Sacaba provecho de ese intento. Por un lado, manifestaba públicamente su poder de control sobre la institución matrimonial. Por otro temía las revueltas políticas que tal divorcio podía provocar. Los esposos comparecieron ante él -y aquí podemos seguir a Juan de Salisbury que se hallaba presente. El rey quedó encantado, dominado como estaba por una pasión que Juan de Salisbury califica de «pueril», por ese deseo que se debe dominar cuando uno es hombre, un hombre de verdad, y particularmente cuando uno es rey. El papa Eugenio III llegó incluso a casar de nuevo a los cónyuges, respetando escrupulosamente las formas, renovando todos los ritos requeridos, en primer lugar el compromiso mutuo, expresado de viva voz y por escrito; y luego la conducción solemne hacia el lecho nupcial suntuosamente adornado; en ese lugar el papa desempeñó el papel del padre, cuidando que todo sucediese como era preciso. Para terminar prohibió solemnemente que aquella unión se disolviese nunca y que nunca se volviese a hablar de consanguinidad.
Menos de tres años después volvió a hablarse del asunto y, también en esta ocasión, para justificar el divorcio. Fue en Beaugency, cerca de Orléans, ante una gran asamblea de prelados. Comparecieron testigos que juraron, cosa nada dudosa por otra parte, que Luis y Leonor eran de la misma sangre. El matrimonio era por tanto incestuoso. Por consiguiente, no era un matrimonio. El vínculo ni siquiera se había roto: no existía. Nadie tuvo en cuenta la prohibición pontificia. El rey se había resignado a seguir el consejo de sus vasallos, aquel consejo que refiere el Ménestrel de Reims a quien en este punto se puede sin duda dar crédito. En ese lapso de tiempo, ¿había sobrepasado Leonor los límites? ¿Se había portado como una golfa durante la visita a París, el año anterior, de los Plantagenet, padre e hijo? Estoy convencido de que la razón principal fue que la reina era estéril. No lo era, a decir verdad, del todo, y de haber habido esterilidad no era culpa suya, como permite pensarlo la exuberante fecundidad de que dio muestras en brazos de un nuevo marido. Pero, en quince años de conyugalidad, Leonor no había tenido más que dos hijas, y de forma casi milagrosa. La primera había nacido, tras un aborto y siete años de vana espera, después de un diálogo en la basílica de Saint-Denis. Leonor se había quejado a Bernardo de Claraval de los rigores de Dios que la impedía concebir. El santo le había prometido que sería fecunda si conseguía que el rey Luis se pusiera de acuerdo con el conde de Champaña y acabara una guerra que por otra parte tal vez ella misma había encendido. La segunda hija había nacido sólo dieciocho meses antes del concilio de Beaugency, gracias a la reconciliación de Frascati, de la nueva noche de bodas y de las abundantes bendiciones pontificias. Pero urgía que el rey de Francia tuviera un heredero varón. Aquella mujer parecía poco capaz para procurárselo. Fue rechazada, a pesar de sus encantos, y a pesar de la Aquitania, la hermosa provincia que Leonor había aportado al casarse y que se llevaba consigo al abandonar la corte inmediatamente después de la anulación.
Leonor volvía en 1152 a lo que había sido con trece años, un partido magnífico, un regalo para el pretendiente que lograse conquistarla. Muchos la acechaban. Dos estuvieron a punto de apresarla durante el corto viaje que la llevó de Orléans a Poitiers. Leonor consiguió huir de Blois, de noche, antes de que el señor de la villa, el conde Tibaldo, lograse hacerla su mujer por la fuerza; luego, siguiendo los avisos de sus ángeles guardianes, evitó pasar por donde la esperaba una emboscada del hermano de Enrique Plantagenet. Y terminó cayendo en los brazos de este último. Gervay de Canterbury sugiere que Leonor había preparado su golpe; afirma que Leonor dio a entender con un mensajero secreto al duque de Normandía que estaba disponible. Enrique, «seducido por la calidad de la sangre de aquella mujer pero más todavía por los dominios que de ella dependían», acudió corriendo. El 18 de mayo se casaba con ella en Poitiers. A pesar de los obstáculos. No me refiero ni a la diferencia de edad (Enrique tenía diecinueve años, Leonor, con veintinueve, había entrado hacía tiempo en lo que la época consideraba como la edad madura), ni de la consanguinidad, tan patente y tan estrecha como en la unión anterior; me refiero a la sospecha de esterilidad que pesaba sobre la exreina de Francia y, sobre todo, de la prohibición que había lanzado sobre ella, dirigiéndose a su hijo, el padre de Enrique, Godofredo Plantagenet, senescal del reino. No la toques, le habría dicho, por dos razones: «Es la mujer de tu señor, y además tu padre ya la ha conocido». En efecto, en la época se consideraba indecente, y más culpable que la transgresión del incesto tal como lo concebía la Iglesia, acostarse con la compañera de su señor. En cuanto a compartir con su padre una compañera sexual, se trata de incesto «del segundo tipo», del que Francois Héritier ha demostrado que es «primordial» y, por este motivo, estaba estrictamente condenado en todas las sociedades. Son de nuevo dos historiadores, cierto que tardíos y charlatanes, Gauthier Map y Giraud el Cámbrico, quienes recuerdan que Godofredo, como dice uno de ellos, «había cogido su parte de lo que había en la cama de Luis». Este doble testimonio vuelve creíble el hecho y confirma que Leonor no era de las más feroces.
Evidentemente, en las reuniones cortesanas se habían deleitado con esta aventura y todos los que envidiaban y temían al rey de Francia, o simplemente aquellos a los que les gustaba reírse, se burlaron de él. En este hecho se encuentra el fundamento de la leyenda, y los escritores que en los monasterios y en las bibliotecas catedralicias se afanaban por rememorar lo que había pasado en su época se entretuvieron recogiendo esos chismes cuando, diez años después del concilio de Beaugency, Leonor resultó de nuevo rebelde. La exreina de Francia se alzó contra su segundo marido.
Tema cincuenta años. Infecunda ya y con unos encantos verosímilmente menos resplandecientes, no era de utilidad para su hombre. Entraba en esa etapa de la existencia en que las mujeres, en el siglo XII, cuando habían sobrevivido a partos ininterrumpidos, se habían desembarazado la mayoría de las veces de su esposo; en que, disponiendo de la pensión que habían recibido durante el matrimonio, respetadas por regla general por sus hijos, sobre todo por su hijo mayor, tienen por primera vez en su vida verdadero poder y lo disfrutan. Leonor no disponía de semejante libertad. Enrique todavía estaba vivo. Sin apenas sentarse en casa, galopando siempre de un confín a otro de las inmensas posesiones que por el azar de las herencias había reunido en sus manos, de Irlanda a Quercy, de Cherburgo a las fronteras de Escocia, el rey de Inglaterra, duque de Normandía, conde de Anjou y duque de Aquitania en nombre de Leonor, nunca se había preocupado mucho de ella. Algunas veces la había arrastrado consigo a uno y otro lado del Canal de la Mancha cuando tema interés en mostrarla a su lado. La había embarazado aquí y allá, deprisa y corriendo. Ahora, la abandonaba completamente, divirtiéndose con otras mujeres. Pero seguía estando vivo.
Para sacar partido de las posibilidades que le quedaban, Leonor se apoyó en sus hijos, y especialmente en uno de ellos, Ricardo. El mayor, Guillermo, había muerto en la infancia. En 1170, hostigado por los dos siguientes que crecían y reclamaban con impaciencia una parte de poder, Enrique había tenido que ceder. Había asociado al trono a Enrique, de quince años. A Ricardo, de trece, le había concedido la herencia de su madre, la Aquitania. Leonor, naturalmente, se mantuvo detrás del adolescente, creyendo que, actuando en su nombre, podría convertirse por fin en dueña de su patrimonio ancestral. En la primavera de 1173 fue más lejos. Apoyó la revuelta de aquellos dos muchachos insaciables y de su hijo menor. Las rebeliones de este tipo que enfrentaban a los hijos con el padre que tardaba en morir eran frecuentes en esa época, pero rara vez se veía que la madre de los revoltosos tomase partido por ellos y traicionase a su marido. Así pues, la actitud de Leonor resultó escandalosa. Parecía infringir por segunda vez las normas fundamentales de la conyugalidad. Es lo que le hizo saber el arzobispo de Ruán: «La esposa, dice, es culpable cuando se aparta de su marido, cuando no respeta fielmente el pacto de alianza [...) Todos nosotros deploramos que te separes así de tu marido. Porque el cuerpo se aleja del cuerpo, el miembro no sirve ya a la cabeza y, cosa que sobrepasa todo límite, permites que las entrañas del señor rey y las tuyas se rebelen contra su padre [...J Vuelve a tu hombre, en caso contrario, de conformidad con el derecho canónigo, te forzaremos a volver a él.» Todos los señores de Europa habrían podido pronunciar una salida de tono como ésa. Todos estaban convencidos de que, como afirmaba el prelado, «el hombre es el jefe de la mujer, de que la mujer ha sido sacada del hombre, de que está unida al hombre y sometida al poder del hombre».
Enrique consiguió acabar con la sublevación. En noviembre, Leonor estaba en sus manos, capturada cuando, vestida con ropa de hombre -otra falta grave a la ley-, intentaba refugiarse junto a su antiguo marido el rey de Francia. La encerró en el castillo de Chinon. Dicen algunos que pensó en repudiarla, tomando por pretexto, una vez más, la consanguinidad. Pero sabía por experiencia que el riesgo era grande. Prefirió mantenerla prisionera en tal o cual fortaleza hasta la víspera de su muerte en 1189. Durante todos esos años se habló mucho de ella, no para honrarla, como hacen los soñadores de hoy, ni para celebrar sus virtudes, ni para convertirla en la primera heroína del combate feminista o de la independencia occitana, sino, por el contrario, para denunciar su maldad. Se habló de ella en todas partes, recordando su aventura capeta, porque sus gestos ponían de relieve los poderes terroríficos de que estaba dotada por naturaleza la mujer, lujuriosa y traidora. Demostraban que el demonio se sirve de ella para sembrar la turbulencia y el pecado, lo cual hace evidentemente indispensable mantener a las hijas bajo el estrecho control de los padres, a las esposas bajo el de los maridos, y enclaustrar a las viudas en un monasterio. En Fontevraud, por ejemplo. A finales del siglo XII, todos los hombres que conocían el comportamiento de la duquesa de Aquitania veían en ella la representación ejemplar de lo que al mismo tiempo les tentaba y les inquietaba en la feminidad.
De hecho, el destino de Leonor apenas difiere del destino de las mujeres de alta alcurnia a quienes el azar, privándolas de un hermano, había convertido en herederas de un señorío. Las esperanzas de poder de que eran portadoras atizaban la codicia. Los candidatos al matrimonio se las disputaban, rivalizando por establecerse en su casa y explotar su patrimonio hasta la mayoría de edad de los hijos que les darían. Por eso se casaban y se volvían a casar sin tregua durante el tiempo en que eran capaces de dar a luz. Este destino sólo tiene de excepcional dos accidentes, el divorcio y la rebelión, acontecimientos cuyo interés mayor es haber suscitado, por ser esta mujer reina y haberse metido en la alta política, el abanico de comentarios escritos a través de los cuales descubre un poco el historiador qué era la condición femenina en esa época, dato que, por regla general, escapa a su investigación. Sabemos muy pocas cosas sobre Leonor: no contamos con retrato alguno, tenemos nueve testimonios de cierta abundancia, ya lo he dicho, ni uno más, que sin embargo resultan brevísimos, y no obstante sabemos de ella mucho más que de la mayoría de las mujeres de su tiempo.
Como todas las chicas, a los trece años Leonor acababa de alcanzar la edad de casarse, y su padre eligió a un hombre al que ella nunca había visto y a quien fue dada. Este fue a recogerla a la casa paterna. Se la llevó a la suya tras las nupcias y, como era habitual en las familias piadosas, el matrimonio no fue consumado durante el trayecto, sino tras un respiro devoto de tres días. Como todas las esposas, Leonor vivió en la ansiedad de ver prolongarse su esterilidad. Al igual que muchas fue despedida porque se había esperado demasiado tiempo que un hijo varón saliese de su vientre. Como procedía de una provincia lejana, como su lenguaje y algunos de sus modales resultaban sorprendentes, fue mirada como intrusa por la parentela de su marido, y sin cesar espiada y calumniada. Es cierto que en Antioquía su tío Raimundo hizo de ella su juguete si no sexual al menos político. Era el único varón del linaje. Por tanto tenía sobre ella el poder de un padre. Podemos creer que la impulsó a reclamar la separación por razones de parentesco con la intención de volver a casarse con ella, en función de sus propios intereses. En la promiscuidad pululante de las grandes casas nobles, no faltaban damas que sucumbían a los asaltos del senescal de su esposo. En cualquier caso, los escritores domésticos siempre dedicaban sus obras a todas, para agradar al mando, las enaltecían con elogios zalameros sin por ello ser sus amantes. Las damas iban de parto en parto. Es lo que le ocurrió a Leonor cuando entró en el lecho del Plantagenet. A Luis VII no le había dado más que dos hijas, a Enrique le dio otras tres y cinco varones. Entre los años veintinueve y treinta y cuatro de su edad, fecundada cada doce meses dio a luz cinco hijos. La cadencia mengua después. En 1165, Leonor dio a luz el último de sus hijos que el historiador conoce, porque lograron sobrevivir y, salvo uno, no murieron antes de la pubertad. Era el décimo. En dos decenios. Tenía cuarenta y un años. Sus capacidades de reproducción, como las de todas las damas de su mundo, habían sido explotadas a fondo. Como éstas, tras la menopausia, ocupó su puesto de matrona, utilizando su ascendiente sobre sus hijos, tiranizando a sus nueras, dejando que sus intendentes administraran su pensión matrimonial, maquinando el matrimonio de sus nietas -entre otras, el de Blanca de Castilla, que en el siglo siguiente sería otra suegra insoportable. Como todas las viudas de su rango, terminó retirándose para consagrarse a un tercer esposo, éste celestial, al monasterio que su familia y ella misma durante su vida lo mismo que después de su divorcio habían colmado de favores, para purgar sus faltas. Era Fontevraud. Guillermo el Trovador, su abuelo, se había burlado abundantemente de ese monasterio, pero ya anciano también le había otorgado limosnas. Enrique ya estaba sepultado en aquella tierra. Y hasta ella había conducido Leonor los despojos de Ricardo. En ella descansa Leonor, en espera del Juicio Final.

*

Lo que muchos pensaban realmente de ella en Inglaterra aparece en la forma en que los cronistas interpretaron la muerte trágica del rey Enrique II, en julio de 1189. ¿Cómo había podido Dios dejar morir a un soberano tan poderoso, traicionado por todos sus hijos legítimos, dejarle ir a la tumba desnudo, despojado de todo por sus servidores, aceptar que fuese sepultado en la abadía de Fontevraud que él no había elegido por tumba, a la que, cierto, también había enriquecido con donaciones, pero porque deseaba con todo su corazón que Leonor tomase el velo de ese monasterio para que dejase de molestarle? Es que Dios, dice Giraud el Cámbrico en el libro que escribió «para instrucción de los príncipes», tal vez estaba castigando al asesino de Thomas Becket y al descendiente del hada Melusina, hija de Satán. Con toda seguridad Dios castigaba en él la falta de su esposa. Yen primer lugar su bigamia. Leonor era bígama de forma irrefutable, eso nadie lo dudaba, y doblemente incestuosa. Prima del Plantagenet en el mismo grado que del Capeta, sus dos matrimonios eran culpables. Enrique había colaborado en esa culpa. Dios se vengaba en él.
Pero le castigaba sobre todo por el incesto «del segundo tipo», aquel pecado gravísimo que había cometido bajo el hechizo funesto de Leonor, instrumento del diablo.
En cuanto a la imagen que algunos, y sin duda muchos, se hacían de la Duquesa de Aquitania en las cortes del Norte de Francia, descubrimos sus rasgos en la larga y sabrosa chanson cuyo deslumbrante éxito verán los últimos años del siglo XII: el Roman de Renard. Al escuchar las desgracias de Ysengrin, ¿quién no pensaba en las desazones conyugales que el rey Luis había sufrido en Antioquía y que todavía treinta años después provocaban burlas en todas partes, riéndose del marido «tan celoso que creía ser cornudo todos los días», y cuyo error había sido mostrar su desgracia a plena luz, haber «repudiado a su esposa» sin vergüenza, cuando «de este tipo de asuntos, no se debe hablar»? A lo largo de ese relato chispeante y burlón, ¿quién podía dejar de pensar en la propia Leonor al aludir a esas tres mujeres, a esas tres damas, Ermeline, Fiere y Hersent, a las que Renard, «gran fornicador», alegremente «pisó la vendimia»? Ermeline, que cuando cree haberse desembarazado de su hombre, se marcha, «besando apasionadamente», «abrazando con amor» a aquel al que pretende convertir en su nuevo esposo, en su nuevo señor, el mozalbete al que ha elegido porque ya sabe que «hace muy suavemente la cosa». A propósito de la reina, la mujer del león, Madame Fiere la orgullosa, de la que Renard se apoderó por la noche cuando, muy enfadada contra su marido, ella dormía aparte, ¿quién no recordaba la buena fortuna de Godofredo Plantagenet, de visita en la corte de Francia? Despreciando las opiniones de los prudentes («Dios te guarde del deshonor»), ¿no se mostraba inclinada también Leonor a dar su anillo a los muchachos con la esperanza de que pronto vendrían, «por el amor» prometido por esa prenda, a «hablarle en privado y sin gran ruido»? Y el poeta, explotando el amplio eco del escándalo, ¿no se las ingenió para que sus oyentes reconociesen a la reina Leonor bajo los rasgos de Hersent la adúltera, Hersent la provocadora, la zalamera, reprochando a los galanes desde su lecho de parturienta temer demasiado la cólera del marido, no visitarla tanto como a ella le gustaría en su cuarto, y, complaciente, entregándose de buena gana a todos los placeres del juego? Hersent, para quien ese juego es la razón de vivir y que abandona a Ysengrin, su hombre, cuando éste demuestra que ya no lo es: «Si ya no puede hacer la cosa, ¿qué estoy haciendo con él»? ¿,Hersent, la «puta» que, «teniendo un marido, toma otro»? Bígama.
Quien en esa época oía hablar de Leonor pensaba en el sexo. El sexo, tema principal del Renard en lo más chispeante de su crítica social. Leonor-Ermeline, Leonor-Fiere, Leonor-Hersent, esa mujer es la encarnación de la lujuria, de la «corrida». Sólo piensa en eso, y en el fondo los hombres están de acuerdo con ella porque para ellos la mujer es un juguete, más atrayente desde el momento en que está devorada de deseo. Lo importante: que ella respete las reglas del juego bajo las que se enmascara el sexo. Que todo ocurra de forma discreta, sin escándalo, sin violencia. Y sin quejas. Al que se condena es a Luis VII: incapaz de apagar los ardores de su compañera, tuvo el mal gusto de mostrarse celoso. En cuanto a Renard, se le perdona, porque Renard ama y por su experiencia en amor. En el amor cortés, evidentemente. Si la dama responde a sus avances y acepta su «amor», los hombres tienen derecho a perseguirla y a tomarla. Leonor era una buena excusa. Su supuesta conducta justificaba todos los excesos y que uno se divirtiese libremente a despecho del matrimonio. Por eso sin duda André le Chapelain la mete en su Tratado, también en tono burlesco, sentándola en el centro de una corte de amor, como legisladora imaginaria y risible de los preceptos de la cortesía. Por desgracia, tales facecias, igual que los elogios ampulosos de los trovadores, se tomaron y se siguen tomando hoy día en serio. ¿Celebrar las virtudes de Leonor? ¿Reírse o indignarse por sus faltas? Por lo que a mí se refiere, me inclinaría más bien a compadecerla.

Traducción de Mauro Armiño
© Editions Gallimard, 1995 © Ed. cast.: Alianza Editorial, S. A. Madrid, 1996

Georges Duby (París, 1919 -Aix-en-Provence, 1996) historiador francés, especialista en la Edad Media. Particularmente en los siglos X, XI y XII de la Europa occidental, Duby estuvo asociado con la Escuela de los Annales, fundada en 1929 por Marc Bloch y Lucien Febvre, que promulgaban la Nueva Historia, con énfasis en los procesos de larga duración, sociales y económicos, y que tuvo luego como máximo exponente a Fernand Braudel.



GIORGIO AGAMBEN - ¿Qué es lo contemporáneo?



La pregunta que quisiera apuntar al comienzo de este [texto] es: “¿De quién y de qué somos contemporáneos? Y, ante todo, ¿qué significa ser contemporáneos?” Una primera y provisoria indicación para orientar nuestra búsqueda hacia una respuesta nos llega de Nietzsche. Justamente en uno de sus cursos en el Collège de France, Roland Barthes la resume de esta manera: “Lo contemporáneo es lo intempestivo”. En 1874, Friedrich Nietzsche, un joven filósofo que había trabajado hasta ese momento con textos griegos y dos años antes había alcanzado una inesperada fama con El nacimiento de la tragedia, publica las Unzeitgemässe Betrachtungen, las “Consideraciones intempestivas”, con las que quiere hacer las cuentas con su tiempo, tomar posición con respecto al presente. “Esta consideración es intempestiva”, así se lee al principio de la segunda “Consideración”, pues trata de “entender como un mal, un inconveniente y un defecto algo de lo que la época está orgullosa, es decir, su cultura histórica, pues yo pienso que todos somos devorados por la fiebre de la historia pero por lo menos tendríamos que darnos cuenta”. Nietzsche coloca su pretensión de “actualidad”, “su contemporaneidad” con respecto al presente, dentro de una falta de conexión, en un desfase. Pertenece verdaderamente a su tiempo, es realmente contemporáneo aquel que no coincide perfectamente con él ni se adapta a sus pretensiones, y es por ello, en este sentido, no actual; pero, justamente por ello, justamente a través de esta diferencia y de este anacronismo, él es capaz más que los demás de percibir y entender su tiempo.

Esta falta de coincidencia, este intervalo no significa, obviamente, que contemporáneo sea aquel que vive en otro tiempo, un nostálgico que está mejor en la Atenas de Pericles o en el París de Robespierre y del marqués de Sade que en la ciudad o en el tiempo en el que le tocó vivir. Un hombre inteligente puede odiar su tiempo, pero de todas maneras sabe que pertenece a él irrevocablemente, sabe que no puede huir a su tiempo.

La contemporaneidad es esa relación singular con el propio tiempo, que se adhiere a él pero, a la vez, toma distancia de éste; más específicamente, ella es esa relación con el tiempo que se adhiere a él a través de un desfase y un anacronismo. Aquellos que coinciden completamente con la época, que concuerdan en cualquier punto con ella, no son contemporáneos pues, justamente por ello, no logran verla, no pueden mantener fija la mirada sobre ella.

• • •

En 1923, Osip Mandelštam escribe una poesía que titula “El siglo” (aunque la palabra rusa vek significa también “época”). Ella contiene no una reflexión sobre el siglo, sino sobre la relación entre el poeta y su tiempo, es decir, sobre la contemporaneidad. No el “siglo”, sino, según las palabras que abren el primer verso, “mi siglo” (vek moi):

Siglo mío, mi bestia, ¿quién podrá/ mirarte a los ojos/ y unir con su sangre/ las vértebras de dos siglos?

El poeta, quien tenía que pagar su contemporaneidad con la vida, es aquel que debe tener fija la mirada en los ojos de su siglo-bestia, unir con su sangre la espalda despedazada de su tiempo. Los dos siglos, los dos tiempos no son solamente, como fue sugerido, el siglo XIX y el XX, sino también, y ante todo el tiempo de la vida del individuo (recuerden que la palabra latina “saeculum” significa en sus orígenes el tiempo de la vida) y el tiempo histórico colectivo, que llamamos, en este caso, el siglo XX, cuya espalda —aprendemos en la última estrofa de la poesía— está despedazada. El poeta, en cuanto contemporáneo, representa esta fractura, es lo que impide al tiempo formarse y, a la vez, la sangre que debe suturar la ruptura. El paralelismo entre el tiempo —y las vértebras— de la criatura y el tiempo —y las vértebras— del siglo constituye uno de los temas esenciales de la poesía:

Hasta que vive la criatura/ debe llevar sus propias vértebras,/ los flujos bromean/ con la invisible columna vertebral./ Como tierno, infantil cartílago/ es el siglo neonato de la tierra.

El otro gran tema —también éste, como el anterior, una imagen de la contemporaneidad— es el de las vértebras despedazadas del siglo y de su unión, que es obra del individuo (en este caso, del poeta):

Para liberar al siglo de las cadenas/ para dar inicio al nuevo mundo/ se necesita reunir con la flauta/ las rodillas nudosas de los días.

Se puede probar con la siguiente estrofa, la que cierra el poema, que se trata de una labor irrealizable —o, incluso paradójica—. No sólo la época-bestia tiene las vértebras despedazadas, sino también vek, el siglo que apenas nació, con un gesto imposible para quien tiene la espalda rota, quiere voltearse hacia atrás, contemplar las propias huellas y, de este modo, muestra su rostro demente:

Pero está despedazada tu columna/ mi estupendo y pobre siglo./ Con una sonrisa insensata/ como un bestia alguna vez flexible/ te volteas hacia atrás, débil y cruel/ a contemplar tus huellas.

• • •

El poeta —el contemporáneo— debe tener fija la mirada en su tiempo. ¿Pero qué es lo que ve quien observa su tiempo, la sonrisa demente de su siglo? En este punto quisiera proponerles una segunda definición de la contemporaneidad: contemporáneo es aquel que tiene la mirada fija en su tiempo, para percibir no la luz sino la oscuridad. Todos los tiempos son, para quien experimenta la contemporaneidad, oscuros. Contemporáneo es, justamente, aquel que sabe ver esta oscuridad, y que es capaz de escribir mojando la pluma en las tinieblas del presente. ¿Pero qué significa “ver las tinieblas”, “percibir la oscuridad”?

Una primera respuesta nos la sugiere la neurofisiología de la visión. ¿Qué nos pasa cuando nos encontramos en un ambiente en el que no hay luz, o cuando cerramos los ojos? ¿Qué es la oscuridad que vemos en ese momento? Los neurofisiólogos nos dicen que la ausencia de luz desinhibe una serie de células periféricas de la retina, llamadas justamente off-cells, que entran en actividad y producen esa particular especie de visión que llamamos oscuridad. Por lo tanto, la oscuridad no es un concepto exclusivo, la simple ausencia de luz, algo como una no-visión, sino el resultado de la actividad de las off-cells, un producto de nuestra retina. Esto significa, si regresamos ahora a nuestra tesis sobre la oscuridad de la contemporaneidad, que percibir esta oscuridad no es una forma de inercia o de pasividad, sino implica una actividad y una habilidad particular, que, en nuestro caso, corresponden a neutralizar las luces que provienen de la época para descubrir sus tinieblas, su oscuridad especial, que, sin embargo, no se puede separar de esas luces.

Puede decirse contemporáneo sólo aquel que no se deja cegar por las luces del siglo y que logra distinguir en ellas la parte de la sombra, su íntima oscuridad. Sin embargo, con todo ello, no hemos logrado todavía responder a nuestra pregunta. ¿Por qué el lograr percibir las tinieblas que provienen de la época tendría que interesarnos? ¿No es quizá la oscuridad una experiencia anónima y por definición impenetrable, algo que no está dirigido a nosotros y que no puede, por eso mismo, correspondernos? Al contrario, el contemporáneo es aquel que percibe la oscuridad de su tiempo como algo que le corresponde y no deja de interpelarlo, algo que, más que otra luz se dirige directa y especialmente a él. Contemporáneo es aquel que recibe en pleno rostro el haz de tinieblas que proviene de su tiempo.

• • •

En el firmamento que observamos en la noche, las estrellas resplandecen rodeadas por una espesa oscuridad. Dado que en el universo hay un número infinito de galaxias y de cuerpos luminosos, la oscuridad que vemos en el cielo es algo que, según los expertos, necesita de una explicación. Es justamente de la explicación que la astrofísica contemporánea da de esta oscuridad de lo que quisiera hablarles en este momento. En el universo en expansión, las galaxias más remotas se alejan de nosotros a una velocidad tan fuerte que su luz no logra alcanzarnos. Lo que percibimos como la oscuridad del cielo, es esta luz que viaja a una gran velocidad hacia nosotros y, sin embargo, no puede alcanzarnos pues las galaxias de las que proviene se alejan a una velocidad superior a la de la luz.

Percibir en la oscuridad del presente esta luz que trata de alcanzarnos y no puede hacerlo, esto significa ser contemporáneos. Por ello los contemporáneos son raros. Y por eso, ser contemporáneos es, ante todo, una cuestión de valor: pues significa ser capaces no sólo de tener la mirada fija en la oscuridad de la época, sino incluso percibir en esa oscuridad una luz que, dirigida hacia nosotros, se aleja infinitamente. Es decir, una cosa más: ser puntuales a una cita a la que sólo se puede faltar.

Es por ello que el presente que percibe la contemporaneidad tiene las vértebras rotas. En efecto, nuestro tiempo, el presente no es solamente el más lejano: no puede de ninguna manera alcanzarnos. Su espalda está despedazada y nosotros nos mantenemos exactamente en el punto de la fractura. A pesar de todo, por esto somos contemporáneos a él. Entiendan bien que la cita que está en cuestión con la contemporaneidad no tiene lugar sólo en el tiempo cronológico: está en el tiempo cronológico, algo que es necesario y que lo transforma. Y esta urgencia es la inconveniencia, el anacronismo que nos permite comprender nuestro tiempo en la forma de un “demasiado pronto”, que es también un “demasiado tarde”, de un “ya” que es, incluso, un “no aún”. Y, al mismo tiempo, reconocer en las tinieblas del presente la luz que, sin que jamás pueda alcanzarnos, está perennemente en viaje hacia nosotros.

• • •

La contemporaneidad se inscribe en el presente y lo marca, ante todo, como arcaico, y sólo quien percibe en lo más moderno y reciente los indicios y las marcas de lo arcaico puede ser contemporáneo. Arcaico significa: cercano al arké, es decir, al origen. Pero el origen no está situado sólo en un pasado cronológico, él es contemporáneo al devenir histórico y no cesa de actuar en éste, de la misma manera que el embrión sigue actuando en los tejidos del organismo maduro y el niño en la vida psíquica del adulto. La división y, al mismo tiempo, la cercanía, que definen la contemporaneidad tienen su fundamento en esta cercanía con el origen, que en ningún punto late con tanta fuerza como en el presente. Quien ha visto por primera vez, llegando al amanecer por mar, los rascacielos de Nueva York, rápidamente percibe esta facies arcaica del presente, esta proximidad con las ruinas cuyas imágenes atemporales del 11 de septiembre hicieron evidentes a todos.

Los historiadores de la literatura y del arte saben que entre lo arcaico y lo moderno hay una cita secreta, y no sólo porque, justamente, las formas más arcaicas parecen ejercer sobre el presente una fascinación particular, sino más bien porque la llave de lo moderno está escondida en lo inmemorial y en lo prehistórico. Así el mundo antiguo, al llegar a su fin, se vuelve, para reencontrarse, con sus inicios; la vanguardia, que se perdió en el tiempo, persigue lo primitivo y lo arcaico. Es en este sentido que se puede decir que la vía de entrada al presente tiene necesariamente la forma de una arqueología. Que, sin embargo, no retrocede a un pasado remoto, sino a lo que en el presente no podemos vivir de ninguna manera, y al permanecer sin vivir, es incesantemente absorbido, hacia el origen, sin que se pueda alcanzar jamás. Dado que el presente no es otra cosa más que lo no-vivido de todo lo vivido y lo que impide el acceso al presente es justamente la masa de lo que, por alguna razón (su carácter traumático, su demasiada cercanía), no logramos vivir en él. El cuidado puesto a esto no-vivido es la vida del contemporáneo. Y ser contemporáneos significa, en este sentido, regresar a un presente en el que nunca hemos estado.

• • •

Aquellos que han intentado reflexionar sobre la contemporaneidad, lo pudieron hacer sólo con la condición de dividirla en varios tiempos, de introducir en el tiempo una des-homogeneidad esencial. Quien puede decir: “mi tiempo” divide al tiempo, inscribe en él una cesura y una discontinuidad: y, sin embargo, justamente a través de esta cesura, de esta interpolación del presente en la homogeneidad inerte del tiempo lineal, el contemporáneo pone en obra una relación especial entre los tiempos. Si, como vimos, es el contemporáneo el que despedazó las vértebras de su tiempo (o, más bien, percibió la falla, o el punto de ruptura). Él hace de esta fractura el lugar de una cita y de un encuentro entre los tiempos y las generaciones. Nada más ejemplar, en este sentido, que el gesto de Pablo, en el momento en el que lleva a cabo y anuncia a sus hermanos la contemporaneidad por excelencia: el tiempo mesiánico: el ser contemporáneos del Mesías, y que llama justamente el “tiempo-de ahora” (ho nyn cairos). No sólo este tiempo es cronológicamente indeterminado (la parusía, el regreso de Cristo, que señala el fin, es verdadero y está cercano, pero es incalculable) sino que él tiene la singular capacidad de poner en relación consigo mismo cada instante del pasado, de hacer de cada momento o episodio de la narración bíblica una profecía o una prefiguración (typos es el término que Pablo prefiere) del presente (así Adán, a través del cual la humanidad recibió la muerte y el pecado, es “tipo” o figura del Mesías, que lleva a los hombres hacia la redención y hacia la vida).

Esto significa que el contemporáneo no es sólo aquel que, percibiendo la oscuridad del presente, comprende la luz incierta; es también aquel que, dividiendo e interpolando el tiempo, es capaz de transformarlo y de ponerlo en relación con los demás tiempos, de leer de forma inédita la historia, de “citarla” según una necesidad que no proviene de ninguna manera de su arbitrio sino de una exigencia a la que él no puede responder. Es como si esa invisible luz que es la oscuridad del presente proyectara su sombra sobre el pasado y éste, tocado por este haz de sombra, adquiriera la capacidad de responder a las tinieblas del presente. Algo más o menos semejante debía tener en mente Michael Foucault cuando escribía que sus investigaciones históricas sobre el pasado son solamente la sombra de su interrogación teórica del presente. Y W. Benjamin, cuando escribía que el índice histórico contenido en las imágenes del pasado muestra que ellas alcanzarán su legibilidad sólo en un determinado momento de su historia. Es de nuestra capacidad de escuchar esa exigencia y esa sombra, de ser contemporáneos no sólo de nuestro siglo y del “presente” sino también de sus figuras en los textos y en los documentos del pasado, que dependerán el éxito o fracaso de nuestro seminario.


* Este texto, inédito en español, fue leído en el curso de Filosofía Teorética que se llevó a cabo en la Facultad de Artes y Diseño de Venecia entre 2006 y 2007.

** Traducción: Verónica Nájera

***Homo sacer fue la trilogía con la que el pensador italiano se colocó en un lugar prominente de la filosofía política contemporánea, aunque en su obra también confluyen ensayos sobre literatura, lingüística, derecho, teología, estética y metafísica. Alumno de Martin Heidegger entre 1966 y 1968, Giorgio Agamben (Roma, 1942) dirigió la edición italiana de las Obras completas de Walter Benjamin, y desde 2003 es profesor de estética en la Università de Venecia. Sus títulos más recientes son El reino y la gloria (2007) y Signatura rerum. Sobre el método (2008), en los que extiende el análisis de la soberanía política hacia las cuestiones económicas y gubernamentales.


Fuente: salonkritik




MICHEL FOUCAULT - De los espacios otros




La gran obsesión que tuvo el siglo XIX fue, como se sabe, la historia: los temas del desarrollo y de la interrupción, los temas de la crisis y de los ciclos, el tema de un pasado siempre en acumulación, con su gran preponderancia de lo hombres muertos, y la amenazante congelación del mundo. El el siglo XIX encontró en el segundo principio de la termodinámica lo esencial de sus recursos mitológicos. La época actual quizá sea sobre todo la época del espacio. Estamos en la época de lo simultáneo, estamos en la época de la yuxtaposición, en la época de lo próximo y lo lejano, de lo uno al lado de lo otro, de lo disperso. Estamos en un momento en que el mundo se experimenta menos, creo, como una gran vida que se desarrolla a través del tiempo que como una red que une puntos y se intersecta con su propia madeja. Tal vez se pueda decir que algunos de los conflictos ideológicos que animan las polémicas actuales se desarrollan entre los piadosos descendientes del tiempo y a los encarnizados habitantes del espacio. El estructuralismo, o al menos lo que se agrupa bajo este nombre algo general, es el esfuerzo por establecer, entre elementos repartidos a través del tiempo, un conjunto de relaciones que los hace aparecer como yuxtapuestos, opuestos, implicados entre sí, en suma, que los hace aparecer como una especie de configuración; y a decir verdad, no se trata de negar el tiempo, sino de una manera de tratar lo que llamamos tiempo y lo que llamamos historia.


Se debe señalar sin embargo que el espacio que aparece hoy en el horizonte de nuestras preocupaciones, de nuestra teoría, de nuestros sistemas no es una innovación; el espacio mismo, en la experiencia occidental, tiene una historia, y no es posible desconocer este entrecruzamiento fatal del tiempo con el espacio. Se podría decir, para trazar muy groseramente esta historia del espacio, que en la Edad Media había un conjunto jerarquizado de lugares: lugares sagrados y lugares profanos, lugares protegidos y lugares por el contrario abiertos y sin prohibiciones, lugares urbanos y lugares rurales (todo ello concernía a la vida real de los hombres). Para la teoría cosmológica, había lugares supracelestes opuestos al lugar celeste; y el lugar celeste se oponía a su vez al lugar terrestre. Estaban los lugares donde las cosas se encontraban ubicadas porque habían sido desplazadas violentamente, y también los lugares donde, por el contrario, las cosas encontraban su ubicación y su reposo naturales. Era esta jerarquía, esta oposición, este entrecruzamiento de lugares lo que constituía aquello que se podría llamar muy groseramente el espacio medieval: un espacio de localización.

Este espacio de localización se abrió con Galileo, ya que el verdadero escándalo de la obra de Galileo no es tanto el haber descubierto, o más bien haber redescubierto que la Tierra giraba alrededor del Sol, sino el haber constituido un espacio infinito, e infinitamente abierto; de tal forma que el espacio medieval, de algún modo, se disolvía, el lugar de una cosa no era más que un punto en su movimiento, así como el reposo de una cosa no era más que su movimiento indefinidamente desacelerado. Dicho de otra manera, a partir de Galileo, a partir del siglo XVII, la extensión sustituye a la localización.

En nuestros días, el emplazamiento sustituye a la extensión que por su cuenta ya había reemplazado a la localización. El emplazamiento se define por las relaciones de proximidad entre puntos o elementos; formalmente, se las puede describir como series, árboles, enrejados.

Por otra parte, es conocida la importancia de los problemas de emplazamiento en la técnica contemporánea: almacenamiento de la información o de los resultados parciales de un cálculo en la memoria de una máquina, circulación de elementos discretos, con salida aleatoria (como los automóviles, simplemente, o los sonidos a lo largo de una línea telefónica), identificación de elementos, marcados o codificados, en el interior de un conjunto que está distribuido al azar, o clasificado en una clasificación unívoca, o clasificado según una clasificación plurívoca, etc. De una manera todavía más concreta, el problema del sitio o del emplazamiento se plantea para los hombres en términos de demografía; y este último problema del emplazamiento humano no plantea simplemente si habrá lugar suficiente para el hombre en el mundo –problema que es después de todo bastante importante–, sino también el problema de qué relaciones de proximidad, qué tipo de almacenamiento, de circulación, de identificación, de clasificación de elementos humanos deben ser tenidos en cuenta en tal o cual situación para llegar a tal o cual fin. Estamos en una época en que el espacio se nos da bajo la forma de relaciones de emplazamientos.

En todo caso, creo que la inquietud actual concierne fundamentalmente al espacio, sin duda mucho más que al tiempo; el tiempo no aparece probablemente sino como uno de los juegos de distribución posibles entre los elementos que se reparten en el espacio.

Ahora bien, a pesar de todas las técnicas que lo invisten, a pesar de toda la red de saber que permite determinarlo o formalizarlo, el espacio contemporáneo tal vez no está todavía enteramente desacralizado –a diferencia sin duda del tiempo, que ha sido desacralizado en el siglo XIX. Es verdad que ha habido una cierta desacralización teórica del espacio (aquella cuya señal es la obra de Galileo), pero tal vez no accedimos aún a una desacralización práctica del espacio. Y tal vez nuestra vida está controlada aún por un cierto número de oposiciones que no se pueden modificar, contra las cuales la institución y la práctica aún no se han atrevido a rozar: oposiciones que admitimos como dadas: por ejemplo, entre el espacio privado y el espacio público, entre el espacio de la familia y el espacio social, entre el espacio cultural y el espacio útil, entre el espacio del ocio y el espacio del trabajo, todas dominadas por una sorda sacralización.

La obra –inmensa– de Bachelard, las descripciones de los fenomenólogos nos han enseñado que no vivimos en un espacio homogéneo y vacío, sino, por el contrario, en un espacio que está cargado de cualidades, un espacio que tal vez esté también visitado por fantasmas; el espacio de nuestra primera percepción, el de nuestras ensoñaciones, el de nuestras pasiones guardan en sí mismos cualidades que son como intrínsecas; es un espacio liviano, etéreo, transparente, o bien un espacio oscuro, rocalloso, obstruido: es un espacio de arriba, es un espacio de las cimas, o es por el contrario un espacio de abajo, un espacio del barro, es un espacio que puede estar corriendo como el agua viva, es un espacio que puede estar fijo, detenido como la piedra o como el cristal.

Sin embargo, estos análisis, aunque fundamentales para la reflexión contemporánea, conciernen sobre todo al espacio del adentro. Es del espacio del afuera que quisiera hablar ahora.

El espacio en el que vivimos, que nos atrae hacia fuera de nosotros mismos, en el que se desarrolla precisamente la erosión de nuestra vida, de nuestro tiempo y de nuestra historia, este espacio que nos carcome y nos agrieta es en sí mismo también un espacio heterogéneo. Dicho de otra manera, no vivimos en una especie de vacío, en el interior del cual podrían situarse individuos y cosas. No vivimos en un vacío diversamente tornasolado, vivimos en un conjunto de relaciones que definen emplazamientos irreductibles los unos a los otros y que no deben superponerse.

Por supuesto, se podría emprender la descripción de estos diferentes emplazamientos, buscando el conjunto de relaciones por el cual se los puede definir. Por ejemplo, describir el conjunto de relaciones que definen los emplazamientos de pasaje, las calles, los trenes (un tren es un extraordinario haz de relaciones, ya que es algo a través de lo cual se pasa, es algo mediante lo cual se puede pasar de un punto a otro y además es también algo que pasa). Se podría describir, por el haz de relaciones que permiten definirlos, estos emplazamientos de detención provisoria que son los cafés, los cines, las playas. Se podría también definir, por su red de relaciones, el emplazamiento de descanso, cerrado o medio cerrado, constituido por la casa, la habitación, la cama, etc. Pero los que me interesan son, entre todos los emplazamientos, algunos que tienen la curiosa propiedad de estar en relación con todos los otros emplazamientos, pero de un modo tal que suspenden, neutralizan o invierten el conjunto de relaciones que se encuentran, por sí mismos, designados, reflejados o reflexionados. De alguna manera, estos espacios, que están enlazados con todos los otros, que contradicen sin embargo todos los otros emplazamientos, son de dos grandes tipos.


HETEROTOPÍAS

Están en primer lugar las utopías. Las utopías son los emplazamientos sin lugar real. Mantienen con el espacio real de la sociedad una relación general de analogía directa o inversa. Es la sociedad misma perfeccionada o es el reverso de la sociedad, pero, de todas formas, estas utopías son espacios fundamental y esencialmente irreales.

También existen, y esto probablemente en toda cultura, en toda civilización, lugares reales, lugares efectivos, lugares que están diseñados en la institución misma de la sociedad, que son especies de contra-emplazamientos, especies de utopías efectivamente realizadas en las cuales los emplazamientos reales, todos los otros emplazamientos reales que se pueden encontrar en el interior de la cultura están a la vez representados, cuestionados e invertidos, especies de lugares que están fuera de todos los lugares, aunque sean sin embargo efectivamente localizables. Estos lugares, porque son absolutamente otros que todos los emplazamientos que reflejan y de los que hablan, los llamaré, por oposición a las utopías, las heterotopías; y creo que entre las utopías y estos emplazamientos absolutamente otros, estas heterotopías, habría sin duda una suerte de experiencia mixta, medianera, que sería el espejo. El espejo es una utopía, porque es un lugar sin lugar. En el espejo, me veo donde no estoy, en un espacio irreal que se abre virtualmente detrás de la superficie, estoy allá, allá donde no estoy, especie de sombra que me devuelve mi propia visibilidad, que me permite mirarme allá donde estoy ausente: utopía del espejo. Pero es igualmente una heterotopía, en la medida en que el espejo existe realmente y tiene, sobre el lugar que ocupo, una especie de efecto de retorno; a partir del espejo me descubro ausente en el lugar en que estoy, puesto que me veo allá. A partir de esta mirada que de alguna manera recae sobre mí, del fondo de este espacio virtual que está del otro lado del vidrio, vuelvo sobre mí y empiezo a poner mis ojos sobre mí mismo y a reconstituirme allí donde estoy; el espejo funciona como una heterotopía en el sentido de que convierte este lugar que ocupo, en el momento en que me miro en el vidrio, en absolutamente real, enlazado con todo el espacio que lo rodea, y a la vez en absolutamente irreal, ya que está obligado, para ser percibido, a pasar por este punto virtual que está allá.

En cuanto a las heterotopías propiamente dichas, ¿cómo se las podría describir, que sentido tienen? Se podría suponer, no digo una ciencia, porque es una palabra demasiado prostituida ahora, sino una especie de descripción sistemática que tuviera por objeto, en una sociedad dada, el estudio, el análisis, la descripción, la “lectura”, como se gusta decir ahora, de estos espacios diferentes, estos otros lugares, algo así como una polémica a la vez mítica y real del espacio en que vivimos; esta descripción podría llamarse la heterotopología.

Primer principio: no hay probablemente una sola cultura en el mundo que no constituya heterotopías. Es una constante de todo grupo humano. Pero las heterotopías adquieren evidentemente formas que son muy variadas, y tal vez no se encuentre una sola forma de heterotopía que sea absolutamente universal. Sin embargo es posible clasificarlas en dos grandes tipos.

En las sociedades llamadas “primitivas”, hay una forma de heterotopías que yo llamaría heterotopías de crisis, es decir que hay lugares privilegiados, o sagrados, o prohibidos, reservados a los individuos que se encuentran, en relación a la sociedad y al medio humano en el interior del cual viven, en estado de crisis. Los adolescentes, las mujeres en el momento de la menstruación, las parturientas, los viejos, etc.

En nuestra sociedad, estas heterotopías de crisis están desapareciendo, aunque se encuentran todavía algunos restos. Por ejemplo, el colegio, bajo su forma del siglo XIX, o el servicio militar para los jóvenes jugaron ciertamente tal rol, ya que las primeras manifestaciones de la sexualidad viril debían tener lugar en “otra parte”, diferente de la familia. Para las muchachas existía, hasta mediados del siglo XX, una tradición que se llamaba el “viaje de bodas”; que es un tema ancestral. El desfloramiento de la muchacha no podía tener lugar “en ninguna parte” y, en ese momento, el tren, el hotel del viaje de bodas eran ese lugar de ninguna parte, esa heterotopía sin marcas geográficas.

Pero las heterotopías de crisis desaparecen hoy y son reemplazadas, creo, por heterotopías que se podrían llamar de desviación: aquellas en las que se ubican los individuos cuyo comportamiento está desviado con respecto a la media o a la norma exigida. Son las casas de reposo, las clínicas psiquiátricas; son, por supuesto, las prisiones, y debería agregarse los geriátricos, que están de alguna manera en el límite de la heterotopía de crisis y de la heterotopía de desviación, ya que, después de todo, la vejez es una crisis, pero igualmente una desviación, porque en nuestra sociedad, donde el tiempo libre se opone al tiempo de trabajo, el no hacer nada es una especie de desviación.

El segundo principio de esta descripción de las heterotopías es que, en el curso de su historia, una sociedad puede hacer funcionar de una forma muy diferente una heterotopía que existe y que no ha dejado de existir; en efecto, cada heterotopía tiene un funcionamiento preciso y determinado en la sociedad, y la misma heterotopía puede, según la sincronía de la cultura en la que se encuentra, tener un funcionamiento u otro.

Tomaré por ejemplo la curiosa heterotopía del cementerio. El cementerio es ciertamente un lugar otro en relación a los espacios culturales ordinarios; sin embargo, es un espacio ligado al conjunto de todos los emplazamientos de la ciudad o de la sociedad o de la aldea, ya que cada individuo, cada familia tiene parientes en el cementerio. En la cultura occidental, el cementerio existió prácticamente siempre. Pero sufrió mutaciones importantes. Hasta el fin del siglo XVIII, el cementerio se encontraba en el corazón mismo de la ciudad, a un lado de la iglesia. Existía allí toda una jerarquía de sepulturas posibles. Estaba la fosa común, en la que los cadáveres perdían hasta el último vestigio de individualidad, había algunas tumbas individuales, y también había tumbas en el interior de la iglesia. Estas tumbas eran de dos especies: podían ser simplemente baldosas con una marca, o mausoleos con estatuas. Este cementerio, que se ubicaba en el espacio sagrado de la iglesia, ha adquirido en las sociedades modernas otro aspecto diferente y, curiosamente, en la época en que la civilización se ha vuelto –como se dice muy groseramente– “atea”, la cultura occidental inauguró lo que se llama el culto de los muertos.

En el fondo, era muy natural que en la época en que se creía efectivamente en la resurrección de los cuerpos y en la inmortalidad del alma no se haya prestado al despojo mortal una importancia capital. Por el contrario, a partir del momento en que no se está muy seguro de tener un alma, ni de que el cuerpo resucitará, tal vez sea necesario prestar mucha más atención a este despojo mortal, que es finalmente el último vestigio de nuestra existencia en el mundo y en las palabras. En todo caso, a partir del siglo XIX cada uno tiene derecho a su pequeña caja para su pequeña descomposición personal; pero, por otra parte, recién a partir del siglo XIX se empezó a poner los cementerios en el límite exterior de las ciudades; correlativamente a esta individualización de la muerte y a la apropiación burguesa del cementerio nació la obsesión de la muerte como “enfermedad”. Se supone que los muertos llevan las enfermedades a los vivos, y que la presencia y la proximidad de los muertos al lado de la casa, al lado de la iglesia, casi en el medio de la calle, propaga por sí misma la muerte. Este gran tema de la enfermedad esparcida por el contagio de los cementerios persistió en el fin del siglo XVIII; y en el transcurso del siglo XIX comenzó su desplazamiento hacia los suburbios. Los cementerios constituyen entonces no sólo el viento sagrado e inmortal de la ciudad, sino “la otra ciudad”, donde cada familia posee su negra morada.

Tercer principio: la heterotopía tiene el poder de yuxtaponer en un solo lugar real múltiples espacios, múltiples emplazamientos que son en sí mismos incompatibles. Es así que el teatro hace suceder sobre el rectángulo del escenario toda una serie de lugares que son extraños los unos a los otros; es así que el cine es una sala rectangular muy curiosa, al fondo de la cual, sobre una pantalla bidimensional, se ve proyectar un espacio en tres dimensiones; pero tal vez el ejemplo más antiguo de estas heterotopías (en forma de emplazamientos contradictorios) sea el jardín. No hay que olvidar que el jardín, creación asombrosa ya milenaria, tenía en oriente significaciones muy profundas y como superpuestas. El jardín tradicional de los persas era un espacio sagrado que debía reunir, en el interior de su rectángulo, cuatro partes que representaban las cuatro partes del mundo, con un espacio todavía más sagrado que los otros que era como su ombligo, el ombligo del mundo en su medio (allí estaban la fuente y la vertiente); y toda la vegetación del jardín debía repartirse dentro de este espacio, en esta especie de microcosmos.

En cuanto a las alfombras, ellas eran, en el origen, reproducciones de jardines. El jardín es una alfombra donde el mundo entero realiza su perfección simbólica, y la alfombra, una especie de jardín móvil a través del espacio. El jardín es la parcela más pequeña del mundo y es por otro lado la totalidad del mundo. El jardín es, desde el fondo de la Antigüedad, una especie de heterotopía feliz y universalizante (de ahí nuestros jardines zoológicos).

Cuarto principio: las heterotopías están, las más de las veces, asociadas a cortes del tiempo; es decir que operan sobre lo que podríamos llamar, por pura simetría, heterocronías. La heterotopía empieza a funcionar plenamente cuando los hombres se encuentran en una especie de ruptura absoluta con su tiempo tradicional; se ve acá que el cementerio constituye un lugar altamente heterotópico, puesto que comienza con esa extraña heterocronía que es, para un individuo, la pérdida de la vida, y esa cuasi eternidad donde no deja de disolverse y de borrarse.

En forma general, en una sociedad como la nuestra, heterotopía y heterocronía se organizan y se ordenan de una manera relativamente compleja. Están en primer lugar las heterotopías del tiempo que se acumulan al infinito, por ejemplo los museos, las bibliotecas –museos y bibliotecas son heterotopías en las que el tiempo no cesa de amontonarse y de encaramarse sobre sí mismo, mientras que en el siglo XVII, hasta fines del XVII incluso, los museos y las bibliotecas eran la expresión de una elección. En cambio, la idea de acumular todo, la idea de constituir una especie de archivo general, la voluntad de encerrar en un lugar todos los tiempos, todas las épocas, todas las formas, todos los gustos, la idea de constituir un lugar de todos los tiempos que esté fuera del tiempo, e inaccesible a su mordida, el proyecto de organizar así una suerte de acumulación perpetua e indefinida del tiempo en un lugar inamovible… todo esto pertenece a nuestra modernidad. El museo y la biblioteca son heterotopías propias de la cultura occidental del siglo XIX.

Frente a estas heterotopías, ligadas a la acumulación del tiempo, se hallan las heterotopías que están ligadas, por el contrario, al tiempo en lo que tiene de más fútil, de más precario, de más pasajero, según el modo de la fiesta. Son heterotopías no ya eternizantes, sino absolutamente crónicas. Tales son las ferias, esos maravillosos emplazamientos vacíos en el límite de las ciudades, que una o dos veces al año se pueblan de puestos, de barracones, de objetos heteróclitos, de luchadores, de mujeres-serpiente, de adivinas. Muy recientemente también, se ha inventado una nueva heterotopía crónica: las ciudades de veraneo; esas aldeas polinesias que ofrecen tres cortas semanas de desnudez primitiva y eterna a los habitantes de las ciudades; y ustedes ven por otra parte que acá se juntan las dos formas de heterotopías, la de la fiesta y la de la eternidad del tiempo que se acumula: las chozas de Djerba son en un sentido parientes de las bibliotecas y los museos, pues en el reencuentro de la vida polinesia, el tiempo queda abolido, pero es también el tiempo recobrado, toda la historia de la humanidad remontándose desde su origen como en una especie de gran saber inmediato.

Quinto principio: las heterotopías suponen siempre un sistema de apertura y uno de cierre que, a la vez, las aíslan y las vuelven penetrables. En general, no se accede a un emplazamiento heterotópico como accedemos a un molino. O bien uno se halla allí confinado –es el caso de las barracas, el caso de la prisión– o bien hay que someterse a ritos y a purificaciones. Sólo se puede entrar con un permiso y una vez que se ha completado una serie de gestos. Existe, por otro lado, heterotopías enteramente consagradas a estas actividades de purificación, medio religiosa, medio higiénica, como los hammam musulmanes, o bien purificación en apariencia puramente higiénica, como los saunas escandinavos.

Existen otras, al contrario, que tienen el aire de puras y simples aberturas, pero que, en general, ocultan curiosas exclusiones. Todo el mundo puede entrar en los emplazamientos heterotópicos, pero a decir verdad, esto es sólo una ilusión: uno cree penetrar pero, por el mismo hecho de entrar, es excluido. Pienso, por ejemplo, en esas famosas habitaciones que existían en las grandes fincas del Brasil, y en general en Sudamérica. La puerta para acceder a ellas no daba a la pieza central donde vivía la familia, y todo individuo que pasara, todo viajero tenía el derecho de franquear esta puerta, entrar en la habitación y dormir allí una noche. Ahora bien, estas habitaciones eran tales que el individuo que pasaba allí no accedía jamás al corazón mismo de la familia, era absolutamente huésped de pasada, no verdaderamente un invitado. Este tipo de heterotopía, que hoy prácticamente ha desaparecido en nuestras civilizaciones, podríamos tal vez reencontrarlo en las famosas habitaciones de los moteles americanos, donde uno entra con su coche y con su amante y donde la sexualidad ilegal se encuentra a la vez absolutamente resguardada y absolutamente oculta, separada, y sin embargo dejada al aire libre.

Sexto principio. La última nota de las heterotopías es que son, respecto del espacio restante, una función. Ésta se despliega entre dos polos extremos. O bien tienen por rol crear un espacio de ilusión que denuncia como más ilusorio todavía todo el espacio real, todos los emplazamientos en el interior de los cuales la vida humana está compartimentada (tal vez sea éste el rol que durante mucho tiempo jugaron los burdeles, rol del que se hallan ahora privadas); o bien, por el contrario, crean otro espacio, otro espacio real, tan perfecto, tan meticuloso, tan bien ordenado, como el nuestro es desordenado, mal administrado y embrollado. Ésta sería una heterotopía no ya de ilusión, sino de compensación, y me pregunto si no es de esta manera que han funcionado ciertas colonias. En ciertos casos, las colonias han jugado, en el nivel de la organización general del espacio terrestre, el rol de heterotopía. Pienso por ejemplo, en el momento de la primer ola de colonización, en el siglo XVII, en esas sociedades puritanas que los ingleses fundaron en América y que eran lugares otros absolutamente perfectos.

Pienso también en esas extraordinarias colonias jesuíticas que fueron fundadas en Sudamérica: colonias maravillosas, absolutamente reglamentadas, en las que se alcanzaba efectivamente la perfección humana. Los jesuitas del Paraguay habían establecido colonias donde la existencia estaba reglamentada en cada uno de sus puntos. La aldea se repartía según una disposición rigurosa alrededor de una plaza rectangular al fondo de la cual estaba la iglesia; a un costado, el colegio, del otro, el cementerio, y, después, frente a la iglesia se abría una avenida que otra cruzaría en ángulo recto. Las familias tenían cada una su pequeña choza a lo largo de estos ejes y así se reproducía exactamente el signo de Cristo. La cristiandad marcaba así con su signo fundamental el espacio y la geografía del mundo americano.

La vida cotidiana de los individuos era regulada no con un silbato, pero sí por las campanas. Todo el mundo debía despertarse a la misma hora, el trabajo comenzaba para todos a la misma hora; la comida a las doce y a las cinco; después uno se acostaba y a la medianoche sonaba lo que podemos llamar la diana conyugal. Es decir que al sonar la campana cada uno cumplía con su deber.

Los burdeles y las colonias son dos tipos extremos de heterotopía, y si uno piensa que, después de todo, el barco es un pedazo flotante de espacio, un lugar sin lugar, que vive por él mismo, que está cerrado sobre sí y que al mismo tiempo está librado al infinito del mar y que, de puerto en puerto, de orilla en orilla, de burdel en burdel, va hasta las colonias a buscar lo más precioso que ellas encierran en sus jardines, ustedes comprenden por qué el barco ha sido para nuestra civilización, desde el siglo XVI hasta nuestros días, a la vez no solamente el instrumento más grande de desarrollo económico (no es de eso de lo que hablo hoy), sino la más grande reserva de imaginación. El navío es la heterotopía por excelencia. En las civilizaciones sin barcos, los sueños se agotan, el espionaje reemplaza allí la aventura y la policía a los corsarios.


“Des espaces autres”, sirvió de base para la conferencia dada por Foucault en el Cercle des Études Architecturals, el 14 de marzo de 1967. Se publicó en Architecture, Mouvement, Continuité, n 5, octubre de 1984. Aunque no fue revisado por el autor para su publicación, y por tanto no forma parte de corpus oficial de su obra, el manuscrito se hizo de dominio público con motivo de una exposición en Berlín poco tiempo antes de la muerte de Foucault. // Traducida por Pablo Blitstein y Tadeo Lima. // Corrección revisada por Caosmosis-Universidade Invisíbel.

Fuente: Caosmosis






Related Posts with Thumbnails